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jueves, 20 de diciembre de 2012

San antolín de bedón

Para explicar la fundación del monasterio de San Antolín de Bedón, fechado en el siglo XI y ubicado en uno de los lugares más pintorescos del oriente de Asturias, la leyenda deriva dos aventuras del conde Muñazán. Habla la primera de una cacería con epílogo en milagro; la otra, de un cri­men, floración de una pasión no precisamente santa. Am­bas, como mérito, suplen la carencia de partida de naci­miento del fundador dándole un nombre con ascendencia histórica: Munio Rodríguez Can.
Cuentan que cierto día el conde Muñazán perseguía una pieza de caza por aquellos contornos. Se trataba de un enorme jabalí salido de la espesura. El conde echó tras él el caballo, hízole correr vertiginosamente, inundándole de su­dor y bañándole de sangre los ijares. De pronto aparece el mar y la pieza entra huyendo en una cueva, hasta entonces ignorada. Siguióle el conde y vio la imagen de San Antolín alumbrada por misteriosa luz. Atribuyó el hallazgo a un aviso del cielo y mandó construir en aquel paraje un mo­nasterio en honor del Santo.
La otra narración, envuelta aún más en un halo de exo­tismo, es la que corre todavía hoy entre los lugareños acerca del conde don Munio.
Era el referido conde, hijo de don Rodrigo Álvarez de las Asturias, un hombre sanguinario y cruel que mataba en la guerra por el placer de matar y cazaba por el placer de verter sangre.
Perdido una noche tormentosa en un bosque, percibió una luz que salía de una cabaña. Se acercó y miró a través de una ventana entreabierta. En la estancia estaba una jo­ven de rodillas ante una tosca imagen. Sus cabellos trigue­ños, el cuerpo bellamente dibujado y sus grandes ojos ver­des despertaron en el libertino los más bajos instintos. La joven, sola en el mundo, esperaba, casi sin esperanza, el regreso de su prometido que había ido a guerrear contra el invasor de la patria: los moros.
Loco de deseos, el conde se lanzó contra la puerta y cayó como un halcón sobre la indefensa presa. Tras una breve lucha, la joven, sacando fuerzas de su flaqueza, de su deses­peración, logró desasirse del conde y huir a la oscuridad. Nada pudo hacer el conde, des-conocedor de los secretos del bosque. La joven había desaparecido.
Al rayar la aurora, busca su caballo y sale del bosque jurando venganza.
Pasan los días. Murlio recuerda su juramento y sale de su castillo en busca de la muchacha que tan malos recuerdos le despierta. Localiza la cabaña y se acerca cauteloso. Por la ventana observa una escena que le llena de ira: cogidos de la mano y radiantes de contento los rostros, la joven y un desconocido se miran a los ojos en un hermoso idilio; él, su prometido, llorado por muerto y esperado hasta la desespe­ración. Pronto un sacerdote uniría sus vidas.
Ruge el conde y dispara su ballesta. La joven cae con el corazón atravesado. Apenas su prometido intenta socorrer­la, cuando otro venablo le hiere de muerte y se desploma sobre el cadáver de su amada.
Pasado el momento de cólera, algo en la larvada concien­cia del conde comienza a bullirle. Huye despavorido, pero en vano. El recuerdo le persigue y una voz le aconseja y oprime constantemente, con un murmullo eterno: «... ¿qué te habían hecho?». Solo, en su cruel soledad, logra encon­trar su destino. Son palabras de otro ser, muerto injusta­mente, quien le hace recobrar la confianza: «Vete; vende cuanto tienes y dalo a los pobres.»
Y se decide a dedicar su patrimonio a la construcción de un cenobio, y así lo hace. El hacha tala el espeso bosque. En el mismo lugar donde estaba la choza surge el monaste­rio de San Antolín de Bedón. Y el conde, arrepentido, se enfunda el tosco hábito de monje[1].

Leyenda historica

0.100.3 anonimo (asturias) - 010




[1] MARTÍNEZ, E., El monasterio de San Antolín de Bedón, en RG, núm. 44, Madrid 1967, pp. 53-57.

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