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lunes, 3 de diciembre de 2012

El cristo de las miles

Esta es una leyenda de mi ciudad, Sevilla (España). En el cementerio de Sevilla hay una tumba que resalta de las demás, es la tumba de un escultor de aquí. Esta en el centro del cementerio y como lápida tiene un Cristo enorme tallado en madera.
Aquí es muy popular sacar en la semana santa a las imágenes en procesión y miles de personas vienen a ver la devoción que este pueblo tiene por su Dios.
Pues el escultor que os digo tallaba imágenes, para las iglesias de Sevilla, pero el ultimo cristo lo tallo con las piernas al contrario, lo hizo con la pierna izquierda sobre la derecha, al contemplar la obra terminada vio el fallo, su negligencia se pagó con su muerte, le afectó tanto que se ahorcó, lo encontraron en su estudio colgado de una cuerda y sin vida.
Todos creyeron que el mejor homenaje para aquel hombre de dios era enterrarlo en el centro del cementerio y como cruz o lápida, el Cristo que tanto tiempo tardó en tallar.
Y así lo hicieron, unos diez años después el guarda del cementerio observó que el cristo lloraba, los responsables del Vaticano fueron a verlo y efectivamente lloraba, de sus ojos caían lagrimas de miel y todos se preguntaron por qué, era el escultor llorando su pena, dulce pena opinaban, ya que sus lágrimas eran pura miel de abeja.
Al reconocer la imagen en profundidad se vio que el milagro la hacían una abejas, el escultor talló hueco al cristo para que no pesara demasiado y unas abejas hicieron colmena dentro y de ahí las lágrimas, los ojos se tallaron tan finos que quedaron aberturas dentro de él y por ahí caía la miel.
Desde entonces fue bautizado con el nombre del cristo de las mieles y cada día 1 de noviembre, las gentes de Sevilla, van a recoger lágrimas de miel para recordar la dulzura de aquel escultor Sevillano.

003. anonimo (españa)

¡Qué bien cantaba Japim!

