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sábado, 18 de agosto de 2012

La leyenda de la osa mayor

Hacía mucho tiempo que la lluvia no regaba la tierra. El calor era tan fuerte y estaba toda tan seco que las flores se marchitaban, la hierba se veía seca y amarillenta y hasta los árboles más grandes y fuertes se estaban muriendo. El agua de los arroyos y los ríos se había secado, pozos estaban yermos y las fuentes cesaron de manar. Las vacas, los perros, los caballos, los pajaros y la gente se morían de sed. Todo el mundo estaba preocupado y deprimido.
Había una niñita cuya madre cayó gravamente enferma.
-¡Oh! -dijo la niña-, estoy segura de que mi madre se pondría buena de nuevo si pudiera lleverle un poca de agua. Tengo que encontrarla. Así que cogío un pequeño cucharón y salío en busca de agua.
Andando, andando, encontró un manantial diminuto en la lejana ladera de la montaña. Estaba casi seco. Las gotas de agua caían muy lentamente de debajo de la roca. La niña sostuvo el cucharón con cuidado para recoger aquellas gotitas. Al cabo de mucho, mucho tiempo, acabó de llenarse.
Entonces la niña emprendío el regreso asiendo el cazo con muchísimo cuidado porque no quería derramar ni una gota.
Por el camino se cruzó con un pobre perrito que aduras penas podía arrastrarse. El animal jadeaba y sacaba la lengua fuera de tan seca que la tenia.
-Oh, pobre perrito -dijo la niña, qué sediento estás.
No puedo irme sin ofrecerte unas gotas de agua. Aunque te dé un poco, todavía quedará bastante para mi madre.
Así que la niña derramó un poco de agua en la palma de su mano y se la ofrecío al perrito. Éste la lamio con avidez y se sintió mucho mejor.
El animal se puso a brincar y a ladrar, talmente como si dijera:
-Gracias, niña!
Ella no se dio cuenta, pero el cucharón de latón ahora era de plata y entaba tan lleno como antes. Se acordó de su madre y siguío su camino tan rápido como pudo. Cuando llegó a casa casi había oscurecido.
La niña abrío la puerta y se dirigío rápidamente a la habitación de su madre. Al entrar, la vieja sirvienta que había trabajado durante todo el día cuidando a la enferma se acercó a ella. La criada estaba tan cansada y sedienta que apenas pudo hablar a la niña.
-Dale un poca de agua -dijo su madre. Ha trabajado duro todo el día y la necesita más que yo. La niña acercó el cazo a los labios de la sirvienta y ésta bebió un poco; en seguida se sintió mejor y más fuerte, se acercó a la enferma, y la ayudó a enderezarse.
La niña no se percató que el cucharón era ahora de oro y que estaba tan lleno como al principio. La pequeña acercó el cazo a los labios de su madre y ésta bebió y bebió.
¡Se encontró tan bien! cuando terminó, aún quedaba un poco de agua en el fondo.
La niña iba a llevárselo a los labios cuando alguien llamó a la puerta. La sirvienta fue a abrir a apareció un forastero. Estaba pálido y cubierto de polvo por el largo viaje.
-Estoy sediento -dijo. Podrias darme un poca de agua?
La niña contestó:
-Claro que sí, estoy segura de que usted la necesita mucho más que yo. Bébasela toda.
El forastero sonrió y tomó el cucharón. Al hacerló, éste se convirtio en un cucharón hecho de diamantes. El forastero dio la vuelta al cazo y el agua se derramó por el suelo.
Y allí donde cayó, brotó una fuente. EL agua fresca fluía a borbotones en cantidad suficiente como para que la gente y los animales de toda la comarca bebieran tanta como les apeteciera. Distraídos con el agua se olvidaron del forastero, pero, cuando lo buscaron, éste había desaparecido. Creyeron verlo desvanecerse en el cielo, y, en efecto, allá en lo alto del firmamento destellaba algo parecido a un cucharón de diamantes.
Allí sigue brillando todavía para recordar a la gente a esa niña amable y generosa. Es la constelación que conocemos por la Osa Mayor.

039. anonimo (inglaterra)

La leyenda de la niña encantada

Existe en la provincia de Mendoza una laguna, que es como un engarce mágico en las alturas de las montañas.
Fue en tiempos antiquísimos el cráter de un volcán, y por encantamiento su comba dorada por el fuego se convirtió en una pequeña laguna que es prodigio de belleza. De ella se desprende como hilo de plata un pequeño arroyuelo que bajando de la cumbre va a unirse al Salado después de recorrer un largo trecho entre peñascos bravíos. Los indios la llamaban" Alhué pichitrequen lauquen" (pequeña laguna. de Dios que se hiela).
El poético encantamiento del paisaje hace que se justifique la leyenda que narran los paisanos, y cohíbe al hombre buscar una explicación racional de aquel misterio.
"Elchá Chiamal Cané" (doncella de la túnica verde) fue entregada como prenda de paz por su derrotado padre al viejo cacique Calilué, quien la toma por esposa. La hermosa india acepta el sacrificio por la ventura de su pueblo, y la concordia reina' entre las dos tribus enemigas. Sucedió entonces que al morir un cacique amigo de Calilué le encarga cuide de su apuesto hijo, llamado Cantipán, y lo tenga por suyo.
Elchá y Cantipán se enamoran desde el primer encuentro; por lealtad hacia su padre adoptivo, el joven quiere huir de la que ama, pero Elchá no lo deja hasta que promete la hará raptar y escaparán juntos.
Una noche, huyen los enamorados, y Calilué, en su desesperación, recurre a su hermana, la cacica Ghulcán, quien vanamente ha pretendido el amor de Cantipán. La despechada con el auxilio de la bruja Quetrupillán, parte en persecución de los jóvenes.
Guiada por la bruja llegan a la. laguna, en una de cuyas grutas se habían refugiado Elchá y Cantipán; para sorprenderlos, la perversa hermana de Calilué es transformada en lechuza, que lleva en sus manos un ramo de lirios-rosas" engualichados" por Quetrupillán.
Junto a la orilla los enamorados deslizan su vida; la lechuza se acerca y arroja sus flores en el regazo de Elchá, quien alborozada, las coloca sobre su pecho y corre a contemplarse en las tersas aguas. Pero en cuanto lo hace queda transformada en piedra. Lleno de asombro y horror, Cantipán trata de volverla a la vida besándola apasionadamente. Ante la inutilidad de sus esfuerzos y enloquecido de dolor se arroja a la laguna.
La cacica Ghulcán recobra la forma humana y suplica a la bruja salve al hermoso joven, de cuyo amor no puede desprenderse; mas como la bruja tarda en encontrar el sortilegio necesario, se arroja a la laguna para tratar de rescatarlo. Preparado el ungüento mágico, la bruja saca los cadáveres y los vuelve a la vida.
Cantipán corre a abrazar la petrificada figura de su amada; Ghulcán, loca de celos, se interpone y le enrostra su deslealtad para con Calilué, y sollozando le pide perdón, pues la culpable de todas sus desgracias es la bruja Quetrupillán. Esta, al verse descubierta quiere huir; recoge el ramo de lirios-rosas y, sin desearlo, se contempla en el agua: instantáneamente obra el sortilegio y desaparece en las aguas con las flores engualichadas, "convertida en una roca negra". Cantipán, estupefacto, comprende que en el ramo lirio está el encantamiento, y para recuperado y, volver a la vida a Elchá se arroja de nuevo a la laguna. Ghulcán, ante el fracaso, sigue al que amó inútilmente hacia el desconocido fondo del cual nunca regresarán...
En las noches de luna se escucha la queja lastimera de los enamorados, mientras con sus ojuelos vivaces, una lechuza, donde refugiose el alma de la bruja, ronda, presa del encantamiento...
Y así corre entre los paisanos de la tierra de los huerpes esta tierna leyenda. Hay quienes refieren que la laguna en noches silenciosas emite en el cabrilleo de sus aguas, un lamento suave y profundo. Son las voces de Elchá y Cantipán que aun esperan alguien que los despierte del encantamiento.

