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lunes, 3 de diciembre de 2012

Los dos papagayos

Sol salió de caza. En la floresta encontró un nido con dos papagayos tan peque­ños que apenas podían volar; sacándolos del nido, los llevó con él para criarlos. Eligió para sí el papagayo de plumas verdes más hermosas y regaló el otro a Luna [i], su compañero.
Los dos amigos alimentaban a los papa­gayos y se entretenían jugando con ellos. Extendían su dedo hacia las aves y también les enseñaban a hablar.
Pasaba el tiempo. Los papagayos crecieron y aprendieron a hablar como la gente, hasta que cierto día uno de ellos dijo al otro:
Estoy apenadísimo por nuestro pobre padre. Regresa cansado de sus cacerías y debe preparar su comida y la nuestra, sin poder descansar; ayudémosle, y así podrá reposar a su regreso.
Instantáneamente, los dos papagayos se convirtieron en dos muchachas. Comenzaron a preparar el almuerzo, y mientras una tra­bajaba, la otra vigilaba la entrada por si alguien llegaba de sorpresa, y poder avisar, si así ocurría, a su compañera para que ambas se volvieran de nuevo papagayos.
Al caer la tarde, Sol y Luna retornaron a la casa. A cierta distancia escucharon un ruido: pum-pum-pum... Sol acercó la oreja a la tierra y dijo al compañero:
-Parece que llega un animal grande como nunca hemos visto; viene trotando por ahí. ¡Marchemos rápidos!
A medida que se aproximaban a la casa, el pum-pum de las pisadas iba en aumento.
-¡No creo que sea animal! -dijo Luna. Parece golpe de mortero pisando maíz.
-Es cierto -dijo Sol. Y lo más raro es que el ruido viene de nuestra casa. Veamos quién está allí.
Cuando se hallaban a pocos pasos de la puerta de entrada, cesaron los golpes en el mortero.
Al entrar no vieron a nadie. Revolvieron todo: las cestas y hasta las brasas fueron removidas en busca de quién había preparado el almuerzo, cuando, de repente, se encon­traron con los dos papagayos, que, como de costumbre, estaban aferrados a una viga de madera, con los ojos muy abiertos y el pes­cuezo estirado para ver mejor.
No había nadie más.
-¿Serían los papagayos? -comentó Luna riendo. Y agregó: ¡Qué tontería! ¡El pa­pagayo no sabe hacer nada!
-Ni aunque quisiese podría -dijo Sol. ¡Ah!... ¡Mira! ¡Por aquí anduvo gente!...
Examinaron las pisadas humanas en el suelo de tierra. El misterio mayor era que las pi­sadas terminaban allí mismo; dentro de la casa, y que afuera no había rastro alguno.
Al día siguiente sucedió lo mismo. Sol y Luna escucharon, al volver de la cacería, el ruido del mortero donde se molía el maíz: pum-pum-pum.
Vuelta a buscar como en la tarde anterior. Encontraron de nuevo las pisadas, sin rastro alguno de gente. Examinaron todo; buscaron, y... ¡nada! Solamente los papagayos aga­rrados a la viga, mirándolos como si nada hubiese ocurrido.
Diariamente sucedió lo mismo. Cuando los dos compañeros se aproximaban a la casa, escuchaban el pum-pum-pum del mortero moliendo el maíz; pero al acercarse, todo igual: la comida lista, las huellas en el piso de tierra... y ¡nadie en la casa! Finalmente, Sol, cada vez más intrigado, dijo a su amigo Luna:
-Lo mejor será simular que vamos de caza. Escondámonos en el matorral y quedémonos a un costado de la casa. Cuando escuchemos el ruido en el mortero, entraremos corrien­do: yo, por la puerta de enfrente, y tú, por la del fondo.
Simularon ir de cacería. Llevaron sus arcos y sus flechas, dieron una vuelta por el ma­torral y regresaron al mismo sitio, por el fondo, escondiéndose entre los árboles del patio.
Al poco rato escucharon voces y risas procedentes de la casa, y luego el pum-pum del mortero donde se molía el maíz. En el mismo instante, Sol entró corriendo por la puerta de enfrente, y Luna, por la de atrás. Allí se en­contraron con las dos muchachas, que al verse descubiertas, sin pronunciar palabra, bajaron la cabeza y se sentaron, quietecitas.
Sol y Luna nunca habían visto muchachas tan bonitas como aquellas. Tenían la piel morena clara y los cabellos negros, lisos y lustrosos, tan largos que les llegaban a los tobillos.
Luna quiso hablar con ellas, pero Sol se lo impidió con un movimiento de la mano, pues el quería decir algo primero. Dirigiéndo­se a la que le parecía más hermosa, preguntó:
-¿Así que las dos nos preparaban la co­mida diariamente? ¿De dónde venís?
-Estábamos apenados de veros trabajar y tener además que cocinar al regreso y hacer todo lo demás... Por eso nos transformamos en seres humanos, y decidimos preparar la comida. Pero ahora...
-¡Ahora quedaos así, como personas! -di­jo Sol, radiante de satisfacción.
La muchacha respondió, sin levantar la cabeza:
  Decidan con cuál de las dos se quieren casar.
Sol respondió sin pestañear.
-Yo me caso contigo.
La muchacha, que había sido antes el pa­pagayo de Sol, exclamó riendo:
-¡Me has elegido por segunda vez!
Luna, compañero de Sol, se dirigió a la otra:
-¡Yo, contigo!
Se casaron y hasta hoy viven muy felices allá, en la casa de ambos. Dicen que por ser la casa pequeña para los cuatro, decidieron turnarse. Sol y su esposa ocupan la casa du­rante la noche, para dormir, y Luna, con la suya, la ocupan durante el día. Por eso Luna no duerme de noche y vaga dejando pasar las horas, para llegar a casa cuando su compa­ñero Sol se prepara para salir de caza con su arco y sus flechas.

0.020. anonimo (brasil) - 010




[i] En esta leyenda la Luna es de sexo masculino.

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