Antes, antes de lo ocurrido, ¡qué bien cantaba Japim![i]
Ningún pajarito cantaba mejor que Japim. En aquel tiempo todavía no hacía nidos en las ramas. ¡Vivía en el cielo!
Vuelta y media, Tupá[ii] le llamaba:
  ¡Japim, ven aquí ! ¡Canta, que quiero dormir!
Allá iba Japim a cantar al dios de los indios. ¡ Qué bien cantaba Japim! En cuanto co­menzaba a cantar, Tupá se adormecía hechi­zado por la melodía del canto del pajarito.
Cierto día, Tupá despertó con un alboroto de voces que llegaban de abajo, de la tierra, pidiendo ir al cielo. Eran los indios que pedían e imploraban sin cesar. Tupá quiso saber de qué se trataba.
Los indios contaron que había una peste entre ellos, y que por esa razón todos querían ir al cielo, donde no había peste alguna.
Tupá dijo que no; que era mucha gente, que no era posible. Pero prometió enviar a Japim a cantar para ellos a fin de consolarlos.
Japim llegó a la tierra. Cantaba y cantaba. Oyendo su canto, los indios se olvidaron de sus desdichas, y poco a poco recomenzaron a trabajar. La peste cesó y los indios volvieron a vivir felices. Antes que Tupá se acordase de mandar a buscar a Japim, los indios se lo pidieron. Tupá regaló a Japim a los indios.
Desde ese día, Japim se tornó vanidoso, considerándose un gran personaje. Lleno de orgullo, empezó a imitar a los otros paja­ritos.
Escuchaba cómo cantaba el jabia-corochi­ré[iii] y allá se iba tras él, imitándolo. Si el uirapurú[iv] pasaba con los otros pájaros de la floresta, que le seguían para oír su canto de cristal, Japim, para burlarse del uirapurú, le imitaba.
Remedaba a grandes y a chicos, a los de cuellecito rojo y a los amarillos, a los de pico curvo y a los de cola blanca, hasta que los pajaritos empezaron a disgustarse. Por fin re­solvieron formar una comisión y presentar sus quejas a Tupá.
Llegaron al cielo y contaron todo, tim-tim por tim-tim, lo que Japim hacía: cómo se reía de todos ellos y cómo, para humillarlos, los imitaba.
Tupá hizo llamar a Japim. Lo recibió con el ceño fruncido y le reprendió, pero sin re­sultado. Japim regresó a la tierra y siguió haciendo lo mismo, burlándose de los otros pajaritos.
Tupá, entonces, le dijo:
Japim, si no cesas de burlarte de los otros, vas a perder tu hermoso canto. ¡Nó podrás sino remedar el canto de las demás aves, y todas te tendrán rabia! ¡Piénsalo bien; mira que acabarás remedando hasta a las gallinas!...
No quiso escuchar los consejos de Tupá, y tanto hizo, tanto hizo, que terminó perdiendo su canto.
¡Qué lástima! ¡Tan bién que cantaba Ja­pim!
Cierto día, apareció un pájaro nuevo por aquellos lugares. Era un gavilán colorado[v] pequeño, astuto, de vuelo muy ligero. Se lla­maba Cauré[vi]. Era valiente, pero no cantaba bien. No es que fuese desagradable el cántico. Nada de eso. No era sino que le faltaba gracia para cantar y siempre repetía la misma cosa, sin melodía alguna. Pero no se acercaba a nadie, y hasta el gavilán real[vii] le respe­taba.
Por la más mínima cosa estaba dispuesto a pelear, pero no se enfrentaba a las aves ma­yores, aunque sabía cómo vencerlas.
Huía volando, y si un buitre, un cóndor o un gavilán real le perseguía, maniobraba rá­pidamente y se metía debajo de sus alas. Como las aves mayores no pueden hacer lo mismo durante el vuelo, ni agarrar a otra pe­queña que se meta entre sus alas, Cauré, con el pico afilado y curvo, les cortaba los músculos propulsores, esos pequeños músculos que dan fuerza a las alas para volar. Atacadas de esa manera, las aves grandes huían abandonando la lucha. Pero ave que cayese al suelo era víctima de Cauré, que se arrojaba sobre ellas y las mataba.
Japim sabía todo eso. Sentía incluso un poco de miedo hacia Cauré, hasta que llegó un día en que este pasó cerca; Japim no resistió y le remedó el canto.
Cauré, que no admitía bromas, partió veloz sobre Japim. Este, asustado, se metió en el nido largo que había construido para vivir.
El pequeño gavilán se posó en una rama próxima y esperó la salida de Japim.
Las avispas vecinas y amigas de Japim, que observaron todo lo ocurrido, cayeron sobre Cauré, el cual, por temor hacia ellas, se alejó.
Pero esto no le sirvió de lección a Japim. Pajarito que pasaba cerca era imitado por él.
Había uno en la floresta que Japim no conocía. Era Tangará[viii], que volaba siempre en grupo, en compañía de otros tangaraes. Cantaban en voz baja, suavemente y dan­zando siempre. Japim nunca había visto a Tangará. Cierta vez, de viaje, Japim se en­contró con él al pasar entre los arbustos.
Apenas vio cantar y danzar a Tangará, se puso a remedarlo. Tangará, sin decir palabra, se fue hacia él. Japim, que no lo esperaba, se defendió como pudo. Pero Tangará estaba enojado y lo atacó sin descanso.
Los pajaritos formaron una rueda alre­dedor de Japim y Tangará. Unos avisaron a otros, y de todos los rincones de la floresta llegaron más para presenciar la lucha.
La pelea se iba poniendo fea. Japim busca­ba la manera de huir, pero no podía. Los espectadores apretaban cada vez más el círcu­lo. La mayoría apoyaba animadamente a Tangará, que era muy querido en la floresta.
De repente, no se sabe cómo, ya que todo fue muy rápido, Tangará hirió a Japim muy cerca del corazón.
El pobre Japim cayó como muerto.
Todos los pajaritos aplaudieron. En ese instante intervino Tupá:
Desde hoy en adelante, los tangaraes llevarán la marca de la victoria en el pico; tendrán siempre el pico rojo, ¡el color de la sangre de Japim!
Desde ese día, Japim nunca más remedó a Tangará. Es el único pájaro al que respeta.
Cuando ve el pico rojo de Tangará, se aleja deprisa. Recuerda lo sucedido aquella vez y levanta el vuelo. Tiene miedo.

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[i] Con este nombre se conoce en Brasil un pájaro negro con el dorso posterior amarillo intenso, color este que se extiende hasta parte de la cola. También el pico es amarillo. Construye su nido cerca de los de las avispas para apro­vechar el temor de los animales a estos insectos. Hace su nido en forma de largas bolsas colgadas de los árboles.
[ii] Nombre que algunas tribus de indios del Brasil daban al trueno y más tarde pasó a designar a Dios.
[iii] Con este nombre se le conoce en Corrientes y en el Paraguay. En Brasil hay catorce especies y se llama sabiá. Su canto es melodioso.
[iv] Pájaro pequeño del Amazonas. Tiene un canto melodio­so y su plumaje es refulgente.
[v] En Brasil suele llamarse «casaco de couro», que quiere decir «tapado de cuero», por su color de herrumbre, de cuero.
[vi] Pequeño gavilán del Amazonas.
[vii] Hermoso gavilán que mide dos metros de una punta a otra de las alas. Es de color gris con el cuello blanco. Posee un penacho que se yergue cuando está excitado.
[viii] Pajarito del tamaño de los gorriones. El macho es de color azul con la cabeza y el pico escarlata; la frente, el pescuezo, las alas y la cola son negros. Tiene dos plumas largas en la cola, de color azul. Los pájaros jóvenes y los del sexo femenino son de color verde. Los cazadores que han observado a estos pájaros en los bosques afirman que eje­cutan bailes hermosos y delicados, llenos de gracia.