038. anonimo (huerpe)

Mburucuyá

Aconteció esto en las cálidas tierras de Tupí, hace muchísimos años. Tupán no había creado todavía en aquel entonces ni el guayacán, ni el curupay, ni el canambí, ni muchas otras plantas prodigiosas, obra de sus milagros...
Había sobre la costa del Paraná una tribu feliz, muy feliz... Su cacique se llamaba Irundi y la vida era una bendición de paz y felicidad. Para dicha mayor Irundi tenía una hija cuyos ojos rivalizaban en esplendor con el Sol, a quien adoraba y adoraba su gente. Como era tradicional, antes de morir, Irundi expresó que era su voluntad que su hija Isapi (rocío) se casara con el cacique Acaviray...
Y aquí comenzó la tragedia. Isapi no amaba y no podía amar a ese hombre inhumano con su gente, sensual y desenfrenado...
Y cuando su padre murió, antes que Acaviray pudiera tomarla, huyó por el bosque, resuelta a morir antes que caer en sus manos. Anduvo muchos días y muchas noches, hasta que sus fuerzas se agotaron y cayó rendida en la selva. Mientras la fiebre la consumía veía pasar en sueños las aguas del Paraná, al alcance de sus manos, deslizándose suaves y rumorosas, para darle en sus hilos cristalinos el precioso líquido para apagar su sed. Y ella bebía... bebía... hasta que las sombras de la inconsciencia más completa se apoderaron de su frágil y delicado ser.
Quiso Tupán que un sacerdote que vivía con sus indios en las inmediacio-nes, la encontrara en la selva moribunda. Calmó su sed, sació su hambre y la llevó a su Misión.
Ahí Mburucuyá aprendió la lengua de aquel hombre blanco, y de sus palabras dulces, conoció al Dios cristiano, infinitamente bueno, todo amor y misericordia.
Nunca había soñado con un Dios tan bueno y grande que brindó hasta su sangre para salvar a los hombres. Que no conoce ni el odio, ni la venganza, ni la maldad.
Un Dios que llama a los hombres para salvarlos ¡Que los ama!... ¡Oh; infinito misterio de las cosas!
¡Nunca lo había soñado, nunca!…
Los indios convertidos que no conocían su nombre la llamaron Mburucuyá. En el silencio de las noches ella prometió a ese Dios bueno ofrendar algo en su honor. Y lo propuso al misionero: ir a la tribu que fue de su padre y ofrecerle en la Cruz el camino de la salvación. Y así lo hicieron. Caminaron largos días por la selva y sendas noches. Mburucuyá iba eufórica a cumplir con aquel deber de gratitud…
Llegaron por fin, y ella, la Isapi, la hija del cacique Irundi, explicó el alcance de la visita y el mensaje de Amor en nombre de Aquel ser infinitamente bueno, que había llenado de amor su corazón.
Acaviray, el taimado, escuchó atento a la desertora y, finalmente, con toda frialdad y cinismo, ordenó el lanceamiento de ambos. Misionero y sierva cayeron bajo las flechas arteras en la quietud de la selva, y la cortina de la noche se extendió sobre un drama más...
Pero al día siguiente en el preciso lugar de la ejecución había brotado una planta nueva. Era el Mburucuyá. Su flor era una cruz y Dios puso en ella los atributos de su pasión: los tres clavos que horadaron sus manos y pies, la corona de espinas que ciñó su frente; las cinco llagas de luz y en el corazón de su corola, una a una las gotas de su sangre preciosa. Y fue desde entonces la eterna Mburucuyá, símbolo del sacrificio por amor a su Dios...
Y Acaviray, al morir, se convirtió en pájaro agorero del mal, cuyo graznido anuncia el odio, y anda por los montes sin reposo, despreciado de todos, llevando aún en sus ojos sanguinolentos todo el rencor que lo incitó al crimen... Es el cuervo o pitá cumpliendo su condena interminable en la soledad de los bosques umbríos por los siglos de los siglos...

037 anonimo (guarani)

Las naranjas del paí pajarito

Un día, Paí Pajarito decía misa. La iglesia estaba llena de bote a bote, pues, por ser el día de la Patrona del pueblo, se hallaba todo él congregado. Conviene decir que sobre uno de los costados del templo, había un patiecito cerrado, al cual únicamente se tenía acceso por la puerta de la Sacristía. En el centro de este patio y llenándolo casi por completo, crecía un alto naranjo, visible desde el altar mayor a través de los vidrios de una de las ventanas laterales. El viejo árbol, frondoso no obstante contar más de cien años de vida, -se decía que fue plantado por los jesuitas-conservaba a pesar de lo avanzado de la estación, semiocultas entre el verdor sombrío de su copa, una buena cantidad de naranjas, objeto del celo y de la vigilancia del buen padre, como que se daba el placer de ir saboreándolas poco a poco, cuando ya en otras partes no las había. Había transcurrido la mitad de la misa, cuando la apiñada multitud oyó con el estupor consiguiente, que el Paí pronunciaba las siguientes palabras, que no por dichas en guaraní, resultaban menos sacrílegas: Pe maé upe añá membí oyupiba ojobo (vean ese "hijo del diablo" que va subiendo). Mirándose los unos a los otros, los concurrentes se preguntaban si el Paí se había vuelto loco. Alguien insinuó que sin duda estaba borracho. Es que nadie había observado lo que el: un muchacho que habiéndose colado en un descuido por la puerta de la Sacristía y penetrado al patio, trepaba trabajosamente por el tronco del árbol. Pero como simultáneamente, el Pai levantaba el cáliz conteniendo bajo la forma de la hostia, el cuerpo consagrado de Cristo, los concurrentes dedujeron que sus palabras se referían a éste.
Todos se habían puesto de pie, dispuestos a abandonar el templo. Como Paí Pajarito les daba la espalda, nada veía y seguía oficiando la misa. Cuando el Sacristán se le acercó y lo informó de lo que ocurría, grande fue su confusión. Apenas si podía creer que hubiera pronunciado tales palabras. En todo caso habrían salido de su boca sin darse cuenta. Rápido como la luz, salió por la puerta de la Sacristía y corrió hasta la puerta principal de la Iglesia, se plantó en medio de ella y abriendo los brazos en cruz para que nadie pudiera salir, apostrofó a la multitud con voz que nadie dejara de oír: "Vuélvanse a sus asientos. A quien yo me refería no era a Dios, sino al muchacho que subía a robar mis naranjas".

037 anonimo (guarani)

Leyenda del ceibo

El ceibo ‑también denominado seibo, seíbo, o bucare‑ es la flor nacional de la República Argentina. Resulta normal ver sus flores rojas en muchas de las zonas ribereñas de los ríos que forman la cuenca del Plata, y es una de las bellezas de la flora paraguaya. Su madera es muy liviana y porosa, y se utiliza para la construcción de balsas, colmenas y juguetes de aeromodelismo. Su presencia en parques y jardines argentinos pone una nota de perfume y color. Y el admirador evita arrancar sus flores, debido a que sus ramas poseen una especie de aguijones, tal vez única señal del dolor sufrido por..
Cuenta la leyenda que en las riberas del Paraná vivía Anahí, una indiecita de rasgos toscos. A pesar de que físicamente no era atractiva, su voz cautivaba en las tardecitas veraniegas a toda la gente de su tribu guaraní: entonaba canciones inspiradas en sus dioses y al amor a la tierra de la que eran dueños...
Un día nefasto llegaron los invasores, esos valientes, atrevidos y aguerridos seres de piel blanca que arrasaron las tribus y les arrebataron las tierras, los ídolos, y su libertad. La mayoría de los muchachos y muchachas de la tribu fueron puestos en cautiverio y forzados a trabajar, y Anahí no fue una excepción. Como no lograba concebir esa situación continuó llorando durante varios días.
Cierto día, su centinela se había quedado profundamente dormido. Anahí entendió que se trataba de la gran oportunidad para escaparse. Sin embargo, mientras huía en silencio, él despertó. Enceguecida por lograr su objetivo, le hundió un puñal en su pecho y corrió para buscar protección en la selva.
El grito del moribundo despertó a los otros españoles, entonces la persecución se convirtió en la gran cacería de la pobre Anahí. Pese a los esfuerzos de la joven por esconderse, fue alcanzada por los conquistadores, que, en venganza por el asesinato del guardián, la castigaron con la muerte en la hoguera: la ataron a un árbol y prendieron el fuego.
Algo raro sucedió: las llamas parecían no querer tocar a la doncella indígena, que sufría sin murmurar palabra.
Cuando el fuego comenzó a subir, Anahí se convertió en un árbol. Intentando convencerse los unos a los otros de que esta visión era efecto del cansancio, los conquistadores juntaron más leños para avivar la hoguera y se fueron a dormir.
Al día siguiente, los soldados encontraron en lugar de las cenizas un hermoso árbol, de verdes hojas relucientes y flores rojas aterciopeladas, que se mostraba en todo su esplendor, como el símbolo de la valentía y la fortaleza ante el sufrimiento: el ceibo.

