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jueves, 13 de septiembre de 2012

Los ojos verdes

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado la oca­sión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuarti­lla de papel, y luego he dejado, a capricho, volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. De seguro que no los podré describir tales cuales eran ellos, luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de los que me lean para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boce­to de un cuadro que pintaré algún día.

1

-Herido va el ciervo, herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos len­tiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor galope... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplar esas trompetas hasta echar los hígados y hundidle a los corceles una cuarta de hie­rro en los ijares. ¿No veis que se dirige hacia la fuente de los Ala­mos y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia y el confuso tropel de hom­bres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalaría como el más a pro­pósito para cortarle el paso a la vez.
Pero todo fue baldío. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto...! ¡Alto todo el mundo! gritó Íñigo entonces. ¡Es­taba de Dios que había de marcharse!
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los le­breles dejaron, refunfuñando, la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía la comitiva del héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tan­to ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos. ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
-Señor -murmuró Íñigo entre dientes, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Por qué?
-Porque esa trocha conduce a la fuente de los Alamos -pro­siguió el montero; la fuente de los Alamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro tal atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan su tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.
-¡¿Pieza perdida?! Primero perderé yo el señorío de mis pa­dres, y primero perderé mi ánima en manos de Satanás, que per­mitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi ve­nablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves...? ¿Lo ves...? Aún se distingue a intervalos desde aquí..., las piernas le fa­llan, su carrera se acorta... Déjame..., déjame. Suelta esa brida o te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que lle­gue a esa fuente? Y si llegase ella, al diablo, su limpieza y sus habi­tadores. ¡Sus! «¡Relámpago!» ¡Sus, caballo mío! Si lo alcanzas mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán.
Íñigo lo siguió con la vista hasta que se perdieron en la male­za; después volvió los ojos en derredor suyo: todos, como él, per­manecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al fin:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir en los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven las valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

2

-Tenéis la color quebrada, andáis mustio y taciturno, som­brío y preocupado, ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Alamos en pos de la res herida, se diría que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos.Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompetas despierta sus ecos. Solo, con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para encaminaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras Íñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalarse sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose á su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
-Íñigo, tú que eres viejo, tú que conoces todas la guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿Has encontrado acaso una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí -dijo el joven; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar este secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el miste­rio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarlo junto al escaño de su señor, del que no apartaba un pun­to los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas, pro­siguió así:
-Desde el día en que, a pesar de tus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Alamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición había dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad. Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro, se reúnen entre los céspedes y,susu­rrando, van en torno de las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y co­rren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado, solo y febril, sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.
»Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores descono­cidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisi­bles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el in­mortal espíritu del hombre.
»Cuando, al despertar la mañana, me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorra­les les en pos de la caza; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar sus ondas, a buscar en ellas... no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi "Relámpago" creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña..., los ojos de una mujer.
»Tal vez sería un rayo de sol que serpeó furtivo entre su espu­ma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas..., no sé. Yo creí ver una mira­da que se clavó en la mía, una mirada que encendió mi pecho con un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquéllos.
»En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
»Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño..., pero no, no es verdad; le he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora... Una tarde encontré, sentada en mi puesto, una mujer hermosa sobre toda ponderación, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz... Sus cabellos eran como el oro, sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban, inquietas, unas pupilas que yo había vis­to..., sí; porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo te­nía clavados en la mente: unos ojos de un color imposible, unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh, no! -exclamó el montero. ¡Líbreme Dios de cono­cerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron una y mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de los Alamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo...! -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-¡Sí! -prosiguió el anciano; por vuestros padres, por vues­tros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer...
-¿Sabes tú lo que más amó en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento que la lágrima que temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por sus mejillas, mientras exclamaba con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del cielo!

3

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Vengo un día y otro en tu busca y no veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que conducen tu litera... Rom­pe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda, yo te amo y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre...
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras baja­ban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retra­taba temblando el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de ala­bastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras, pero sólo exhalaron un sus­piro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empu­ja una brisa al morir entre los juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti han dicho? ¡Oh! No... Háblame: yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si pue­do amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miem­bros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en aque­lla mujer, y, fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de pasión:
-Si lo fueses..., te amaría..., te amaría... ¡Te amaría y te amaría como te amo ahora! Como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.
-Fernando -dijo la hermosa mujer entonces con una voz de músical entonación, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transpa­rente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no cas­tigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vul­go, como a un amante capáz de comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo del lago, ves esas plantas de lar­gas y verdes hojas que se agitan en el fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré felicidad, una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de humo...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven...
La noche comenzaba a extender su sombras...
La luna rielaba en la superficie del lago...
La niebla se arremolinaba al soplo del aire y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas...
Ven... Ven...
Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro...
Ven...
Y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo, donde estaba suspendida y parecía ofrecerle un beso...
UN BESO...
Fernando dio un paso hacia ella...
Otro...
Y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban en su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nie­ve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuer­po,, y sus círculos de plata fueron ensanchándose hasta expirar en las orillas.

0.013. anonimo (aragon)