Mauarí y el sueño

Mauarí [i] no tenía morada fija. Vagaba día y noche por la orilla del río. Por eso andaba siempre con sueño atrasado. Descan­saba en los follajes, soñoliento. De repente erguía la cabeza, gritando asustado:
-¡Cuá, cuá, cuá!...
Levantaba el vuelo y se posaba más ade­lante. Luego, caía otra vez en soñolencia. Su cabeza pendía suavemente, y de súbito caía arrastrada por el peso de su pico grande. Mauarí despertaba asustado, gritando:
  ¡Cua, cua, cua!...
Volando se posaba más adelante.
Cierto día, Martín-pescador[ii], que pasa­ba por allí, le preguntó:
-¿Acaso no puede usted dormir sosegado, Mauarí?
-No puedo. ¿No ve que apenas me entre­duermo viene el sueño y me tira del pico hacia abajo? ¡Es el sueño el que no me deja dormir!
Martín-pescador enseñó a Mauarí lo que debía hacer:
-Mire, compadre: dé vuelta a la cabeza y ponga su pico al costado. Así el sueño no podrá tirarlo hacia abajo.
Mauarí siguió el consejo de Martín-pesca­dor. Volvió la cabeza hacia atrás y puso el pico a su costado. Poco a poco se fue ador­milando.
Sin embargo, como el pico era muy pe­sado, fue cayendo, fue cayendo...
Mauarí cabeceó, asustado:
-¡Cua, cua, cua!...
Levantó el vuelo y se posó más adelante. Martín-pescador, que andaba por allí, le preguntó:
-¿Qué pasó, Mauarí?
-Fue el sueño, compadre. Tiró de mi pico nuevamente y me asusté.      
Martín-pescador le sugirió:
-¿Por qué no matas al sueño, Mauarí?
-Eso es, compadre. No lo había pensado.
Voy a atravesar al sueño con mi pico.
Mauarí se posó en una rama y esperó al sueño. Abrió bien los ojos para ver mejor.
-Voy a matar al sueño. Me quedaré vigi­lando para matarlo.
No pasó mucho tiempo, cuando Mauarí vio acercarse lentamente un bulto.
-Parece que el sueño viene allí...
El bulto iba aproximándose, aproximán­dose...; ya estaba cerca...
Mauarí no desviaba los ojos del bulto. ¡De repente, Mauarí se adormeció!
-¡Cua, cua, cua!...
Voló asustado, gritando. Martín-pescador, que estaba atento a un pez en el río, le preguntó:
-¿Qué hubo, Mauarí?
-¡Estaba esperando al sueño, compadre! El sueño estaba llegando, estaba llegando..., y yo lo esperaba... Pero ¿fue cuando me adormilé, compadre? No pude darme cuenta siquiera. Ahora, voy a esperar al sueño de nuevo.
Esperó. Vio una sombra acercarse despa­cio. Parecía una nubecilla negra. Avanzaba despacio... Estaba por llegar...
-¡Ahí llega el sueño! -dijo Mauarí. Ahora lo atravesaré con mi pico. El ni sos­pecha siquiera...
La oscuridad avanzaba; ya estaba cerca, cerquita...
-iAhora! -exclamó Mauarí.
En el mismo instante se adormiló. Parece mentira, pero se adormiló.
De repente abrió los ojos asustado y se fue gritando:
  ¡Cua, cua, cua!...
Se posó en un árbol y quedó esperando al sueño. ¡Hasta hoy! ¡Ha! ¡Ha!

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[i] Nombre que en el Amazonas dan a esta ave, que es una gran garza de un metro veinte centímetros de largo. Es gris con la cabeza negra y el vientre blanco. El pico es amarillo, y las piernas, negras.
[ii] Hay cinco especies brasileñas. Su color es gris oscuro, verde esmeralda, blanco y algo de color herrumbre. Hace sus nidos en las barrancas y, como su hombre indica, ali­méntase de peces.