037 anonimo (guarani)

La yerba mate (que es)

Es una planta originaria de América del Sur, en donde abunda en estado silvestre y en plantaciones cultivadas. Sul altura oscila entre los tres y seis metros, presentando un corto tronco que se ramifica a escasa altura del suelo, adquiriendo así por sucesivas podas, el aspecto de un pequeño arbusto.
En estado silvestre, en cambio, en el cual necesita de unos treinta años para su desarrollo completo, alcanza alturas de hasta doce a dieciséis metros, formando un majestuoso árbol, cargado de hojas, de tronco recto, de hasta cincuenta a setenta centímetros de diámetro, de corteza lisa y color grisáceo-ceniciento.
Sus dimensiones difieren según las variedades.
En estado de plena madurez, las hojas son espesas, duras y lucientes, como enceradas. De color verde más intenso en su cara superior que en la inferior, tienen un corto pecíolo de color claro verdoso, a veces ligeramente rosado. Su nervadura central y secundaria se dstaca netamente por su color amarillo verdoso en la cara superior de la hoja, y por ser muy saliente en la cara inferior. La yerba mate da de cuarenta a cincuenta pequeñas flores por racimo.
El fruto es una pequeña baya, que madura entre los meses de enero a marzo, adquiriendo un color azul oscuro o negro violáceo. Cada fruto contiene generalmente de cuatro a ocho semillitas de color amarillo pálido.
La raíz, de color marrón, es de tipo pivotante, con raíces secundarias que se insinúan en el mismo sentido.

037 anonimo (guarani)


La yerba mate (otra versión)

Cuenta la leyenda, que una de las tribus de indios guaraníes emprendió su marcha a través de las frondas. Un viejo indio, agobiado por el peso de los años, no puedo seguir a los que partieron, quedando en el refugio de la selva, en compañía de su hija, la hermosa Varii. Una tarde, cuando el sol se despedía con sus últimos fulgores, llegó hasta la humilde vivienda un extraño personaje que, por el color de su piel y por su rara indumentaria no parecía ser del lugar.
El viejito del rancho, hospitalario, arrimó un acutí (roedor del lugar) al fuego y ofreció su sabrosa carne al visitante.
Al recibir tantas demostraciones de amistad, el visitante, quien no era otro que un enviado de Tupá (dios del bien), quiso recompensar a los moradores de la vivienda, dándoles algo para que pudieran siempre ofrecer generoso agasajo a sus huéspedes, y también, para que pudieran poder aliviar las largas horas de soledad. Entonces, hizo brotar una nueva planta en la selva, nombrando a Varii, diosa protectora, y a su padre, custodia de la misma, enseñándose a preparar la amarga y exquisita infusión.
Y bajo la tierna protección de la joven, que fue desde entonces la Chavarri y bajo la severa vigilancia del viejo indio, que fue el CaáVará, crece lozana y hermosa la nueva planta, con cuyas hojas y tallos se prepara el mate, que es hoy genuina expresión de la hospitalidad.

037 anonimo (guarani)

La yerba mate

Yací, la luna, llevada por su curiosidad, quiso conocer la tierra. Un día resolvió visitarla, acompañada de Araí, la nube. Juntas convertidas en muchachas, se pusieron entonces a recorrer la selva. Era el mediodía y, el rumor del lugar las invadió. Por eso, resultó imposible que ambas escucharan los pasos sigilosos del yaguareté que se acercaba, agazapado, listo para sorprenderlas y dispuesto a atacar.
Pero, en ese mismo instante, una flecha disparada por un viejo cazador guaraní que venía siguiendo al tigre, fue a clavarse en el costado del animal. La bestia rugió furiosa y se volvió hacia el lado del tirador, que se acercaba. Enfurecida, saltó sobre él, abriendo su boca y sangrando por la herida, pero, ante las muchachas para-lizadas, una nueva flecha le atravesó el pecho.
En medio de la agonía del yaguareté, el indio creyó haber advertido a dos mujeres que escapaban, pero cuando finalmente el animal se quedo quieto, no vio más que los árboles y más allá, la oscuridad de la espesura.
Esa noche, acostado en su hamaca, el viejo tuvo un sueño extraordinario. Volvía a ver al yaguareté agazapado y a dos mujeres, de piel blanquísima y larga cabellera. Ellas parecían estar esperándolo. Yací se le acercó y cuando estuvo a su lado, lo llamó por su nombre y le dijo:
-Yo soy Yací y ella es mi amiga Araí.
Queremos darte las gracias por salvar nuestras vidas. Por eso voy a entregarte un premio y un secreto. Mañana, cuando despiertes, vas a encontrar ante tu puerta una planta nueva, llamada caá. Con sus hojas, tostadas y molidas, se prepara una infusión que acerca los corazones y ahuyenta la soledad. Es mi regalo para vos, tus hijos y los hijos de tus hijos…
Al día siguiente, al salir de la gran casa común que alberga a las familias guaraníes, lo primero que vieron el viejo y los demás aborígenes, fue una planta nueva de hojas brillantes y ovaladas, que se erguía aquí y allá. El cazador siguió las instrucciones de Yací: no se olvidó de tostar las hojas y, una vez molidas, las colocó dentro de una calabacita hueca. Buscó una caña fina, vertió agua y probó la nueva bebida. El recipiente fue pasando de mano en mano: había nacido el mate.

037 anonimo (guarani)

La tijereta

Sucedió hace muchísimos años.
Tupá había decidido que las almas de los que morían y que debían llegar al cielo, lo hicieran volando con unas alitas que Él enviaba a la tierra por medio de sus emisarios. Claro que para los mortales esas alitas eran invisibles.
Una vez que el alma llegaba al ibaga, Tupá destinaba esa alma a un ave que Él creaba con tal objeto, de acuerdo a las características que hubiera tenido en vida la persona a quien pertenecía.
En un pueblito guaraní vivía Eíra con su madre. Ésta, que había quedado imposibilitada, dependía para todo de su hija, que a su vez se dedicaba a atenderla y cuidarla, ganándose la vida con su trabajo.
Eíra era costurera, y para tener a mano la yetapá que tantas veces necesitaba, la llevaba colgada a la cintura, sobre su blanco delantal, por medio de un cordón oscuro.
Muy trabajadora y diligente, a Eíra nunca le faltaban vestidos para confeccionar, de manera que era muy común verla con tela y tijera, cortando nuevos trabajos.
Se hubiera dicho que la tijera formaba parte de ella misma. Por la mañana, al levantarse y luego de haberse vestido, lo primero que hacía era atarla a su cintura teniéndola pronta para usarla en cualquier momento.
Viejecita y enferma como estaba, y a pesar de los cuidados que le prodigara, la madre de la laboriosa Eíra murió una noche de invierno, cuando el frío era muy intenso y el viento soplaba con fuerza.Grande fue la pena de esta hija buena, dedicada siempre y únicamente a su madre y a su trabajo.
Desde ese momento quedó sólo con su tarea, a la que se entregó con más ahínco que nunca tratando de distraerse, porque su pena era muy intensa y la desgracia sufrida la había abatido de tal forma que perdió el deseo de vivir.
La tijera así suspendida acompañaba el ritmo de su paso y brillaba el reflejo de la luz, cuando la costurera se movía de un lugar a otro.
No mucho tiempo después de la muerte de su madre, la dulce y sufrida costurera enfermó de tristeza y de dolor, tan gravemente que no fue posible salvarla.
Eíra había sido siempre buena, excelente hija y laboriosa y diligente en sus tareas, por lo que Tupá llevó su anga al cielo.
Allí creó para albergarla un pájaro de plumaje negro, con la garganta, el pecho y el vientre blancos. Omitió los matices alegres y brillantes considerando que su vida había sido humilde, opaca y oscura, aunque llena de bondad y sacrificio.
Cuando Tupá hubo terminado su obra, Eíra se miró y miró a Tupá como intentando pedirle algo.
El Dios bueno, que conoció su intención, dijo para animarla:
-¿Qué deseas, Eíra? ¿Qué quieres pedirme?
Conociendo la amplia bondad de Tupá, comenzó humilde y avergonzada a pedir... ¡ella que jamás había pedido nada!
-Tupá... Dios bueno que complaces a los que te aman y respetan... yo desearía...
-¿Qué es lo que quisieras, Eíra?
-Tú sabes que durante toda mi vida sólo al trabajo me dediqué y quisiera tener un recuerdo de lo que me ayudó a vivir...
-Dime, entonces... ¿qué es lo que deseas?
-Yo desearía tener una tijerita que me recordara la que tanto usé en mi vida en la tierra y que contribuyó a que sostuviera a mi madre...
Encontró Tupá muy de su agrado el pedido de la muchacha, por la intención que lo inspiraba, y tomando las plumas laterales de la cola las estiró hasta dar a la misma la apariencia de una yetapá, como lo deseara la costurera, otorgándole, además, la propiedad de abrirla y cerrarla a su voluntad, tal como hiciera durante tanto tiempo con la de metal con que cortara las telas.
Por la semejanza, precisamente, que tiene la cola de esta ave con la tijera, la llamamos tijereta.
                           