La misa por el diablo

El barón de Artal de Mur y Puymorca estaba constantemente nervioso y taciturno. Su primogénito había partido a la gue­rra con Pedro de Aragón en su lucha contra Montfort. Para calmar un poco sus nervios salía muy a menudo de caza. Un día salió al amanecer, completamente solo, sin monteros, escu­deros ni sirvientes.
Se alejó mucho de sus posesiones, que estaban cerca de Ainsa, y en toda la mañana no pudo encontrar ni una sola pieza.
Comió a la sombra de un árbol, las escasas provisiones que consigo había llevado, y tumbóse después a descansar un rato.
De pronto le despertó un leve ruido y vio cerca de él, junto a un arroyo, una hermosa jabalina.
Instintivamente cogió un venablo y se levantó con rapidez. La jabalina echó a correr y él detrás.
La jabalina, en su carrera, saltó el arroyo, que no era otra cosa que un torrente engrosado por las Tres Sorores. El barón de Artal hizo, con troncos de árbol, una especie de puente y atravesó el arroyo.
La jabalina seguía corriendo, y el barón detrás, hasta que llega­ron al pie de un monte. Se paró entonces la jabalina, mirando fija­mente al cazador. Cuando éste iba a lanzarle el venablo, oyó clara­mente una voz humana que le decía:
-No me mates y obtendrás una bella recompensa.
Sorprendido el barón al oír hablar a la jabalina, no lanzó el ve­nablo y permitió que ésta se alejara sin perseguirla.
Preocupado por la extrañeza del caso, se dirigió a sus posesio­nes, donde llegó ya entrada la noche. Cenó muy poco, sin poder separar de su pensamiento la voz de la jabalina.
Cuando, una vez terminada la cena, se retiró la baronesa como de costumbre, el barón se quedó junto al fuego, con una botella de vino a su vera.
Pensando en la jabalina y en todo cuanto le había acontecido aquel día, quedó adormecido.
De pronto le despertó un fuerte chisporroteo en la chimenea. Abrió los ojos y vio que un grueso tronco de los que en ella ar­dían se abría, dando paso a una figura que parecía humana.
Salió el hombre, que de tal tenía aspecto, y sonriendo se acer­có al barón, a quien saludó cortésmente.
No salía éste de su asombro. El recién llegado le preguntó si no le conocía, y al decirle el barón que se figuraba que únicamente podía ser Satanás, asintió, asegurando que venía a cumplir la pro­mesa que aquella tarde le habían hecho.
Comprendió entonces el barón, al escuchar aquellas palabras, que la jabalina que por la tarde le había hablado y el hombre que acababa de salir del fuego eran lo mismo.
Satanás le dijo que con lo primero que quería pagarle por ha­ber respetado su vida por la tarde era con noticias de su hijo. El barón se levantó de su asiento, anhelante. El diablo le aseguró que su primogénito gozaba de buena salud, que nada le había pasado ni le pasaría, porque él se ocuparía de protegerle.
El barón volvió a sentarse, emocionado, y con el rostro cubier­to de lágrimas. El diablo entonces cogió con sus dedos; a modo de tenazas, un tizón ardiendo, y lo dejó encima de la mesa, al tiempo que le decía al noble que aquél era el premio al gran favor que le había hecho.
Saludó muy cortés, como hiciera al llegar, y acercándose a la chimenea se metió en el fuego, que se abrió para dejarle paso.
Inmediatamente se apoderó del barón una especie de modorra, que le mantuvo dormido hasta el amanecer.
Despertó al entrar el sol en la estancia por la ventana abierta, y lo primero que hizo fue mirar a la chimenea. Todo estaba allí igual que siempre. Miró después encima de la mesa, y cuál no sería su sorpresa al encontrar, en lugar del tizón que dejó Satanás, un grande y hermoso lingote de oro.
Estaba absorto contemplando el prodigio, cuando apareció la baronesa, que le llamaba alborozada. Al preguntarle él qué era lo que le sucedía, contestó la señora que había tenido un sueño muy extraño.
Había soñado que paseaba por un monte cercano, cuando de pronto se le apareció la Virgen, que la saludó y le dijo que quería que en aquel mismo lugar levantara una capilla en su honor, y que en las fiestas a Ella dedicadas se celebrara allí una misa.
La baronesa quería cumplir el mandato de la Virgen, para pre­servar así a su hijo de los peligros de la guerra.
El barón entonces le contó lo que a él le había, sucedido, ense­ñándole el lingote de oro que había encontrado encima de la mesa. Quedó maravillada la baronesa, y mucho más todavía cuando su esposo le aseguró que con el primer dinero que sacasen de aquel lingote costearían los gastos de la capilla, pero con la condición de que todos los años, un día determinado, se celebraría una misa por el diablo.
Horrorizóse la dama al oír aquellas palabras. Pero el barón se sostenía en ellas de tal modo, que llamaron al viejo sacerdote de Ainsa y le consultaron el caso. El cura, en principio, dijo que aquello era una aberración, una herejía que en modo alguno se po­día día permitir. Pero al instante el noble adujo como razonamiento que aquella misa no tendría más finalidad que la de conseguir que Satanás abandonara el mundo de las tinieblas y saliese a la luz de la verdad; o sea, que se convirtiera al catolicismo. Esta interpretación le pareció mucho mejor al sacerdote y consintió en el hecho.
Y es creencia popular que todos los años, en un día señalado por el barón, se celebra en la capilla una misa por el diablo.

0.013. anonimo (aragon)

La leyenda de las «tres sorores»