Los dos papagayos

Sol salió de caza. En la floresta encontró un nido con dos papagayos tan peque­ños que apenas podían volar; sacándolos del nido, los llevó con él para criarlos. Eligió para sí el papagayo de plumas verdes más hermosas y regaló el otro a Luna [i], su compañero.
Los dos amigos alimentaban a los papa­gayos y se entretenían jugando con ellos. Extendían su dedo hacia las aves y también les enseñaban a hablar.
Pasaba el tiempo. Los papagayos crecieron y aprendieron a hablar como la gente, hasta que cierto día uno de ellos dijo al otro:
Estoy apenadísimo por nuestro pobre padre. Regresa cansado de sus cacerías y debe preparar su comida y la nuestra, sin poder descansar; ayudémosle, y así podrá reposar a su regreso.
Instantáneamente, los dos papagayos se convirtieron en dos muchachas. Comenzaron a preparar el almuerzo, y mientras una tra­bajaba, la otra vigilaba la entrada por si alguien llegaba de sorpresa, y poder avisar, si así ocurría, a su compañera para que ambas se volvieran de nuevo papagayos.
Al caer la tarde, Sol y Luna retornaron a la casa. A cierta distancia escucharon un ruido: pum-pum-pum... Sol acercó la oreja a la tierra y dijo al compañero:
-Parece que llega un animal grande como nunca hemos visto; viene trotando por ahí. ¡Marchemos rápidos!
A medida que se aproximaban a la casa, el pum-pum de las pisadas iba en aumento.
-¡No creo que sea animal! -dijo Luna. Parece golpe de mortero pisando maíz.
-Es cierto -dijo Sol. Y lo más raro es que el ruido viene de nuestra casa. Veamos quién está allí.
Cuando se hallaban a pocos pasos de la puerta de entrada, cesaron los golpes en el mortero.
Al entrar no vieron a nadie. Revolvieron todo: las cestas y hasta las brasas fueron removidas en busca de quién había preparado el almuerzo, cuando, de repente, se encon­traron con los dos papagayos, que, como de costumbre, estaban aferrados a una viga de madera, con los ojos muy abiertos y el pes­cuezo estirado para ver mejor.
No había nadie más.
-¿Serían los papagayos? -comentó Luna riendo. Y agregó: ¡Qué tontería! ¡El pa­pagayo no sabe hacer nada!
-Ni aunque quisiese podría -dijo Sol. ¡Ah!... ¡Mira! ¡Por aquí anduvo gente!...
Examinaron las pisadas humanas en el suelo de tierra. El misterio mayor era que las pi­sadas terminaban allí mismo; dentro de la casa, y que afuera no había rastro alguno.
Al día siguiente sucedió lo mismo. Sol y Luna escucharon, al volver de la cacería, el ruido del mortero donde se molía el maíz: pum-pum-pum.
Vuelta a buscar como en la tarde anterior. Encontraron de nuevo las pisadas, sin rastro alguno de gente. Examinaron todo; buscaron, y... ¡nada! Solamente los papagayos aga­rrados a la viga, mirándolos como si nada hubiese ocurrido.
Diariamente sucedió lo mismo. Cuando los dos compañeros se aproximaban a la casa, escuchaban el pum-pum-pum del mortero moliendo el maíz; pero al acercarse, todo igual: la comida lista, las huellas en el piso de tierra... y ¡nadie en la casa! Finalmente, Sol, cada vez más intrigado, dijo a su amigo Luna:
-Lo mejor será simular que vamos de caza. Escondámonos en el matorral y quedémonos a un costado de la casa. Cuando escuchemos el ruido en el mortero, entraremos corrien­do: yo, por la puerta de enfrente, y tú, por la del fondo.
Simularon ir de cacería. Llevaron sus arcos y sus flechas, dieron una vuelta por el ma­torral y regresaron al mismo sitio, por el fondo, escondiéndose entre los árboles del patio.
Al poco rato escucharon voces y risas procedentes de la casa, y luego el pum-pum del mortero donde se molía el maíz. En el mismo instante, Sol entró corriendo por la puerta de enfrente, y Luna, por la de atrás. Allí se en­contraron con las dos muchachas, que al verse descubiertas, sin pronunciar palabra, bajaron la cabeza y se sentaron, quietecitas.
Sol y Luna nunca habían visto muchachas tan bonitas como aquellas. Tenían la piel morena clara y los cabellos negros, lisos y lustrosos, tan largos que les llegaban a los tobillos.
Luna quiso hablar con ellas, pero Sol se lo impidió con un movimiento de la mano, pues el quería decir algo primero. Dirigiéndo­se a la que le parecía más hermosa, preguntó:
-¿Así que las dos nos preparaban la co­mida diariamente? ¿De dónde venís?
-Estábamos apenados de veros trabajar y tener además que cocinar al regreso y hacer todo lo demás... Por eso nos transformamos en seres humanos, y decidimos preparar la comida. Pero ahora...
-¡Ahora quedaos así, como personas! -di­jo Sol, radiante de satisfacción.
La muchacha respondió, sin levantar la cabeza:
  Decidan con cuál de las dos se quieren casar.
Sol respondió sin pestañear.
-Yo me caso contigo.
La muchacha, que había sido antes el pa­pagayo de Sol, exclamó riendo:
-¡Me has elegido por segunda vez!
Luna, compañero de Sol, se dirigió a la otra:
-¡Yo, contigo!
Se casaron y hasta hoy viven muy felices allá, en la casa de ambos. Dicen que por ser la casa pequeña para los cuatro, decidieron turnarse. Sol y su esposa ocupan la casa du­rante la noche, para dormir, y Luna, con la suya, la ocupan durante el día. Por eso Luna no duerme de noche y vaga dejando pasar las horas, para llegar a casa cuando su compa­ñero Sol se prepara para salir de caza con su arco y sus flechas.

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[i] En esta leyenda la Luna es de sexo masculino.