Referencias
La tijereta es un pájaro notable por su larguísima cola compuesta por seis pares de plumas, siendo las más largas las laterales, que son las que le dan la forma característica.
El plumaje, de la cabeza y el lomo, es negro, mientras que el de la garganta, el pecho y el vientre, es blanco plateado.
Las plumas de la cabeza, en su parte más inferior, donde se insertan a la piel, tienen una coloración amarilla que únicamente llega a verse cuando las eriza, lo que no sucede con frecuencia.
El nido de la tijereta es circular, hecho con hojas secas y muchas veces con flores de cardo.
Su vuelo, realzado por la larga cola que mueve con gracia, es sostenido, sereno y muy elegante.
Se alimenta de gusanos, granos, frutas y algunos vegetales.
Tiene muchas características parecidas a la golondrina. Como esta ave, llega en primavera, para buscar en invierno los climas templados.

Los guaraníes la llaman jhuguay-yetapá (jhuguay: cola; yetapá: tijera).
                          
Estas leyendas fueron adaptadas de la Biblioteca
"Petaquita de Leyendas", de Azucena Carranza y Leonor M. Lorda Perellón, Ed. Peuser, Bs. As. 1952
"Antología Folklórica Argentina", del Consejo Nacional
                     
Vocabulario
Tupá: Dios bueno.
Ibaga: Cielo.
Eíra: Miel.
Yetapá: Tijera.
Anga: Alma.
Jhuguay: Cola.
Jhuguay-Yetapá: Tijereta

037 anonimo (guarani)

La ñuazó

Cierta vez, Perurimá se sintió aburrido. Para entretenerse se puso a trenzar un lazo con el que pu e era lo que iba a enlazar allí, donde no habían ni toros amontados, ni ariscas vacas guampudas, ni novillos ligeros como la luz y bravos como fieras, a los cuales echarles un pial de cruzada, para librar de su furia a quienes sorprendían desprevenidos. En eso estaba cuando oyó una voz que le decía:
-¿Y yo? ¿Dónde vas a encontrar unos cuernos como los míos?
Era Mandinga, que echando fuego por boca y narices, se le apareció de improviso. Perurimá comprendió que se estaba burlando de él, -cosa que nunca se lo había consentido a nadie- y como era de "pocas pulgas", sacó su cuchillo y cortó el lazo en varios pedazos. A cada uno de ellos convirtió el diablo en una serpiente venenosa. No le quedaban a Perurimá en la mano sino la argolla y la yapa. Tuvo entonces la feliz inspiración de hacer con los dedos la señal de la cruz, a lo cual el diablo dio un salto tremendo, desapareciendo bajo tierra entre una humareda y dejando tras de sí un fuerte olor a azufre. Oyó entonces Perurimá que otra voz, seguramente la de un ángel, le decía: "No te aflija el haber perdido el lazo, pues te has reservado lo mejor de él. Con la argolla matarás a las serpientes, en que sus trozos se han convertido, mientras que la yapa se transformará en una víbora que devorará a las demás. Fue así como nació la Ñuazó.

037 anonimo (guarani)


[1 El nombre guaraní de ñuazó se descompone así: ñu, campo; a, contracción de ari, sobre; y zó, apócope de izó, gusano: gusano de sobre el campo, por la rapidez con que sobre él se desliza.

La mandioca: un regalo de tupá

Esbelta, graciosa y muy bonita, Ñasaindí debía tener unos quince años. Pese a su belleza, sus ojos negros y grandes miraban con temor. Su cabello era largo y lacio, siempre lo adornaba con flores de piquillín. Cubría su cuerpo con un tipoy tejido con fibras de caraguatá, ajustado en la cintura con una chumbé de algodón de vistosos colores.
Sus pies descalzos parecían no tocar la tierra al caminar: así era, suave y liviana.
Con el propósito de recoger tiernos frutos de palmera (cogollos), venía desde muy lejos trayendo una cesta fabrícada con tacuarembó. Dispuesta, llegó a la zona más poblada de palmeras confiada en que podría alcanzar los ansiados frutos, pero, al verlos tan altos comprendió que le iba a ser imposible. Trató entonces de llegar, subió por el tallo, pero se vio obligada a desistir.
Desilusionada, miró desde abajo el penacho verde de las palmeras trataba de hallar un medio que le permitiera conseguir los cogollos buscados. A punto de desistir de su intento, comprobó que algo se movía entre una cascada de helechos. Se acercó un poco más y notó que se trataba de un muchacho. Sus manos recias empuñaban el arco y la flecha, sus ojos miraban con atención hacia un lugar cercano.
Ñasaindí dirigió su vista hacia el mismo sitio y pudo divisar a la víctima a la que estaba destinada la flecha del desconocido: se trataba de un hermoso maracaná que, tranquilamente posado en la rama de un ñandubay ignoraba completamente su próximo final.
La joven sintió tanta pena por el espléndido animal, cuyo intenso y brillante colorido era una nota de alegría y de luz entre los verdes del bosque, que sin pensarlo pegó un grito y desvió la atención del cazador. El maracaná, puesto sobre aviso, con vuelo un tanto pesado, se internó en la espesura.
El cazador salió de su escondite y, ante la presencia inesperada de la niña, quedó atónito, mirándola. Su belleza y su expresión lo hechizaron, al instante había olvidado la pieza de caza. La muchacha bajó la vista, temerosa, pero escuchó que el joven le hablaba con voz suave:
‑¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
‑Soy Ñasaindí y pertenezco a la tribu del ruvichá Sagua‑á... ‑respondió casi de modo inaudible.
‑¿Y a qué has venido a los dominios de mi padre, Ñasaindí?
La niña miró los penachos de las palmeras que la brisa convertía en grandes abanicos y el muchacho adivinó su intención:
‑Querías alcanzar cogollos de palmera, ¿no es cierto? ‑dijo, y depositó el arco en el suelo y la flecha que aún conservaba en la mano, trepó al tallo de una de las palmeras y con movimientos rápidos de sus piernas, acostum-bradas a esos ejercicios, llegó donde los cogollos tiernos se ofrecían gene-rosos y frescos.
Se los arrojó a Ñasaindí desde arriba, ella sonreía. En pocos minutos la cesta estuvo llena: el rostro de la joven reflejaba un gran placer. Gracias al servicial desconocido, su viaje no había sido infructuoso.
Cuando el muchacho bajó de la palmera, los ojos de Ñasaindí brillaban: tal vez de alegría y de agradecimiento. Él seguía embobado, pero la quiso retener. La joven debía cruzar el río para regresar con los suyos... Entonces, ante la insistencia del muchacho de pasar más tiempo con ella, no tuvo más remedio que contarle su historia:
‑Hace tiempo que los hijos de la mujer que me crió partieron hacia el norte con otros y tardan en volver. Los alimentos comienzan a escasear, y la señora me envió a buscar frutos... Yo no tengo padres... Murieron hace muchos años, cuando yo era pequeña...
El muchacho se entristeció mucho ante semejante historia, no podía creer que quien había criado a la niña la mandara a un lugar tan lejano que para llegar había que cruzar un río peligroso. Al mirar detenidamente su rostro imaginó que ella no era feliz, y desde el fondo de su corazón le prometió cuidado y cariño.
La alegría que le causó a Ñasaindí aquel ofrecimiento se transparentó en su dulce mirada y en su sonrisa agradecida, y no dudó en aceptar.
Catupirí, así se llamaba el joven, resultaba ser el menor de los hijos del cacique Marangatú, poderoso y respetado, incluso fuera de sus tierras. Desde pequeño había sido preparado en las artes de la guerra por un diestro guerrero de la tribu, pero su madre, que no lo descuidaba jamás, conservó su corazón tierno y su alma pura como cuando era pequeño. Su bondad reflejaba tal cual el tierno corazón de ella.
Y justo en ese momento, Catupirí evocó a su madre: recordó su gran bondad y el cariño que por él sentía. Pensó en llevarse a Ñasaindí consigo: deseaba hacerla su esposa.
También pensaba en el cacique: él no vería con buenos ojos que su hijo llevara a la tribu a una extranjera, a una desconocida, y menos aún con la intención de casarse con ella. De igual manera, decidió que la presentaría, aunque, al principio por lo menos, la ocultaría de los ojos de su padre, solo se la confiaría a su madre. Estaba seguro de que ella sabría comprender y sin duda llegaría a sentir gran cariño por aquella joven desamparada, al verla tan buena, tan inocente y tan hermosa...
‑¿Quieres venir a nuestra tribu, Ñasaindí? Mi madre te recibirá como a una hija y te brindará el cariño que hasta ahora te ha faltado.
Ñasaindí sintió miedo, pero nada podía ser más duro que la vida que llevaba. Volvió a mirar el tierno rostro de Catupirí y sonrojándose, vociferó:
‑¡Acepto!
Los dos jóvenes tomaron el camino que conducía a la toldería: conversaban y reían, y así llegaron donde se levantaban los toldos de los súbditos del gran Marangatú.