En la inmensa cabalgata de montes se alzan las Tres Sorores: las tres rocas hermanas moldeadas por las nieves en incon­tables inviernos rigurosos, batidas por la helada cuchilla de los cierzos y las ventiscas; sobre ellas vuelan, con altivez y señorío, las águilas.
Esto es lo que cuentan de esas tres rocas desafiantes y altaneras los pastores del Pirineo:
Ocurrió hace muchos años, muchas centenas de años, cuando aún vivían los hombres de Roma y sus descendientes, los hispano­rromanos, en nuestra Península. Lenta y pacífica era la vida de es­tos hombres, olvidadas ya las luchas de las tribus, las heroicas defensas, los nombres gloriosos. Pero de nuevo la vieja tierra ibé­rica se sintió estremecida al paso de los jinetes armados. Desde los países del Norte bajaron unos pueblos violentos y guerreros, brus­tos, vencedores de la caduca madre. Y los hispanorromanos, ven­cidas las centurias, huían de los bárbaros que, además, querían imponerles, junto con la servidumbre corporal, la herejía arriana. Y en la desesperada huida, algunas familias llegaron a las estriba­ciones de los Pirineos. Y por los desfiladeros peligrosos, entre va­lles alegres y riscos empinados, se encaminaron en busca de luga­res ocultos donde continuar su vida, si bien sin la paz y el sosiego de los tiempos pasados.
Reuniéronse algunas familias y, habiendo encontrado un sitio apacible, determinaron quedarse allí. Creían que nunca llegarían hasta aquellos parajes. las hordas desenfrenadas de los visigodos.
En efecto, durante algún tiempo gozaron de tranquilidad; la vida iba normalizándose, y hasta brotaron entre los jóvenes corrientes de mutua simpatía, que se convirtieron en amor. Tres parejas quisieron unirse en matrimonio, y, habiéndolo aprobado los padres de cada uno, convocaron una pequeña asamblea para festejar los compromi­sos. En medio de una plazoleta formada por las cabañas se reunie­ron los jóvenes y sus ancestros, llenos de alegría, pues dentro de su miseria y pobreza procuraban conformar sus espíritus y ahuyentar temores y nostalgias.
Comenzó la fiesta: unas niñas, con las frentes ceñidas por guir­naldas de flores silvestres, empezaron a entonar un coro alterno. Los futuros contra-yentes asistían, rebosantes de felicidad, oyendo las dulces voces de las muchachas. Más a estas voces se mezcló un ruido lejano de cascos de caballos que se acercaban por un desfila­dero vecino. Uno de los ancianos, estremeciéndose, alzó la cabeza, a la vez que preguntaba:
-Ese ruido... ¿No oís ese ruido, hermanos?
Los otros aguzaron el oído prestando atención a las orientacio­nes del viejo.
-No es nada -contestó finalmente otro. Quizá algún alud de los que se producen de cuando en cuando.
Pero el anciano no quedó nada convencido con aquella trivial explicación, y por eso exclamó con voz quejumbrosa y lastimera, como lamentando ya la gravedad de los sucesos que presentía:
-¡Ay, que ese alud lo he sentido ya otras veces caer sobre mi hogar!
La fiesta, no obstante, seguía.
Las niñas terminaron sus cánticos y se aproximaron hacia los novios para ofrecerles olorosos ramos de flores, romero, espliego y tomillo. De nuevo sonó el ruido, ahora más cercano e inminente, insistente, rítmico y claro. Ya lo notaron todos y quedaron en sus­penso. El anciano que ejercía el patriarcado en aquella pequeña so­ciedad exclamó:
-¡El peligro se está cerniendo sobre nosotros! Los feroces hi­jos del Norte no nos dejarán tranquilos ni aun en medio de estas rocas. Dispongámonos a huir.
Gran caos desató su exhortación.
Las mujeres se dirigieron a recoger lo más indispensable mientras los varones se ceñían las espadas y embrazaban los escu­dos. Se preparaban para combatir, aun a sabiendas de que toda re­sistencia resultaría infructuosa, ya que los visigodos atacaban siempre en copiosos escuadrones.
No tuvieron tiempo de emprender la huida. Como un auténtico vendaval caído del infierno apareció una ingente cantidad de jine­tes, tes, gentes de terrible catadura, con grandes cascos sobre sus ru­bias cabezas; con grandes lanzas y anchas espadas. La lucha fue, evidentemente, breve. Algunos hispanos quedaron muertos en el suelo; otros fueron hechos prisioneros y llevados atados sobre los caballos. Cuando la partida huyó los supervivientes vieron con espanto que, además de algunos jóvenes, faltaban las tres mucha­chas cuyos esponsales estaban celebrando cuando habían sido in­terrumpidos por la brutal aparición de los bárbaros. Gran dolor produjo este rapto entre los desdichados que de tal manera habían visto turbada y deshecha su paz.