Juruva salvó el fuego

El fuego se apagó en las cuatro regiones de la Tierra, sin que se supiera cómo sucedió.
Hasta entonces había habido hogueras es­parcidas por el mundo: grandes fogatas para comunicar a las tribus indígenas entre sí, lejos unas de las otras; hogueras más pequeñas para que los indios se calentaran en las noches frías; hogueras chicas para cocinar los ali­mentos, y todavía las chiquititas que los niños encendían para jugar.
De súbito, sin ninguna razon, todas las fogatas del mundo se extinguieron. Nunca se supo por qué. Nunca pudieron saber los indios por qué todas las fogatas se extinguieron al mismo tiempo.
Fogatas y braseros se apagaron. Solamente en un rincón distante, lejano, muy lejano, permaneció encendida una última brasa, casi a punto de extinguirse. Mas ¿quién podría traerla tan rápido como sería necesario? Ha­bía que llegar a tiempo para salvar la última centella, antes que en la Tierra el fuego se perdiese para siempre.
Reuniéronse los indios Parecis[i] y llamaron a los animales de la floresta para que los ayudaran a traer la última brasa que quedaba en el mundo, pero todos se negaron. Unos decían que no había tiempo, otros temían quemarse y algunos se volvieron sin dar explicaciones.
Los indios Parecis llamaron entonces a los pájaros de la floresta para que los ayudaran. Preguntaron cuál de entre ellos podría ir a buscar la última brasa que se apagaba en aquel lugar distante, lejano, muy lejano.
Juruva[ii] fue el único pájaro que no se hizo rogar; ofrecióse él solo para traer la última brasa todavía encendida. No había tiempo que perder, y Juruva partió ligero como una flecha.
Voló. Voló. Voló.
Al fin llegó a aquel sitio lejano, muy lejano. Revolvió las cenizas, y de entre ellas sacó aquella última y pequeñita brasa.
¿Cómo llevarla? La tomó en el pico, pero en seguida sintió el ardor insoportable de la quemadura. Se le ocurrió entonces tomarla entre las dos plumas largas de la cola y re­tornó deprisa, volando, al encuentro de los Parecis.
Llegado que hubo a la taba[iii], la aldea de los indios, Juruva entregó la preciosa brasa casi extinguida. Los Parecis la recibieron, y con mucho cuidado la depositaron entre delicadas hierbas, musgos y pajitas secas, es­ pecie de nido que habían preparado para recibir el pequeño tesoro.
La tribu se reunió alrededor y empezaron a soplar y a soplar la brasa, que pareció reanimarse.
A poco surgió una llamita temblorosa, casi nada, una esperanza apenas. Pero los indios se alegraron y las bocas soplaron con más entusiasmo. Irguióse entonces una lengua de fuego, y después otra y otra más...
¡El fuego estaba salvado!
Los Parecis iban poniendo hojas secas y ramitas hasta que se irguieron llamaradas rojas con fulgores azulados. Era necesario ali­mentar el fuego, y ellos trajeron primero pe­queñas ramas; después, otras más grandes, y por fin, enormes troncos de madera seca. La hoguera ardía, la leña se quemaba, es­tallaba echando chispas al aire. Llegó la noche.
Fue entonces cuando las danzas empezaron. El bastón de ritmo[iv]  golpeaba la tierra y los pies golpeaban el suelo con un repicar salvaje, frenético. El fuego rugía y la floresta temblaba al sonido de los cantos y de las danzas rituales.
Encaramado en un árbol, Juruva contem­plaba las llamaradas que ponían fulguracio­nes en el cielo y reflejos dorados en sus plumas de colores.
Volvió la cabeza y contempló su larga y hermosa cola, ahora con dos fallas visibles en el lugar que había sujetado la brasa que las quemó.
Juruva se quedó con aquella falla en las plumas de la cola; quedó para siempre con ella, pero ¿qué importaba?
¿Quién, al verla, no sabe que salvó el fuego entregándolo a los indios Parecis?

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[i] Antigua nación indígena que habitaba el estado de Mato Grosso (Brasil).
[ii] Pájaro de la familia de los momotideos, más grande que el gorrión. Hay cuatro especies de este pájaro en Brasil y habitan en los bosques. El color es hermoso: verde por arriba y castaño claro por abajo. La cabeza está ornada de azul de diversos tonos, negro y rojo oscuro. La cola es larga; en algunas especies las dos plumas del medio presen­tan una falla producida por el mismo pájaro, y estas fallas corresponden exactamente al lugar donde las plumas rozan el borde del nido. Puede que sea para que no los molesten, pero hay quien afirma que es para adornarse. Los indios Parecis explican el fenómeno a su manera, de forma poética.
[iii] Aldea de los indios, en Brasil.
[iv] Es un bastón grueso que, además de servir con fina­lidad rítmica, tiene la exortizante de apartar los maleficios, comparable a la de la sonoridad de las campanas de las iglesias, que, según la tradición católica popular, ahuyenta los demonios.