Atardecía. El cielo, con los más bellos rojos y dorados, parecía sumergirse en las tranquilas aguas del río. Los pájaros retornaban a sus nidos y la flor del irupé cerró sus pétalos ocultando sus galas. Al día siguiente, el sol, al alcanzarla con uno de sus rayos, la volvió a despertar: paz y tranquilidad reinaban sobre la tierra.
Catupirí, que ocultaba a su compañera, fue hasta su toldo, la dejó y le fue a dar la noticia a su madre. Nadie los había visto llegar, de modo que le sería muy fácil ocultarla hasta que pudiera convencer a su padre.
Pero Catupirí se equivocaba. Unos ojos que brillaban con maldad lo observaban desde muy cerca: era Cava‑Pitá, la hechicera, que escondida detrás de un corpulento zuiñandí no había perdido detalle de la llegada de los jóvenes.
La mujer sonrió y, guiada por su espíritu mezquino, se propuso poner al tanto de lo ocurrido al señor cacique, que había salido con sus guerreros y no volvería hasta el día siguiente: ¡Ya vería la extranjera que su vocecita dulce y sus expresiones inocentes no serían suficientes para engañar al cacique tal como lo había hecho con el hijo!
Por la mañana temprano llegaron Marangatú, el cacique, y sus acompa-ñantes, toda la tribu los recibió con júbilo: habían logrado importantes piezas de caza y traían también un hermoso guasú vivo.
Con paciencia, Cava‑Pitá esperó que el cacique quedara solo, Y en el momento oportuno se acercó a él para referirle, a su manera, la llegada de Ñasaindí a la tribu. No conforme con esto, y gracias a la confianza que en ella tenía Marangatú, le fue muy fácil convencerlo de que la extranjera era una enviada de Añá, que se valía del joven para provocar la desgracia de la tribu.
La sorpresa del cacique pronto se transformó en profunda indignación: él no podía tolerar la intromisión de una desconocida en sus dominios y mucho menos sabiendo, gracias a los buenos oficios de la hechicera, que se trataba de una enviada del diablo.
Poseído por una intensa cólera, Marangatú hizo llamar a su hijo para recriminarle su indigno proceder y su desobediencia: lo increpó duramente acusándole de su falta de respeto y, a los gritos, lo conminó para que trajera a la enviada del mal.
Catupirí quedó confundido. Su padre creía que, valiéndose de quién sabe qué poderes maléficos, Ñasaindí lo había obligado a traerla consigo; pero él sabía que no era así. El cacique, al verla, se convencería de que estaba equivocado.
Corrió en busca de la hermosa doncella y la llevó junto al temible Marangatú, que ante su presencia quedó maravillado: su hermoso rostro y la dulzura de su mirada lo conquistaron de inmediato. Debía haber una equivocación. Era imposible que una niña tan inocente, tan dulce y tan tímida, tuviera las malvadas intenciones que le atribuía Cava‑Pitá.

El ruvichá conversó con Ñasaindí. Ella le contó de su niñez triste y sin afectos, y de su alegría al encontrar al buen Catupirí, que deseaba hacerla su esposa. Entonces, el gran Marangatú comprendió el noble amor que acercaba a los jóvenes y dio su consentimiento para que unieran sus destinos como era el deseo y la voluntad de ambos.
Tiempo después, Ñasaindí se convirtió en la esposa de Catupirí, aquel muchacho de corazón generoso y noble que la había encontrado un día en el bosque...
Por supuesto, al no lograr su cometido, la maldad y la envidia de Cava‑Pitá se acrecentaron y, llena de nuevos bríos, comenzó a idear un plan: ¡Ya llegaría el momento en que se cumpliera su venganza!
La felicidad de Ñasaindí y de Catupirí era cada día mayor. Ningún mal había alcanzado a la tribu y todos olvidaron por completo los vaticinios de la malvada Cava‑Pitá.
Cuando tuvieron un hijo se hizo más grande y efectiva la dicha de la que gozaban. El pequeño Chirirí era dulce y bueno, como su madre, y tenaz como su padre. Mientras crecía, todos los niños de la tribu se iban haciendo sus amigos. Diariamente se los veía jugando en el bosque o en la costa del río, donde sentían gran placer.
El cacique, orgulloso de su nieto, le había regalado un arco y una flecha hechos expresamente para él, y entre los momentos más felices de su vida se contaban aquellos en que salía con el niño a enseñarle el manejo de estas armas.
Todos vivían contentos en la tribu, ya nadie consideraba a Ñasaindí como una extranjera a la que se debía despreciar, sino que, por el contrario, gracias a su bondad, se había ganado la simpatía y el afecto de la gente.
La única que conservaba su odio era Cava‑Pitá, para quien la idea de venganza se afianzaba a medida que pasaba el tiempo. Estaba segura de que este sentimiento no la abandonaría hasta ver a Ñasaindí arrojada de la aldea, como había propuesto desde un principio.
Tenía que convencer a la tribu de que la esposa de Catupirí, bajo ese aspecto dulce y tierno, encubría a una enviada de Añá para hacer el mal y que solo esperaba el momento oportuno para cumplir los mandatos del demonio.
A fin de convencerlos, decidió ensayar una nueva acusación. Haciendo uso de sus sentimientos mezquinos y perversos divulgó la noticia de que el pequeño Chirirí se hallaba poseído por un mal espíritu, que condenaría a muerte infaliblemente, después de un corto tiempo, a los niños que lo acompañaban en sus juegos.
La noticia corrió por la tribu con la velocidad del rayo y todas las madres, temerosas del trágico final que podrían tener sus hijos, los retuvieron con ellas para que no se acercaran al pequeño Chirirí.
Sin embargo, esto no fue suficiente para la hechicera, porque ella quería levantar a toda la tribu contra la inocente Ñasaindí.
En esa forma, considerándola culpable, la hubieran expulsado de la aldea indígena por temor al maleficio que la poseía. Como no consiguió su propósito, optó por poner en práctica un plan diabólico con el que, estaba segura, se cumpliría con creces su venganza.
Preparó un brebaje dulce, exquisito, al que agregó una pequeña poción de activísimo veneno.
Con zalamerías llamaba a los pequeños amigos de Chirirí y les daba a tomar el jarabe mortífero que ellos bebían golosos. Poco les duraba el placer, ya que luego morían entre las más espantosas contorsiones, envenenados por la infame hechicera.
Al ignorar las madres la existencia del famoso jarabe, aceptaron como explicación de la muerte de sus hijos el maleficio del que suponían estaban poseídos el pequeño Chirirí y su madre, tal como lo predijera en tantas oportunidades la famosa Cava‑Pitá.
Ya no les quedó la menor duda: la extranjera era una enviada de Aná, llegada a la comarca para causar la desgracia de la tribu de Marangatú. Todos estuvieron en contra de Ñasaindí y de Catupirí, de quienes decidieron vengarse matando a su hijito.
La hechicera gozaba su victoria: había pasado un tiempo muy largo antes de lograr su propósito, pero por fin consiguió que la tribu entera odiara a la intrusa. Entonces, alentada por el triunfo fue levantando los ánimos de toldo en toldo. Incitaba a unos y a otros a dar muerte al pequeño Chirirí, único medio para librarse de los designios de Añá.
En un grupo encabezado por la perversa Cava‑Pitá, con palos y lanzas, hombres y mujeres se dirigieron al toldo de Catupirí: tomaron por la fuerza a los padres de la criatura, los llevaron a los bosques y los amarraron con fibras de caraguatá al tronco de un ñandubay para que fueran testigos impotentes de la muerte de su hijo.
La dulce Ñasaindí dejaba oír desgarradores sollozos, gritaba por su inocencia y pedía piedad para su pequeño Chirirí, mientras el valiente Catupirí realizaba desesperados esfuerzos por librarse de las ligaduras.
Todo en vano. Buen cuidado habían tenido sus verdugos.
Cava‑Pitá saboreaba el triunfo, decidió ser ella misma quien matara al pequeño, que atado de pies y manos, permanecía en el suelo y se esforzaba por dejar sus manitos libres.
Preparó el arco y la flecha envenenada, y cuando se dispuso a arrojarsela al niño, que lloraba ante sus padres desesperados, un ruido espantoso atronó el bosque y una lengua de fuego bajó desde el cielo repentinamente oscurecido y dejó fulminada a la perversa hechicera, que rodó por el suelo.
Los que presenciaban la escena vieron en esto un castigo de sus dioses justicieros a la maldad y a la envidia y, convencidos de su error, desataron a los padres de la criatura que aún se hallaba en el suelo, a poca distancia de ellos.
Ñasaindí corrió a levantar a su hijito, que medio desvanecido por el terror casi no podía moverse. Lo desató y lo abrazó estrechándolo contra su corazón, mientras las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas.
Con las cabezas gachas, avergonzados, con el paso vacilante, los que creyeron las calumnias de la perversa hechicera decidieron retornar a sus toldos, no sin antes dirigir una mirada triste al sitio donde el pequeño Chirirí estuviera algunos minutos, echadito en el suelo, esperando la muerte en manos de la falsa Cava‑Pitá.
La sorpresa de todos fue muy grande cuando observaron que justo en ese mismo lugar crecía una planta nueva, desconocida hasta entonces. La llamaron mandi‑ó y en ella vieron la justicia de sus dioses buenos, que sabían recompensar el bien y castigaban hasta con la muerte a los que procedían mal.
La mandi‑ó es el regalo de Tupá a los hombres para que les sirva de alimento: posee el dulce corazón de Ñasaindí y de Chirirí, y otorga, al que la come, fortaleza y energía, como la que siempre tuvo Catupirí.