Las tres doncellas habían sido atadas y puestas sobre las gru­pas de tres corceles que pertenecían a tres de los más bravos y aguerridos guerreros visigodos. Casi desvanecidas de dolor y es­panto, las muchachas apenas advirtieron que se las bajaba de los caballos y que se las dejaba en una casa rústica, encima de unos montones de heno. A la mañana siguiente, cuando despertaron, lloraron amargamente al verse en aquel lugar. Su dolor aumentó cuando pensaron en la suerte que pudieran haber corrido aquellos con quienes se iban a unir en matrimonio, así como sus padres y compañeros.
Toda la mañana pasó sin que nadie fuera a verlas. La puerta, férreamente cerrada, se abrió al fin y por ella penetraron en la ló­brega estancia los tres raptores. Las muchacha, pálidas, creyeron desvanecer y, arrodillándose, comenzaron a rezar fervientemente.
Uno de los visigodos dijo:
-Nada tenéis que temer de ninguno de nosotros, puesto que ningún mal habéis de recibir. Es vuestra hermosura la que ha he­cho que os traigamos hasta aquí, y queremos ofreceros que seáis nuestras esposas.
Estas palabras en vez de alejar el dolor de las jóvenes las aterro­rizaron todavía más, agudizando todos los temores que habían pre­sentido en las horas de soledad y cautiverio. ¡Ser esposas de los enemigos de su pueblo! ¡Faltar a las promesas hechas! ¡Contraer matrimonio con herejes! Todo lo que desde niñas habían aprendido, la fe, las ilusiones y los recuerdos, no podían desaparecer. La más decidida de las tres respondió con acento firme:
-Gracias os damos, pero lejos de nuestras familias y de aque­llos a quienes hicimos promesa de matrimonio no podemos ser fe­lices. Tampoco podemos abjurar de nuestra fe para unirnos impura e impúdicamente a unos herejes.
Los visigodos no quisieron insistir por esta vez y las dejaron. Transcurrieron algunos días, e insistieron de nuevo con los más su­tiles halagos; pero en todo momento y ocasión se vieron rechaza­dos. Hasta que ingeniaron simular ante las jóvenes que habían reci­bido noticias de sus prometidos, los cuales habían contraído matri­monio con tres doncellas visigodas. Y haciéndolo así vieron abierto el camino de sus propósitos, pues las muchachas, al saber de la su­puesta infidelidad de aquellos a quienes ellas tan leales se habían mostrado, sintieron que todo había terminado para ellas. Poco des­pués, ya casi sin voluntad, aceptaron las reiteradas peticiones de los visigodos. Abjuraron de la fe romana y contrajeron matrimonio con los tres bárbaros.
Mas, como hemos advertido, todo lo relatado por los visigodos era falso. Los prometidos de las muchachas habían logrado huir y unirse a sus familiares, así como a otros grupos de hispanorro­manos. Llegaron a formar un grupo numeroso, que no sólo ha­cia huir a sus enemigos, sino que acometían audaces empresas, asaltando los pueblos y campamentos de los visigodos. En una de esas ocasiones atacaron la ciudad en donde vivían las tres muchachas con sus maridos. Habitaban en casas próximas y ape­nas se separaban. El asalto de los hispanorromanos se consumó exi­tosamente para éstos, y los godos hubieron de huir o entregarse. Las muchachas vacilaban: de un lado querían ir al encuentro de los que eran de su raza; por otra parte temían el justo reproche. Al fin deci­dieron salir y encontraron a su padre, echándose a sus plantas. Terri­ble fue la ira del anciano al ver a sus hijas. No quiso apenas escu­char las frases de exculpación que balbuceaban aquellas desdicha­das, y las maldijo, marchando sin detenerse, pues los visigodos ya volvían con fuerzas superiores. Las muchachas quisieron seguirle, pero sólo pudieron ver cómo caía prisionero, en unión de los que un día fueran sus prometidos.
Locas de desesperación, huyeron hacia la falda del monte perdi­do. Los visigodos fueron inflexibles con sus prisioneros: los llevaron a unos robles y en las ramas de ellos los ahorcaron. En aquel mo­mento una terrible tempestad estalló en los montes; el vendaval mecía siniestramente los cuerpos de los colgados. Las muchachas cayeron al suelo, no lejos de allí, arrastradas por el huracán.
A la mañana siguiente se habían alzado tres rocas negras, vetea­das de blanco. Los visigodos -que eran muy supersticiosos, lle­nos de temor, abandonaron aquellos parajes, desde entonces desier­tos e inhóspitos.