Jaguar y venado

Pastando a la orilla del río, pensó un día Venado:
«Estoy cansado de vivir corriendo de aquí para allá, sin tener nunca sosiego, huyendo siempre de los cazadores, y cuando no de los cazadores, de los jaguares. Y cuando no de los jaguares, de los jaguarondis. No puedo seguir así. Necesito una casa y una vida tran­quila. Para construir mi casa no hay mejor lugar que lo alto de aquel barranco. Tendré una linda vista, hierba fresca para alimen­tarme y agua en abundancia. ¿Qué más pue­do desear?»
Subió, pues, el barranco, examinó bien el terreno, y cortando un gajo de un árbol, lo clavó en el suelo:
-Aquí voy a construir mi casa. Hoy estoy cansado, pero mañana comenzaré a trabajar.
Y se fue muy contento, pensando en volver temprano al día siguiente.
Apenas había partido Venado cuando apa­reció jaguar. Andando de un lado a otro, pensó:
«Este lugar es hermoso y tiene la ventaja de estar cerca del río, donde los animales vienen a beber. Desde aquí puedo espiarlos sin que me vean. Estoy cansado de perse­guirlos y necesito tranquilidad; no es posible vivir siempre así. Aquí levantaré mi casa.»
Cortó cuatro palos gruesos, con la punta en forma de horquilla, y los clavó en el suelo marcando las cuatro esquinas de la futura casa. Marchóse diciendo:
-Mañana temprano volveré para trabajar.
Al día siguiente, Venado madrugó para comenzar la construcción de su casa. Al ver clavadas las cuatro horquillas que no esta­ban el día anterior, exclamó:
-Tupá me ayuda. ¡Pronto podré terminar mi casa! ¡Qué bien!
Cortó y limpió una porción de ramas, co­locó las estacas y toda la armazón del tejado. Después se fue.
Jaguar, que había pasado la noche cazan­do, durmió toda la mañana y fue a trabajar a la tarde. Al llegar, viendo la armazón del tejado, se dijo:
-¡Tupá me está ayudando! Voy a ter­minar pronto mi casa.
Ató las varillas para hacer las paredes y se fue, después de haber trabajado toda la tarde.
Venado regresó a la mañana siguiente y quedó muy contento de la rapidez con que se iba construyendo su casa.
«No hay duda de que Tupá me ayuda. Eso sucede porque soy un buen animalito. No como la carne de los otros, no hago mal a nadie. Por eso merezco la estimación de Tupá. Es justo que así sea. Si no, ¿de qué vale ser bueno?», dijo para sí.
Cortó varias hojas de palmera y cubrió la casa, atando bien los tallos con lianas secas. Después de concluir el trabajo, bajó hasta el río a mirar de lejos el aspecto de la casa. Se retiró muy contento, con el corazón aliviado de ser tan bueno y merecedor de la ayuda de Tupá.
A la tarde llegó jaguar. Vio la casa cu­bierta y no cabía en sí de contento. Pensó:
«Tupá me ayuda porque mato los animales débiles e insigni-ficantes que no sirven para nada en este mundo, como no sea para servir­me de alimento. Es justo que Tupá me ayude. Si no, ¿de qué valdría ser fuerte y subyugar a los débiles»?
Lanzó un rugido que estremeció la floresta y se puso a trabajar.
Trajo agua del río y preparó la mezcla de tierra. Revocó las paredes de la casa. Llegaba la noche cuando se retiró, pensando en mu­darse ya al día siguiente.
Temprano llegó Venado.
-Tupá trabaja rápido -dijo. Hoy mismo me podré mudar.
Colocó las puertas y las ventanas, armó un estante para la cama y otro para las cacerolas, y se fue para regresar a la noche.
Jaguar llegó al atardecer. Abrió y cerró las ventanas, probó el funcionamiento de las puertas. Todo en orden.
-Tupá trabaja ligero y bien -exclamó admirado. Voy a buscar mis cosas y vuelvo para dormir aquí. Me mudo hoy mismo.
Apenas salió jaguar, llegó Venado. Se ins­taló en uno de los cuartos y se acostó a dormir.
A la noche, ya tarde, llegó jaguar. Despertó a Venado con un rugido:
-¿Qué significa esto? ¡Esta casa es mía! La construí yo con la ayuda de Tupá. ¡Salga inmediatamente!
-Esta casa es mía -dijo Venado, tem­blando de miedo. Fui yo quien la construyó con ayuda de Tupá.
-¡La casa es mía! Yo coloqué las horqui­llas y levanté las paredes. Tupá hizo el resto.