037 anonimo (guarani)

La mandi-ó

Ñasaindí debía tener quince años. Esbelta, graciosa muy bonita, sus ojos negros y grandes miraban siempre con temor. Tenía los cabellos lacios adornados con flores de piquillín. Cubría su cuerpo con un tipoy tejido con fibras de caraguatá, ajustado en la cintura con una chumbé de algodón de vistosos colores.
Sus pies descalzos parecían no tocar la tierra al caminar: tan suave y liviana era.
Con el propósito de recoger tiernos cogollos de palmera, venía desde muy lejos, trayendo una cesta fabricada con tacuarembó.
Muy dispuesta llegó al lugar donde crecían con profusión los pindós, confiada en que sola podría alcanzar los ansiados cogollos; pero al verlos tan altos comprendió que le iba a ser imposible realizar la tarea.
Trató de llegar, subiendo por el tallo, pero se vio obligada a desistir.
Un poco decepcionada, miró desde abajo el penacho verde de las palmeras tratando de hallar un medio que le permitiera conseguir los cogollos buscados.
Ya desistía de su intento, cuando vio a un muchacho medio oculto por una cascada de isipós y de helechos. Sus manos recias empuñaban el arco y la flecha. Sus ojos miraban con atención hacia un lugar cercano.
Dirigió Ñasaindí su vista hacia el mismo sitio y pudo divisar a la víctima a la que estaba destinada la flecha del desconocido: era un hermoso maracaná que, tranquilamente posado en la rama de un ñandubay, estaba completa-mente ajeno a su próximo fin.
Sintió la niña una pena grande por el espléndido animal, cuyo intenso y brillante colorido era una nota de alegría y de luz entre los verdes del bosque, y sin darse cuenta dio un grito que desvió la atención del cazador hacia el lugar de donde él había partido. El maracaná, puesto sobre aviso, con vuelo un tanto pesado, se internó en la espesura.