0.013. anonimo (aragon)

La cueva de san juan de atarés

Cuando cayó el imperio godo, a orillas del Guadalquivir, los moros fueron avanzando hasta apoderarse de casi todas las tierras españolas. Como tantas otras ciudades, también cayó Cesaraugusta -la que más tarde había de ser Zaragoza- en manos del invasor. Sus habitantes huyeron y vivieron fugitivos y proscritos.
Mas llegó un día en que, agrupándose todos, decidieron re­unirse en un lugar y fundar un pueblo. Unieron sus esfuerzos y co­menzaron a levantar una fortaleza, a la que dieron el nombre de Pano, el monte a cuyo pie estaba enclavada. Entre los habitantes de la nueva Pano había un venerable anciano de largas y blancas barbas, que tenía dos hijos llamados Oto y Félix.
Una tarde, cuando regresaba el anciano del monte, donde ha­bía ido con varios hombres para cortar pinos y robles, sus hijos le hallaron más sombrío que de costumbre. Éste les habló de los tris­tes présentimientos que arrasaban su alma. Los moros saquearían Pano como anteriormente lo habían hecho con otros poblados. Quisieron saber Oto y Félix lo que de tal modo había entristecido su ánimo. Les contó el viejo que aquella tarde, cuando de vuelta del monte había cruzado el pico del Mediodía, la más alta cumbre del Pirineo, había oído un gemido lúgubre, un inexplicable grito de agonía. Detuvo su paso y prestó atención. El grito se había re­petido. Era semejante al quejido de una mujer llorosa. Después había sonado una especie de melodía fúnebre, que había durado mucho rato.
Oto se estremeció. El padre se volvió hacia él y, adivinando su pensamiento, afirmó que indudablemente era la Maladeta, la peña que transmite como una armonía que se convierte en llanto cuando va a ocurrir una desgracia.
Y no era eso todo: al doblar la senda, había visto la cumbre del Cúculo coronada de nieblas negras, más negras que noche ce­rrada y ensombrecida por bravía tormenta. Era tradición que jamás se había desmentido: cuando la Maladeta lanzaba su lúgubre can­ción y el Cúculo se coronaba de negras nieblas, ocurría siempre una gran desgracia, una terrible tragedia.
El padre y los hijos, profundamente impresionados, se arrodi­llaron para ofrecer a Dios una ferviente plegaria. Entraron después en el cobertizo donde se habían recogido ya los futuros habitantes de Pano. Algunas hogueras colocadas de trecho en trecho alumbra­ban los rostros macilentos, agotados por la desesperación, el dolor y el hambre.
Era ya bien entrada la noche cuando asomó la luna, y el ancia­no de la barba blanca despertó a su hijo Oto. Sus presentimientos no le dejaban descansar, y quería que ambos subieran a la torre más alta de la fortaleza, para que el joven otease lo que ocurría en lo profundo del valle.
Así lo hicieron. Oto miró hacia el valle y no vio al primer momento más que un cuervo que volaba dando vueltas sobre el pinar. Pero, prestando más atención, pudo divisar junto al río una línea blanca de la que brotaban chispas. De pronto, mirando mejor, vio que aquella línea blanca era una hueste de moros. El ejército enemigo iba introduciéndose en la garganta de la sierra y se dirigía hacia Pano.
Oto bajó de la almena en que se había encaramado. El ancia­no, antes de bajar a dar la voz de alarma a los que estaba descan­sando, quiso dar a su hijo sus últimos consejos, pues presentía que iba a morir en la contienda.
Era voluntad del padre que Oto despreciara el lujo y la osten­tación. Debía vivir para Dios y para San Juan Bautista, su particu­lar abogado. Y si algún día sentía hervir su sangre, si se sentía con fuerza suficiente para ello, debía abandonar la cueva donde se hu­biera refugiado e ir en busca de todos los hermanos que encontrara, recogerlos uno por uno, llevarlos con él, y morir entonces peleando por la religión y la patria.
Oto besó a su padre, llorando de emoción, y bajó a dar la voz de alarma.
Todos despertaron sobresaltados. Oto les dijo lo que sucedía. En un momento se reunieron los caudillos y se pusieron de acuerdo.
Mujeres, niños y ancianos quedaron en el torreón de Pano. Los hombres se distribuyeron a lo largo de las murallas y tras las almenas. Colocados en sus lugares respectivos de defensa, aguar­daron acontecimientos.
Aparecieron de pronto los moros, dando salvajes alaridos.
Lucharon los cristianos como valientes contra aquella pléyade de despreciables morancos, pero como valientes sucumbieron. Uno a uno cayeron ante la torre que guardaba a sus mujeres e hijos. Al inicio del amanecer, se retiraron los árabes, tras haber pasado a cuchillo niños y mujeres, y el campo quedó cubierto de ruinas y cadáveres.
Hacía una hora que los sucios morancos habían partido, cuan­do un cuerpo tendido en el foso empezó a moverse. El aire puro de la mañana lo había reanimado. No tardó en incorporarse. Tenía una herida en la frente y había sido arrojado desde lo alto de la muralla. Era Oto.
Tambaleándose, buscó entre los muertos el cadáver de su pa­dre. Lo halló por fin orando ante él. Abrió luego una huesa en el lugar donde se habían despedido la noche anterior, y lo enterró.
Cumpliendo este santo deber, buscó a su hermano Félix, a quien halló todavía con vida. Ambos hermanos lloraron de emo­ción al encontrarse. Ayudándose mutuamente, se alejaron de aquel sitio de horror y desolación para dirigirse al monte.
Levantaron una casita, y allí, cazando y labrando la tierra, vi­vieron durante un año. Oto había cambiado su nombre por el de Voto. Había prometido cumplir los consejos de su padre y, quería un nombre que le recordara la promesa.
Cierto día, iba montado en un hermoso caballo y vio un ciervo que atravesaba el bosque. Le siguió Voto hasta una llanura. Se disponía a dispararle un venablo, cuando el ciervo desapareció pre­cipitándose en el abismo. Quiso Voto frenar el caballo, pero ya todo era inútil.
Dice la leyenda que Voto se encomendó a San Juan Bautista, y el caballo quedó inmóvil en el aire, sobre el abismo, pero tran­quilo y sosegado como si pisara tierra firme. Asombrado Voto ante aquel portento, hizo retroceder al animal, echó pie a tierra y quiso registrar el precipicio.
Empezó a bajar entre los zarzales y las matas hasta llegar al umbral de una cueva en la que penetró con religioso temor. En­contró en ella un altar tosco, abierto en la peña, con una efigie de San Juan Bautista, a la que alumbraban los últimos resplandores de una lámpara mortecina.
Tendido en el suelo yacía el cadáver de un venerable cenobita, cuya cabeza descansaba en una piedra triangular, en la que había escritas unas palabras latinas que indicaban que el muerto se lla­maba Juan y era del vecino pueblo de Atarés. Un ermitaño retira­do del mundo por amor a Dios.
Él había fabricado aquel altar en honor de San Juan Bautista, y pedía ser enterrado donde tanto rezó por la restauración de la patria.
Se postró Voto ante la imagen e hizo formal promesa de con­tinuar la misión emprendida por el anacoreta.
Félix no quiso abandonar a su hermano, y ambos vistieron el humilde sayal de los eremitas y permanecieron quince años rezan­do en la cueva.
Un día, pasado este tiempo, llegó a la cueva un joven malhe­rido. Los moros habían seguido sus huellas hasta que, viéndolo caer, le dieron por muerto. Los dos hermanos cuidaron de él, y el muchacho les explicó cómo en los montes de Asturias Don Pelayo había enarbolado el pendón de la Cruz y había derrotado a los moros en Covadonga.
Voto sintió entonces hervir su sangre como agua burbujeante en caldero al rojo vivo, porque las palabras de aquel zagal habían traído a su memoria la promesa hecha a su padre.
Al día siguiente partió Voto en busca de los guerreros. Les buscó uno por uno y les dio cita para un día determinado en la cueva que habitara un tiempo San Juan de Atarés.
Más de trescientos fueron los que a la cita se personaron. Eli­gieron como caudillo a Garci Ximénez, y allí, al pie del pequeño altar de San Juan Bautista, lo proclamaron su rey.
Así en la cueva de San Juan de Atarés, tuvieron su principio las libertades de Aragón.

0.013. anonimo (aragon)