-¡Qué Tupá ni Tupá !¡Fui yo! -gritó Ve­nado. ¡Yo hice la armazón de la casa y cubrí el techo, y las puertas, y las ventanas!
Después de una larga discusión, Jaguar y Venado llegaron a un acuerdo. Tupá no tenía nada que ver con la construcción de la casa. La habían construido tanto el uno como el otro. Jaguar propuso entonces que ambos viviesen en ella. Cada cual tendría su cuarto, y entre ambos se dividirían los trabajos do­mésticos.
A la mañana siguiente, jaguar fue a cazar para los dos. Regresó tarde con un venado muerto, que tiró a los pies del compañero.
Preparad un buen asado para la cena.
Venado sintió un gran malestar. Preparó la cena para jaguar, pero no probó bocado, disimulando el miedo que sentía.
Jaguar despertó al día siguiente con mal humor:
-Hoy traerá usted la caza y yo cocino.      
Venado, que no sabía cazar y, tenía horror          de matar animales, salió desesperado. Pero si no traía caza, era seguro que jaguar se lo comería. Vagó por la floresta, cuando encon­tró al Oso Hormiguero[i].
-¿Cómo está, compadre? ¿Cómo va la familia?
En ese instante se sintió el olor de jaguar, que pasaba, y, conversación va, conversación viene, contó a Oso Hormiguero que un jaguar había dicho de él que era un comehormigas inútil. El había defendido, dijo, a su compadre, pero nada podía hacerse contra las calum­nias de un jaguar. Por último, decidió que era necesario poner fin a tamaño disparate.
En eso pasó otro jaguar, y Venado, bajando la voz, murmuró:
-Es ese, compadre; ese que pasa ahora por ahí.
Oso Hormiguero llamó al jaguar:
  Entonces, señor jaguar, ¿anda usted hablando mal de mí?
El jaguar negó, diciendo que no tenía cos­tumbre de meterse en la vida ajena, dispuesto a seguir su camino. Oso Hormiguero le dio la espalda, pero Venado insistió:
-Es el mismo, compadre. Está mintiendo.
Oso Hormiguero se acercó nuevamente al jaguar, y antes de que este pudiese replicar, le dio un tremendo abrazo y no lo soltó sino cuando ya estuvo muerto.
Venado, que se había escondido detrás de un árbol, salió para felicitar a Oso Hormi­guero:
-Bien hecho, compadre. Este no proferirá más calumnias.
Oso Hormiguero quedó muy agradecido a Venado y, mostrándose verdaderamente emo­cionado por la prueba de lealtad de su amigo, se fue a buscar hormigas para comer.
Venado levantó al jaguar muerto y lo llevó para su casa. Una vez allí, lo arrojó a los pies de jaguar, su compañero.
  Aquí está la caza que el señor quería. Haga un buen asado para la cena.
Y le dio la espalda para que jaguar no viera el miedo que tenía, yéndose a pastar a la orilla del río.
Jaguar se asustó y se puso a pensar:
«Si Venado mató al otro jaguar es porque tiene tanto coraje como yo y es capaz de matarme. Necesito andar con cuidado. No es tan manso como parece. ¡ Debe de tener una fuerza tremenda!»
Preparó el asado de carne de jaguar, pero no probó bocado.
Venado arrancó un pernil diciendo que iba a comerlo a la orilla del río. Allí lo enterró. Jaguar pensó que Venado se había comido el pernil, y con mal de estómago se acostó a dormir.
Un rato después entró despacito Venado y se acostó. Sentía un miedo terrible de la venganza de jaguar.
Este, por su parte, no podía cerrar los ojos, de temor a Venado. Al darse vuelta, la cama crujió con su peso, y al oír el ruido, Venado se levantó asustado. Al levantarse golpeó con la cabeza el estante de las cacerolas, que caye­ron estrepitosamente.
Jaguar, aterrorizado, saltó de la cama bu­fando y rugiendo, al mismo tiempo que Ve­nado abría la puerta. Pensando que Venado iba a atacarle, jaguar salió corriendo por la puerta de enfrente. Venado, pensando a su vez que jaguar iba a saltar sobre él, se lanzó hacia la puerta de atrás.
Cada cual huyó por su lado hacia la flo­resta. Nunca volvieron a encontrarse.
Cierto día, Irara[ii], el pequeño carnívoro, pasando por allí, halló la casa vacía y entró:
-Esta casa es un regalo de Tupá -dijo. Me quedaré a vivir en ella. Nueva y desha­bitada; estoy segura de que Tupá la cons­truyó especialmente para mí. Es justo que así sea; si no, ¿de qué valdría ser quien soy?