Salió el cazador de su escondite y ante la presencia de la niña quedó atónito, mirándola. Su belleza y su expresión lo hechizaron, haciéndole olvidar la pieza de caza que perdiera por su culpa.
-¡Ma-era! -sólo atinó a decirle.
Bajó la vista la muchacha, temerosa de merecer el reproche del cazador, cuando oyó que continuaba con su suave acento:
-¿Quién eres, cuñataí?
-Ñasaindí... -respondió apenas la niña.
-¿De dónde vienes?
-De la tribu del ruvichá Sagua-á...
-¿A qué has venido a los dominios de mi padre, Ñasaindí?
Miró la niña los penachos de las palmeras que la brisa convertía en grandes abanicos y el muchacho, adivinando la intención de la mirada, preguntó:
-¿Querías alcanzar cogollos de palmera?
-Neí... -respondió a media voz la niña.
-Y... no alcanzas... -agregó intencionado el joven con expresión risueña.
-Aní... ¿Tú me ayudarás? -preguntó esperanzada, levantando hacia él los ojos.
-Nuné... -respondióle el muchacho divertido.
Al tiempo que así decía, dejando en el suelo el arco y la flecha que aún conservaba en la mano, trepó al tallo de una de las palmeras y con movimientos rápidos de sus piernas ágiles acostumbradas a esos ejercicios, pronto llegó al lugar donde lños cogollos tiernos se ofrecían generosos y frescos. Desde arriba se los ajorraba a Ñasaindí que, plena de dicha, no dejaba de reír. En pocos minutos la cesta estuvo llena.
El rostro de la joven reflejaba un gran placer. Gracias al servicial desconocido, su viaje no había sido infructuoso.
Cuando el muchacho estuvo nuevamente a su lado, los ojos de Ñasaindí brillaban de alegría y de agradecimiento.
-¿Jhoriva, yerutí? -preguntó satisfecho.
-Neí... Pero yo no me llamo Yerutí... Mi nombre es Ñasaindí...
-Ñasaindí te llamas, pero pareces una dulce yerutí, por eso te llamé por su nombre...
Agradeció la niña con una sonrisa e intentó emprender el camino de regreso, pues la noche no tardaría en llegar. El sol comenzaba a hundirse en el ocaso.
El muchacho detuvo su intención, preguntándole:
-¿Tienes tanto apuro por irte? ¿Dónde queda tu roga, cuñataí?
-Debo cruzar el río...
-¿Sola?
-Sola vine y sola debo volver. Hace tiempo, ya varias lunas, que los hijos de la mujer que me crió partieron hacia el norte con otros cuimba-é y tardan en volver. Ella me envió... Yo no tengo padres... Murieron en manos de los cambá, cuando yo era pequeña...
-¿Y cómo cruzaste el río?
-En una pequeña canoa que dejé amarrada en la orillla.
-Pero tú eres muy joven para atreverte a andar sola por estos lugares...
-Me mandaron y tuve que obedecer.
-¿No eres miedosa, Ñasaindí?
-¡Claro que lo soy! Muchas veces siento un miedo muy grande; pero debo cumplir lo que me ordenan. A nadie tengo que me pueda defender -agregó la niña con su vocecita triste y los ojos brillantes de lágrimas.
-Desde este momento, y si tú quieres, seré yo quien te sirva de amparo y de guía. ¿Aceptas, yerutí? -le ofreció el muchacho firme y decidido.
-Ñasaindí lo miró. La alegría que le causó el ofrecimiento se transparentó en su dulce mirar y en su sonrisa agradecida, cuando respondió:
-¡Oh, ya lo creo! ¡Muchas gracias!
-¡Seremos amigos, Ñasaindí!
-Bueno... pero no me has dicho tu nombre, ni quién eres... ¿cómo podría encontrarte?
-¡Tienes razón! Soy Catupirí. Mi padre es el cacique Marangatú. ¿Sabes ahora a quién debes buscar? -terminó riendo.
-Neí, Catupirí.
Después Ñasaindí, con su cesta llena de cogollos de pindó, inició la marcha hacia la costa dispuesta a volver a su roga.
La detuvo aún Catupirí. Tenía muy buen corazón y la niña le inspiraba una gran ternura.
El bondadoso muchacho era el menor de los hijos del cacique Marangatú, poderoso y respetado en mucha distancia alrededor de sus posesiones. Desde pequeño, Catupirí había sido preparado en las artes de la guerra por un diestro guerrero de la tribu; pero su madre, que no lo descuidaba jamás, conservó su corazón tierno y su alma pura como cuando era pequeño y le pertenecía por entero. Su bondad era reflejo del tierno corazón de ella.
En ese momento, Catupirí recordó a su madre. Recordó su gran bondad y el cariño que por él sentía y pensó llevar a Ñasaindí consigo, pues se había enamorado de ella y deseaba hacerla su esposa.
Se detuvo un instante pensando en su padre. Él no vería con buenos ojos que su hijo llevara a la tribu a una extranjera, a una desconocida, y menos aún con la intención de casarse con ella.
Pensó un instante, y decidió: la llevaría; pero al principio, por lo menos, la ocultaría a los ojos de su padre. Se la confiaría a su madre.
Estaba seguro de que ella sabría comprender y sin duda llegaría a sentir gran cariño por la joven desamparada, al verla tan buena, tan inocente y tan hermosa... Sin pensarlo más se lo propuso:
-¿Quieres venir a nuestra tribu, Ñasaindí? Mi madre te recibirá como a una hija y te brindará el cariño que hasta ahora te ha faltado. ¿Aceptas, yerutí?
Llenos de agradecidas lágrimas los ojos, Ñasaindí preguntó con palabras entrecortadas por la emoción:
-¡Oh, Catupirí! ¿Es verdad lo que me propones? ¿Tu madre me querrá?
-Sin duda... ¡Puedo asegurártelo! Hay tanta bondad en tu mirar dulce y tanta ternura en tu voz suave, que mi madre se sentirá atraída por ti y serás para ella la hija que no tiene. ¡Ven, vamos!
Tomaron los dos jóvenes el camino que conducía a la toldería y riendo y conversando, llegaron al lugar donde se levantaban los toldos de los súbditos del gran Marangatú.
Atardecía. El cielo, con los más bellos rojos y dorados, parecía sumergirse en las tranquilas aguas del río. Los pájaros retornaban a sus nidos y la flor del irupé cerraba sus pétalos ocultando sus galas hasta que, al día siguiente, el sol, al alcanzarla con uno de sus rayos, volviera a despertarla. La paz y la tranquilidad reinaban sobre la tierra.
Catupirí, ocultando a su compañera, fue hasta su toldo donde la dejó para ir a dar la noticia a su madre.
Nadie los había visto llegar, de modo que le sería muy fácil ocultarla hasta que pudiera convencer a su padre.
Pero Catupirí se equivocaba. Unos ojos que brillaban con maldad lo observaban desde muy cerca. Era Cava-Pitá, la hechicera, que, oculta detrás de un corpulento zuiñandí, no había perdido detalle de la llegada de los jóvenes.
Sonrió con malicia la mujer, y guiada por su espíritu mezquino, se propuso dar cuenta de lo ocurrido al cacique. No podría hacerlo tan pronto como deseaba, pues el cacique había salido con sus guerreros y no volvería hasta la mañana siguiente; pero entonces, ella lo esperaría con una noticia muy especial. ¡Y ya vería la extranjera que su vocecita dulce y sus expresiones inocentes no serían suficientes para engañar al cacique como lo había hecho con el hijo!
¿Por qué pensaba tan mal la hechicera de una persona a quien no conocía?
Es que Cava-Pitá era perversa y envidiosa y no toleraba que se diera preferencia a nadie más que a ella.
Al día siguiente, muy de mañana, llegaron el cacique y sus acompañantes; toda la tribu los recibió con júbilo. Habían logrado importantes piezas de caza y traían también un hermoso guasú vivo.
Con paciencia esperó Cava-Pitá que el cacique quedara solo, y en el momento oportuno se acercó a él, para referirle, a su manera, la llegada de Ñasaindí a la tribu. No conforme con esto, y gracias a la confianza que en ella tenía Marangatú, le fue muy fácil convencerlo de que la extranjera era una enviada de Añá, quién se valía de la joven para provocar la desgracia de la tribu.
La sorpresa del cacique pronto se transformó en profunda indignación. Él no podía tolerar la intromisión de una desconocida en sus dominios y mucho menos sabiendo, gracias a los buenos oficios de la hechicera, que se trataba de una enviada del demonio.
Poseído por una intensa cólera, Marangatú hizo llamar a su hijo a fin de recriminarle su indigno proceder y su desobediencia.
Cuando Catupirí estuvo frente a él, lo increpó duramente:
-¿Puede saberse por qué has traído a la tribu a una extranjera que nadie conoce y que tú encontraste por caualidad?
-Ya pensaba explicártelo, padre... -respondió sorprendido Catupirí. Y agregó desconcertado: -¿Cómo has llegado a saberlo?
-Eso nada importa. Sólo puedo decirte que todavía hay quien respeta mis deseos y obedece mis órdenes.
-Yo soy el primero en hacerlo, padre mío, y pruebas te he dado en mil oportunidades; pero en este caso, deseaba hablar contigo primero, para explicarte lo sucedido. Sin embargo, hubo alguien, no sé con qué intención, que se me adelantó...
-¿Dónde está la intrusa? -preguntó el padre, violento.
-Está en mi toldo, padre, esperando que la traiga a tu presencia.
-Pues ya puedes ir a buscarla. Si con malas artes se introdujo en mi tribu, bien pronto haré que la abandone.
Catupirí quedó confundido. Su padre creía que, valiéndose de quién sabe qué poderes maléficos, Ñasaindí lo había obligado a traerla consigo; pero él sabía que no era así. Su padre, al verla, podría convencerse de que estaba equivocado.
Corrió en busca de la hermosa doncella y pronto estuvieron ambos frente al temible Marangatú.
Quedó el cacique maravillado al ver a la joven. Su hermoso rostro y la dulzura de su mirar lo conquistaron de inmediato. Debía haber una equivocación. Era imposible que una niña tan inocente, tan dulce y tan tímida, tuviera las malvadas intenciones que le atribuía Cava-Pitá.
Conversó el ruvichá con Ñasaindí. Le contó la muchacha su niñez triste y sin afectos y su alegría al encontrar en el buen Catupirí que deseaba hacerla su esposa, el cariño y el apoyo que le faltaron siempre.
Comprendió el gran Marangatú el noble sentimiento que acercaba a los jóvenes y dio su consentimiento para que unieran sus destinos como era el deseo y la voluntad de ambos.
Y Ñasaindí fue la esposa de Catupirí, el muchacho de corazón generoso y noble que la encontró un día en el bosque...
La maldad y la envidia de Cava-Pitá se acrecentaron al comprobar que su intervención había sido inútil y que, en cambio, los dos jóvenes habían llegado a realizar su deseo...
A pesar de todo, no se desanimó la hechicera, proponiéndose por cualquier medio, conseguir que la extranjera fuera arrojada de la tribu. ¡Ya llegaría el momento en que se cumpliera su venganza! ¡Ella sabría esperar!
Pasó el tiempo. La felicidad de Ñasaindí y de Catupirí era cada día mayor. Ningún mal había alcanzado a la tribu y todos habían olvidado por completo los vaticinios de la malvada Cava­-Pitá.
Un niño, hijo de ambos jóvenes, llegó para hacer más grande y efectiva la diche de que gozaban. El pequeño Chirirí era dulce y bueno como su padre y tenaz como su padre.
Cuando tuvo edad de tener amigos, todos los niños de la tribu lo fueron de él y diariamente se los veía jugando en el bosque o en la costa del río, donde sentían gran placer en reunirse.
El cacique, orgulloso de su nieto, le había regalado un arco y una flecha hechos expresamente para él, y entre los momentos más felices de su vida se contaban aquellos en que salía con el niño a ejercitarlo en el manejo de dichas armas.
Todos vivían contentos en la tribu. Ya nadie consideraba a Ñasaindí como una extranjera a la que se debía despreciar, sino que, por el contrario, la joven, gracias a su bondad, se había granjeado la simpatía y el afecto de todos.
La única que conservaba el odio que por ella había sentido desde un principio era Cava-Pitá, para quien la idea de venganza se afianzaba a medida que pasaba el tiempo, y que no abandonaría hasta ver a Ñasaindí arrojada de la aldea como se lo propusiera desde un principio.
Tenía que convencer a la tribu de que la esposa de Catupirí bajo ese aspecto dulce y tierno encubría a una malvada enviada de Añá para hacer mal a la tribu y que sólo esperaba el momento oportuno para cumplir los mandatos del demonio.
Para convencerlos, decidió ensayar una nueva acusación.
Usando de sus sentimientos mezquinos y perversos divulgó la noticia de que el pequeño Chirirí se hallaba poseído por un mal espíritu, por el cual todos los niños que lo acompañaban en sus juegos estaban condenados a morir infaliblemente después de un corto tiempo.
La noticia corrió por la tribu con la velocidad del rayo y todas las madres, temerosas del trágico fin que podrían tener sus hijos, los retuvieron con ellas prohibiéndoles que se acercaran al pequeño Chirirí.
Sin embargo, esto no fue suficiente para la hechicera, ya que ella había querido levantar a toda la tribu contra la inocente Ñasaindí. En esa forma, considerándola culpable, la hubieran arrojado de la aldea indígena por temor al maleficio de que estaba poseída lo mismo que su hijo.
Como no consiguiera su propósito, decidió poner en práctica un plan diabólico con el que, estaba segura, se cumpliría con creces su venganza.
Preparó un brebaje dulce, exquisito, al que agregó una pequeña poción de activísimo veneno. Con zalamerías llamaba a los pequeños amigos de Chirirí y les daba a tomar el jarabe mortífero que ellos bebían golosos.
Poco les duraba el placer, porque poco tiempo más tarde morían entre las más espantosas contorsiones, envenenados por la infame hechicera.
Ignorantes las madres de la existencia del famoso jarabe, aceptaron como explicación de la muerte de sus hijos el maleficio del que suponían estaban poseídos el pequeño Chirirí y su madre, tal como lo predijera en tantas oportunidades la famosa Cava-Pitá.
Ya no les cupo la menor duda: la extranjera era una enviada de Añá, llegada a la comarca para causar la desgracia de la tribu de Marangatú.
Esta vez nadie dudó. Todos estuvieron en contra de Ñasaindí y de Catupirí, de quienes decidieron vengarse dando muerte a su hijito.
La hechicera no cabía en sí de gozo. Había pasado un tiempo muy largo antes de lograr su propósito, pero por fin consiguió que la tribu entera odiara a la intrusa.
Alentada por el triunfo fue levantando los ánimos de toldo en toldo, incitando a unos y a otros a dar muerte al pequeño Chirirí, único medio para librarse de los designios de Añá.
En un grupo encabezado por la perversa Cava-Pitá, blandiendo palos y lanzas, hombres y mujeres se dirigieron al toldo de Catupirí.
Llegaron, y tomando por la fuerza a los padres de la criatura, los llevaron al bosque donde los amarraron con fibras de caraguatá al tronco de un ñandubay para que fueran testigos impotentes de la muerte de su hijo.
La dulce Ñasaindí dejaba oír desgarradores sollozos, gritando su inocencia y pidiendo piedad para su pequeño Chirirí, mientras el valiente Catupirí hacía desesperados esfuerzos por librarse de las ligaduras. Pero era en vano. Buen cuidado habían tenido sus verdugos.
Mientras tanto, Cava-Pitá, la cruel y desalmada hechicera, saboreando el triunfo logrado después de tanto esperar, decidió ser ella misma quien diera muerte al pequeño, que, atado de pies y manos, yacía en el suelo, llorando y esforzándose por dejar sus manecitas en libertad.
Preparó el arco y la flecha envenenada, y cuando se disponía a arrojarla al niño, que lloraba ante sus padres desesperados, un ruido espantoso atronó el bosque y una lengua de fuego bajó desde el cielo, que se había oscurecido de pronto, y dejó fulminada a la perversa hechicera, que rodó por el suelo dando un grito de espanto. Los que presenciaban la escena vieron en esto un castigo de sus dioses justicieros a la maldad y a la envidia y, convencidos de su error, desataron a los padres de la criatura que aún se hallaba en el suelo, a poca distancia de ellos.
Ñasaindí corrió a levantar a su hijito, que medio desvanecido por el terror casi no podía moverse. Lo desató y lo abrazó estrechándolo contra su corazón, mientras las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas.
Con las cabezas gachas, avergonzados, con el paso vacilante, los que creyeron las calumnias de la perversa hechicera decidieron retornar a sus toldos, no sin antes dirigir una mirada triste al sitio donde el pequeño Chirirí estuviera momentos antes echadito en el suelo esperando la muerte de manos de la falsa y alevosa Cava-Pitá.
La sorpresa de todos fue muy grande cuando observaron que crecía en ese mismo lugar una planta nueva, desconocida hasta entonces.
La llamaron mandi-ó y en ella vieron la justicia de sus dioses buenos que sabían recompensar el bien y castigaban hasta con la muerte a los que procedían mal.
La mandi-ó, regalo de Tupá a los hombres para que les sirva de alimento, posee el dulce corazón de Ñasaindí y de Chirirí, y da, al que la come, fortaleza y energía, como era fuerte y enérgico el valiente y esforzado Catupirí.