La corza blanca

En un pequeño lugar de Aragón, y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su señorial torreón un famoso caballero llamado don Dionís, el cual, después de haber servido a su rey en la lucha interminable contra la morería y los infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas y farragosas fatigas de los combates.
Aconteció una vez a este noble y valeroso caballero, hallándose en su diversión favorita acompañado de su hija, cuya belleza singu­lar y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de la Azucena, que, como se les entrase a más andar el día engolfa­dos en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, en una cañada por don­de corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.
Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y a través de los alte­rados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquili­Ila semejante a la del guión de un rebaño.
En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su ca­peruza calada para liberarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que las conducía.
-A propósito de aventuras extraordinarias -anunció al verle uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose a su señor: ahí tenéis a Esteban, el zagal que de un tiempo a esta parte anda más tonto de lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus con­tinuos sustos.
-¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo? -inquirió don Dionís con aire de curiosidad picada.
-¡Friolera! -añadió el montero en tono de zumba: es el caso que, sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.
-¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?
-Se refiere -continuó el montero- a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para no dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a término, ha oído las ruido­sas carcajadas con que las celebran.
Mientras eso decía el montero, Constanza, que así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de caza­dores, y como demostrase su curiosidad por conocer la extraordina­ria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio donde el zagal daba de beber a su ganado y le condujo a presencia de su señor, que, para disipar la turbación y visible encogimiento del po­bre mozo, se apresuró a saludarle por su nombre, acompañando el saludo de una bondadosa sonrisa.
Era Esteban un muchacho de diecinueve a veinte años, fomido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos peque­ños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejaba las crines de un rocín colorado.
Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto a su as­pecto exterior, fisico; respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor a ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que lo conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso como buen rústico.
Una vez el zagal repuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra don Dionís, y con el tono más serio que supo encontrar, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso a que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, a las que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como deseando evitar demasiadas explicaciones sobre el asunto.
Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de la bella y dulce Constanza que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aven­turas, decidióse éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas de las que allí se encontraban presentes, y de rascarse tres o cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuer­dos o hilvanar su discurso, que al fin comenzó de la siguiente manera:
-Es el caso, señor, que, según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a San Bartolomé, que es quien conoce las cosquillas, y dejarle andar, que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá a todo.
»Firme en esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por nada; pero lo haré hoy por satisfa­cer vuestra curiosidad y la de vuestra bella y respetada hija, y a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y toma a molestarme en castigo a mi indiscreción, buenos Evangelios llevo cosidos a la pelliza y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.
-Pero, vamos -apremió don Dionís, impaciente al escuchar las disgresiones del zagal, que amenazaba con no concluir nunca­déjate déjate de rodeos y ve derecho al asunto.
-A él voy -contestó con calma Esteban, que, después de dar una gran voz acompañada de un silbido para que se agruparan los corderos, a los que no perdía de vista y comenzaban a des­parramarse por el monte, tomó a rascarse la cabeza y prosiguió así: Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan res a vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.
»Hablaba yo de esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Vera­tón, cuando algunos de ellos me dijeron:
»Pues, hombre, no sé en que consista el que tú no los topes, pues de nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una manada que, a juzgar por las huellas, debía de compo-nerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pie­za de trigo al santero de la Virgen del Romeral.
»¿Y hacia qué sitio seguía el rastro? -pregunté a los peo­nes, con ánimo de ver si topaba con la tropa.
»Hacia la cañada de los cantuesos -me contestaron.
»No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de cuando en cuando sen­tía moverse el ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguir a ninguno.
»No obstante, al romper el día, cuando llevé los corderos al agua, a la orilla de este río, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una umbría de chopos, donde ni a la hora de la siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano, sin ponderación alguna.
Al decir esto, el mozo, instintivamente, y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la vista al pie de Constanza, que asomaba por debajo del brial, calzado con un precioso chapín de tafilete amarillo; pero como al par de Esteban bajasen también los ojos de don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña apresuró a ocultarlo, exclamando con el tono más natural del mundo:
  ¡Oh, no! Por desgracia, no los tengo yo tan pequeños, pues de este tamaño sólo se encuentran en las hadas, cuyas historias nos refieren los trovadores.
-Pues no paró aquí la cosa -continuó el zagal cuando Cons­tanza hubo concluido, sino que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar los cier­vos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la medianoche me rin­dió un poco el sueño, aunque no tanto que no abriese los ojos en el mismo punto en que creí advertir que las ramas se movían a mi al­rededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me incorporé con sumo cuidado y, .poniendo atención a aquel confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del aire como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas que ha­blaban entre sí, como un ruido y algarabía semejante al de las mu­chachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino vuel­ven en bandadas de la fuente con sus cántaros a la cabeza.
»Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura a un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, cuando enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que me encuen­tro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y vibrante, que dijo..., creedlo, señores, esto es tan seguro como que me he de mo­rir..., dijo..., clara y distintamente, estas propias palabras:

¡Por aquí, por aquí, compañeras,
que está ahí el bruto de Esteban!

Al llegar a este punto la relación del zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por más tiempo la risa que hacía rato les retozaba en los ojos y, dando rienda a su buen humor, prorrumpie­ron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en comenzar a reír y de los últimos en dejarlo fueron don Dionís, que, a pesar de su fingida circunspección, no pudo por menos que tomar parte en el regocijo, y su hija Constanza, la cual cada vez que miraba a Esteban, todo suspenso y confuso, tomaba a reírse como una loca, hasta el punto de saltarle las lágrimas de los ojos.
El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su na­rración había producido, parecía todo turbado e inquieto; y mien­tras los señores reían a sabor de sus inocentadas, él tomaba la vista a un lado y otro con visibles muestras de temor, como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.
-¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? -le preguntó uno de los monteros, notando la creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija de don Dionís, ya las volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.
-Me sucede una cosa muy extraña -explicó Esteban. Cuando, después de escuchar las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender a la persona que las había pronun-ciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las mismas matas en donde yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes por encima de los carrascales y los lentiscos se alejó se­guida de una tropa de corzas de su color natural, y así éstas, como la blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo eco juraría que aún me está sonando en los oídos en este momento.
-¡Bah...! ¡Bah...! Esteban -exclamó don Dionís con aire bur­lón, sigue los consejos del preste de Tarazona; no hables de tus encuentros con los corzos amigos de las burlas, no sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes; y pues ya estás provisto de los Evangelios y sabes las oraciones de San Bartolomé, vuélvete a tus corderos, que comienzan a desbandarse por la cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes el remedio: Páter nóster y garrotazo.
El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí, y en el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden de su señor uno de los palafre­neros, despidióse de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas a los corderos.
Como a esta sazón notábase don Dionís que entre unas y otras las horas de calor eran pasadas y el vientecillo de la tarde comen­zaba a mover las hojas de los chopos y a refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que se aderezasen las caballerías que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo señas a los unos para que soltasen las traíllas y a los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.