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[i]Animal que mide casi dos metros de la cabeza a la punta de la cola. Solamente esta, mide lo mismo que el cuerpo y está llena de pelos largos y oscuros. Aliméntase de hormigas que recoge con su larga lengua, la cual mide de treinta, a cuarenta centímetros. Destruye los hormigueros con sus afiladas garras. Tiene mucha fuerza en los brazos y estrecha al enemigo en un apretado abrazo hasta matarlo. En Brasil se llama tamanduá.
[ii] Pequeño animal que ataca a los gallineros para chupar la sangre de las gallinas. Gusta mucho de la miel de las abejas. Vive en América del Sur y América Central hasta México, con otros nombres. Tiene un metro y diez centímetros hasta la cola, y su color es pardo, un poco gris en la cabeza, con una mancha amarillenta en el pescuezo, lo que caracteriza a su especie única.

El robo del fuego

Antiguamente, el fuego no pertenecía a todos. Su dueño era el cuervo Urubú[i], quien lo llevaba siempre consigo, bien escondido bajo las alas, como para que no se enfriase.
Baíra, viendo que en aquel tiempo los indios secaban la comida al sol, decidió robar el fuego para que su gente pudiera cocinar sus alimentos.
Baíra era muy hábil: enseñó a los Parin­tintim[ii] la pesca con sangab, que es un pez falso hecho para atraer a los verdaderos peces. Les enseñó a cazar pajaritos con tram­pas untadas de resina gomosa... Baíra en­señó muchísimas cosas a su gente.
Dijo:
-¿Por qué el fuego ha de tener dueño? ¡El fuego debe ser de todos!
Penetró en el monte, se cubrió de hojas, se acostó y se quedó en el suelo, inmóvil, haciéndose el muerto. Al rato escuchó un zumbido: zum-zum-zum-zum... Era la mosca azul que, zumbando, zumbando, dio vueltas alrededor del falso muerto, pensando que era un muerto verdadero, y partió para co­municar su hallazgo a Urubú, que entonces habitaba en el cielo.
Urubú se acercó en seguida trayendo el fuego bajo las alas. Llegó acompañado de toda la familia: de la mujer, de los hijos y de otros urubúes, que eran sus amigos.
En aquel tiempo, Urubú era hombre; dicen que tenía manos y todo. Por eso pudo pre­parar el moquem, que es una especie de parrilla, hecha de varas, para asar y ahumar la carne y el pescado.
Urubú preparó el moquem y debajo puso el fuego. Sopló, sopló, y el fuego quedó rojo y ardiente; cuando estuvo encendido, llamó a los hijos y les ordenó vigilarlo y cuidar que no se apagase.
De repente, Baíra se movió. Los hijos de Urubú vieron que el muerto se movía y sa­lieron corriendo para avisar a su padre:
-¡Papá, el muerto no está muerto! ¡Se movió!
Urubú no creyó lo que le decían los hijos, y para que no le molestaran más les dijo que fuesen a cazar las moscas azules con sus flechitas. Los hijos de Urubú se distrajeron cazando las moscas azules y dejaron de vigilar el fuego.           
Cuando, debajo del moquem, el fuego es­tuvo bien encendido, Baíra se levantó de re­pente y lo robó, huyendo de inmediato lo más rápidamente que pudo. Urubú, al ver que el muerto se levantaba y robaba el fuego, llamó a su gente y todos partieron en per­secución de Baíra. Este, al verse perseguido, se escondió en el hueco de un tronco, pero Urubú y su banda se metieron también por el hueco del tronco detrás de Baíra, quien para escapar salió por el otro lado y penetró en un maizal muy tupido que había por allí cerca.
Urubú quiso penetrar también, pero no pudo; y de esa manera Baíra logró atravesar el maizal y llegar a la orilla de un río ancho, muy ancho. En la otra ribera estaba toda su gente, que era mucha; pero el río era tan ancho, que Baíra no pudo cruzarlo. Quería entregar el fuego a su gente, pero el río los separaba.
Llamó a la culebra corredora[iii] y le dijo: -Aquí está el fuego. Llévalo a mi gente, que está al otro lado del río.
Puso el fuego en la espalda de la culebra corredora y le mandó llevarlo a través del agua.
La corredora es una especie de culebra que corre muy deprisa. Al oír la orden de Baíra partió a toda velocidad. Sin embargo, por más que corrió no tuvo tiempo de llegar, y se quedó en medio del río.
Viendo que la culebra no conseguía llegar a la otra orilla del río, Baíra tomó a un ca­marón y le puso el fuego en la espalda diciéndole que lo llevase a su gente, que estaba esperando al otro lado del río. El camarón llegó hasta el medio del río, y no pudiendo soportar el calor, quedó enrojecido como es hasta hoy.
Con una vara con la punta en gancho, Baíra atrajo el fuego hacia sí y lo puso en la espalda de un cangrejo diciéndose:
«Este sí va a llevar el fuego a mi gente.»
Pero el cangrejo no resistió al calor y se quedó enrojecido, igual que el camarón.
Sin desanimarse, Baíra trajo de nuevo el fuego hacia sí y lo puso en la espalda del ave saracura[iv]. La saracura le dijo:
-Yo llevaré el fuego a tu gente al otro lado del río.
Partió rápidamente, casi sin rozar el agua, aunque no tuvo tiempo de llegar al otro lado del río, igual que la culebra, el camarón y el cangrejo. Fue así como Baíra se acordó de Cururú, el sapo.
Cururú tomó el fuego y partió saltando a llevarlo a los Parintintim, que esperaban al otro lado del río. Se aproximó bien, pero estaba tan cansado que no conseguía salir del agua. Fue preciso que los indios pegasen una rama con punta en forma de gancho para sacarlo del agua, desfallecido de can­sancio. Lo aproximaron a tierra y, por fin, llevaron el fuego a la aldea.
En la ribera opuesta, Baíra imaginaba un modo de cruzar las aguas. Como era un gran hechicero, estrechó el río grande hasta pa­recerse a un riacho, y entonces dio un salto y llegó al otro lado, yendo al encuentro de su gente.
Desde ese día, los Parintintim poseyeron el fuego y pudieron asar peces y animales.
En cuanto a Cururú, se tornó hechicero por haber llevado el fuego; por eso engulle las luciérnagas sin quemarse y le llaman «ladrón del fuego».

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[i] Ave de rapiña de plumaje negro. Aliméntase exclu­sivamente de animales muertos.
[ii] Tribu indígena del Amazonas, que vivía cerca del río Madeira, gran afluente del Amazonas. De esa tribu restan hoy unos doscientos individuos aislados, que trabajan en el caucho y en la recolección de castañas.
[iii] Culebra muy ágil, que corre velozmente con la cabeza a unos sesenta centímetros por encima del suelo.
[iv] Con este nombre llaman en el Brasil a esta ave de la familia de los rallideos, que tiene las piernas rojo-escarlata. Son de temperamento alegre y juguetonas.