Referencias
La mandi-ó (mandioca) es un arbusto originario de América, que abunda en la zona tropical. Mide de dos a tres metros de altura, tiene hojas palmeadas y de sus flores en racimos.
La raíz, un tubérculo blanco, grande y carnoso, contiene almidón, harina y tapioca. Es la parte comestible de la planta.
Existen dos clases de mandioca, una dulce y otra amarga. La primera, inofensiva, se puede comer asada o cocida sin ningún peligro.
La segunda, en cambio, es venenosa. Por eso, para comerla, es necesario, primero, tostarla, para que pierda sus propiedades nocivas. Luego se pulveriza.
Así se obtiene la harina que se conoce con el nombre de fariña y que constituye un alimento muy apreciado y de mucho consumo en el noreste argentino, en Brasil y en Paraguay.
Antes se conocía a la fariña con el nombre de harina de palo.
Los naturales fabricaban su vino, especie de chicha, de la mandioca. La masticaban y luego la hacían fermentar en agua.
El cultivo de la mandioca es antiquísimo.
Según algunos autores, los nativos ya la consumían antes de la llegada de los españoles. Otros, en cambio, aseguran que fue Santo Tomé quien les enseñó su cultivo y la forma de hacerla comestible e inofensiva.

Vocabulario
Ñasaindí: Luz de la luna.
Tipoy: Túnica de mujer, sin cuello y sin mangas.
Piquillín: Piquilín.
Caraguatá: Pita o agave.
Chumbé: Cinturón que usan las mujeres para ceñirse la cintura.
Tacuarembó: Mimbre.
Pindó: Palmera.
Isipó: Llana.
Maracaná: Guacamayo.
Ñandubay: Árbol que da una madera rojiza muy dura e incorruptible.
Cuñataí: Doncella.
Ruvichá: Cacique.
Sagua-á: Arisco.
Neí: Sí.
Aní: No.
Nuné: Puede ser.
Jhoriva, yerutí: Feliz, torcacita.
Roga: Casa, cabaña.
Cuimba-é: Muchachos.
Cambá: Personas negras.
Catupirí: Diestro, hábil.
Marangatú: Bueno, virtuoso.
Cava-Pitá: Avispa colorada.
Zuiñandí: Ceibo.
Irupé: Victoria regia.
Guasú: Venado.
Añá: Diablo, demonio.
Chirirí: Boyero.
Mandió: Mandioca.
Tupá: Dios bueno
¡Ma-era!: ¡Hola!

Fuente: Carmela Olivera

037 anonimo (guarani)