2

Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la familia, y por tanto el más queri­do de sus señores.
Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño habíase acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.
Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba sus halcones, á los cuales com­praba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas en oro.
Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión y, al decir de los envidiosos, en todos aque­llos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de su señora revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban mali­ciosos, sin embargo, mal intencionados y ruines, que suponían haber sor-prendido en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales reprimidas de mal disimulado amor.
Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable hermosura de Constanza. Hu­biérase necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo para per­manecer impasible uri día y otro al lado de aquella mujer de singu­lar belleza y extraordinarios atractivos.
La Azucena del Moncayo la llamaban en veinte leguas a la re­donda, y bien merecía el sobrenombre, porque era tan airosa, tan blanca y tan rubia, que, como a las azucenas, parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.
Y, sin embargo, entre los señores comarcanos se murmuraba que la hermosa castellana de Veratón no era tan limpia de sangre como bella, y que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabas­tro, había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiese ha­ber en estas murmuraciones nadie pudo decirlo nunca, porque la verdad era que don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su ju­ventud, y después de combatir largo tiempo bajo la conducta del monarca aragonés del cual recabó entre otras mercedes el feudo del Moncayo, marchó a Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para volver por último a encerrarse en su castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin duda en aquellos países remo­tos. El único que hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y éste había muerto ya ha­cía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni a su propio hijo, que varias veces y con muestras de gran interés se lo había preguntado.
El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña exaltación de sus ideas, sus extrava­gantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particulari­dad de tener los ojos y las cejas negros como la noche, siendo blan­ca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a las habli­llas de sus convecinos, y aun el mismo Garcés, que tan íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse que su señora era algo espe­cial y no se parecía a las demás mujeres.
Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fue acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura, y si bien no pudo por menos que sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca, desde que abandonó el soto en que habían sesteado comenzó a re­volver en su mente las más absurdas imaginaciones.
«No cabe duda que todo eso de hablar las corzas es pura apren­sión de Esteban, que es un completo mentecato -decía para sí el joven montero mientras que, jinete en poderoso alazán, seguía a paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía mostrarse un tanto distraída y silenciosa, retirada del tropel de los cazadores, y apenas si tomando parte en la fiesta. Pero ¿quién dice que en lo que se refiere a ese simple no existirá algo de verdad? -prosiguió pensando el mancebo. Cosas más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza blanca bien puede haberla, puesto que, si se ha de dar crédito a las cántigas del país, San Huberto, patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, si yo pudiera poder coger viva una corza blanca para ofrecérsela a mi señora!»
Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó a esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas a su gente para regresar al castillo, se­paróse sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por lo más espeso e intrincado del monte.
La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba a las puertas de su castillo. Acto continuo dispusiéronle una frugal colación y sentóse su hija a la mesa.
-Y Garcés, ¿dónde está? -preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba allí para servirla como de costumbre.
-No sabemos -se apresuraron a contestar los otros servido­res; desapareció de entre nosotros cerca de la cañada, y ésta es la hora en que todavía no le hemos visto.
En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.
-Perdonadme, señora -rogó, dirigiéndose a la hermosa hija de su señor, perdonadme si he faltado un momento a mi obliga­ción; pero allá de donde vengo a todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me ocupaba en serviros.
-¿En servirme? -repitió Constanza. No comprendo lo que quieres decir.
-Sí, señora, en serviros -insistió el joven, pues he averi­guado que es verdad que la corza blanca existe. Además de Este­ban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran haberla vis­to más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón, San Huberto, que antes de tres días, viva o muerta, os la traeré al castillo.
-¡Bah...! ¡Bah...! -exclamó Constanza con aire de ironía, mientras hacían coro a sus palabras las risas más o menos disimu­ladas de los presentes-. Déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas: mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los sim­ples, y si te empeñas en andarle a los talones, vas a dar que reír contigo' como con el pobre Esteban.
-Señora -interrumpió Garcés con voz entrecortada y disi­mulando la posible cólera que le producía el burlón regocijo de sus compañe-ros, yo no me he visto nunca con el diablo y, por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reír, porque el uso de ese privilegio sólo en vos he de tolerarlo.
Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero, deseando apurar su paciencia hasta lo último, volvió a decir en el mismo tono:
-¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrena­turales carcajadas se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera que un relámpago?
-¡Oh! -exclamó Garcés, en cuanto a eso, estad segura que como yo la topase a tiro de ballesta, aunque me hiciese más mo­mos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.
En este punto del diálogo terció don Dionís, y con una desespe­rante gravedad a través de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó a darle al ya asenderado mozo los consejos más originales del mundo, para el caso que se encontrase de manos a boca con el demonio convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto que los otros servi­dores esforzaban las burlas con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto gozo.
Mientras duró la colación prolongóse esta escena, en que la cre­dulidad del joven montero fue, por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas de sus señores, proseguiría firme en sus propósitos o desistiría comple­tamente de la empresa.
-¡Y qué diantre! -exclamó, saliendo del estado de incerti­dutnbre en que se encontraba. Mayor mal del que me ha sucedi­do no puede sucederme y si, por el contrario, es verdad lo que nos ha contado Esteban..., ¡oh!, entonces cómo he de saborear mi triunfo.
Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.
Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que, según las instrucciones de Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas, la Luna comenzaba a remontarse con lentitud por detrás de los cercados.
A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un gran rato de acá para allá examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.
Por último, después de terminar este minucioso reconocimien­to del lugar en que se encontraba, agazapóse en un ribazo junto a unos chopos de copas elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre echa­do en tierra.
El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimien­to, venía siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada por la vertiente, deslizábase desde allí bañando al pie de los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.
Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, y los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas y se enre­daban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espe­so muro de follaje alrededor del remanso del río.
El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaban en tomo a su flotante sombra, dejaba penetrar a inter­valos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.
Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto donde según sus cálculos debían aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran espacio de tiempo.
Todo permanecía a su alrededor sumido en una profunda calma.
Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya ha­bía pasado de la mitad, comenzara a dejarse sentir; bien el lejano
murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las caricias del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor del que parecía estar impregnada la Naturaleza toda, el enamorado mozo, que hasta aquel punto había estado entretenido revolviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves e indecisas.
Después de mecerse un instante en ese vago espacio que me­dia entre la vigila y el sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la ballesta de sus manos y se quedó profundamente dormido.

***
Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta, disfrutando a todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresal­tado e incorporóse a medias, lleno aún de ese estupor del que se vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.
En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dul­ces y misteriosas que hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan rui­dosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo de sol entre las frondas de una alameda.
Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar en silencio.
-Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal -se dijo Garcés, restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuasión de que cuanto había creído escuchar no era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación, como queda en el oído la última cadencia de una melodía después de que ha expirado temblando la última nota. Y, dominado por la invencible languidez que embargaba sus miem­bros, iba a reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó a oír el eco distante de aquellas misteriosas voces, que, acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas, a coro, cantaban así:

El arquero que velaba en lo alto de la torre ha
reclinado su pesada cabeza en el muro.
Al cazador furtivo que esperaba sorprender la
res, lo ha sorprendido el sueño.
El pastor que aguarda el día consultando las
estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz
del agua.
Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se
abren entre las sombras.
Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.

***
Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubieron des­vanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto vio aparecer las corzas, que en tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces, dete­niéndose como a escuchar otras, jugueteando entre sí, ya escondién­dose entre la espesura, ya saliendo nuevamente a la senda, bajaban del monte en dirección del remanso del río.
Delante de sus compañeras, mas ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando, corriendo, parándose y tornando a co­rrer, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.
Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era que, pres­cindiendo de la momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador experto en esta clase de expediciones nocturnas.
A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comen­zó a comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar, tenien­do en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.
Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes y, arras­trándose como una culebra por detrás de los lentiscos, fue a situar­se sobre unos cuarenta pasos más lejos del lugar donde se encon­traba. Una vez acomodado en su nuevo escondite, esperó tiempo suficiente para que las corzas estuviesen ya dentro del río, a fin de hacer el tiro más seguro. Apenas empezó a escucharse ese ruido tan particular que produce el agua cuando se bate a golpes o se agita con violen-cia, Garcés comenzó a levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos y después con una de las rodillas.
Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba pre­parada, dio un paso hacia adelante, alargó el cuello por encima de los arbustos para dominar el remanso y tendió la ballesta; pero en el mismo punto en que, a par de la ballesta tendió la vista buscan­do el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un imper­ceptible e involuntario grito de asombro.
La Luna, que había ido remontándose con lentitud por el an­cho horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranqui­la superficie del río y hacía ver los objetos como a través de una gasa azul.
Las corzas habían desaparecido.
En su lugar, lleno de miedo y estupor, vio Garcés un grupo de bellísimas mujeres, de las cuales unas entraban en el agua jugue­teando, mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras tú­nicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus formas.
En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imá­genes risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos celestes como la luz que entonces empieza a transparentarse a través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante a la que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónito Garcés.
Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores -comple-tamente desnudas, que destacaban sobre el fondo suspendidos en los árboles o arrojados con descuido sobre la alfombra del cés­ped, las muchachas discurrían a su placer por el soto, formando gru­pos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.
Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba su rubia cabeza entre las verdes y flotantes hojas de una planta acuática, de la cual parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible talle más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos círculos de luz de las ondas.
Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase sus­pendida de la rama de un sauce sobre la comente del río, y sus pe­queños pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún en el borde del agua con los ojos azules adormecidos, aspirando con voluptuosidad del perfume de las flores y estremeciéndose ligera­mente al contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban en vertigino­sa ronda, estrellando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono e hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.
Era imposible seguirlas en sus ágiles evoluciones y raudos mo­vimientos, imposible abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguién­dose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un cisne y rompiendo la corriente con el levantado seno; el resto, sumergiéndose en el fondo, donde per­manecían largo rato para volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.
La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado para otro, sin saber dónde fijarse, hasta que, sentada bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel y rodeada de un grupo de mujeres todas a cual más bella, que la ayudaban a despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adora­ciones: LA HIJA DEL NOBLE DON DIONÍS, LA INCOMPA­RABLE CONSTANZA.
Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y suponíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.
No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuanto veía era producto del desarreglo de sus imaginaciones; por­que mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza.
No podía caber duda, suyos eran aquellos ojos oscuros y som­breados de largas pestañas, que apenas bastaban para amortiguar la luz de sus pupilas; suya aquella rubia y abundante cabellera que, después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin, aquel cuello airoso, que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas del rocío, y aquellas agresivas formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos se­mejantes a manojos de jazmines, comparables sólo con dos pedazos de nieve que el Sol no ha podido derretir y que a la mañana blan­quean entre la verdura.
En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos de su amante enamorado los escondi­dos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron de nuevo a cantar estas palabras con una melodía dulcísima:

Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirón de niebla plateada.
Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios y venid en vues­tros carros de nácar, a los que vuelan uncidas las mariposas.
Larvas de las fuentes, abandonad el lecho de musgo y caed sobre noso­tras en menuda lluvia de perlas.
Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡ve­nid!
Y venid vosotros todos, espíritus de la noche, venid zumbando como un enjambre de insectos de luz y de oro.
Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.
Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.
Venid, que las que os aman os esperan impacientes.


***
Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y, obe­deciendo a un impulso más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. En efecto, el encanto se truncó; se rompió, desvaneciéndose todo como el humo, y al ten­der la vista en tomo suyo no vio ni oyó más que el bullicioso tro­pel con que las tímidas corzas, sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganan­do a todo correr la trocha del monte.
-¡Oh!, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo -exclamó entonces el montero; pero, por fortuna, esta vez ha andado un poco torpe, dejándome entre las manos la mejor presa.
Ciertamente, así era: la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles y, enredán­dose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse. Garcés le encaró la ballesta, pero, en el mismo punto en que iba a herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y agu­da detuvo su acción con un grito, diciéndole:
-¡Garcés! ¿Qué haces?
El joven vaciló y, después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado por la sola idea de haber podido herir a su amada. Una sonora y estridente carcajada, vino a sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como el relám­pago, riéndose de la burla hecha al montero.
-¡Ah, condenado engendro de Satanás! -exclamó Garcés con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una velocidad inusita­da. Pronto has cantado victoria, pronto te has creído fuera de mi alcance -y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando como una exhalación y que fue a perderse en la oscuridad del soto; en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.
-¡Dios mío! -estalló Garcés al percibir aquellos lamentos angustio-sos. ¡Dios mío, si será verdad!
Y fuera de sí, como un loco, sin darse apenas cuenta de lo que pasaba, corrió en la dirección en que había desaparecido la flecha, que era la misma en que sonaban los gemidos.
Llegó al fin; pero, al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta y tuvo que agarrarse al tron­co de un árbol para n caer en tierra.
Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, re­volcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.

0.013. anonimo (aragon)