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martes, 18 de diciembre de 2012

El castillo de soberrón

Como en todo aquello que carece de partida de nacimien­to y como para suplir los girones de historia documentada abandonados en el camino, en torno al Castillo de Soberrón la mentalidad popular se ha entretenido en tejer narracio­nes que, reproducidas oralmente de una generación a otra, para hurtar el hastío al tiempo, llegan tímidamente a noso­tros.
Entre brumas de leyenda, la tradición asegura que los ro­manos, para batir a los difíciles astures, construyeron allí un «castillo roquero» que, en los fragosos días de la Recon­quista, nuestros mayores aprovecharon como baluarte. Por derroteros distintos, la Historia, documentalmente, cita las potestades de su valle [1] y refiere las ahumadas que allí se hacían, bien para anunciar a los habitantes de los contornos la presencia de normandos, bien para dar cuenta a las gen­tes de mar de la cercanía de las ballenas. María Luisa Castellanos [2] apunta otro servicio más del Soberrón: «Era el reloj de los ancianos que a las doce en punto ponían el suyo en hora». Sabían perfectamente que cuando daba el sol en la punta del «cuchillón» era el meridiano del día.
Amorosamente recostado en la falda del Cuera, el Sobe­rrón encierra en sus entrañas un variado y rico tesoro de leyendas. Nuestras pretensiones, ambiciosas como las de to­do escritor, estaban encaminadas a substraer todos esos en­voltorios de ensueño. No fue posible. Celoso, consciente de su riqueza, el Soberrón, tan pronto advirtió nuestra presen­cia, cerró con siete cerrojos sus arcas. A pesar de todo, nuestra aventura no fue estéril; de lo que pudo ser un ban­quete de narraciones legendarias todavía nos cabe el honor de ofrecer algunas muestras.
A la primera leyenda le caben comienzos de romance:

«Tiene unos ojos mi niña
que pueden llamarse soles,
hermosa como la estrella
que brilla más en la noche.
¡Ay de mí si la persiguen
cuantos suspiran amores!
Y ¡ay de mí si la ve el moro
cuando la vega recorre!»

Así exclamaba don Alfonso. Mas ya era tarde. Servanda, su esposa, la de los ojos de sol, desdeñando patria, religión y marido, había entregado la pasión de su amor al moro Abdallá. Don Alfonso persigue a su esposa que iba huyen­do a caballo con el moro. Cerca de Llanes logra darles vis­ta. Al pie del Soberrón, en las inmediaciones del castillo, el caballo de don Alfonso muere de cansancio. Desvalido, ja­deante, sumando arrestos, les grita:
-¡Servanda, Servanda, entrad ahí...!
Apresuradamente, los fugitivos logran el castillo. Apenas tras-ponen el umbral de la puerta, como si se produjera un gran terremoto, entre las carcajadas del moro, dama, caba­llero y castillo desaparecen. Luego, con el silencio, en alas del viento, llega una voz:
-«En castigo de tus culpas, aquí permanecerás por espa­cio de mil miles de años, perjura de tu Dios, perjura de tu patria, perjura de tu marido; alaba, no obstante, la clemencia del Omnipotente y procura borrar con lágrimas la mancha de tus pecados.»
Aturdido, don Alfonso, sólo vio la abertura de una cueva que desde entonces se llamó la «Cueva de la Mora».
En las variaciones atmosféricas salía de allí, dicen, una neblina que luego se expandía por todo el Valle de Mijares. Decían entonces las viejas:
-Ya está la princesa mora cociendo el pan...
La otra narración, menos conocida y también moralizan­te, continúa en el tiempo los avatares de Scrvanda. Su nom­bre, acaso como penitencia, quedó en el olvido. Ahora es la «mora encantada» que todos los años, en la amanecida de San Juan, sale a la puerta de la cueva de Soberrón a coser y bordar. Lo sabían los pastores del Cuera, pero por más que vigilaban sólo lograban oírla cantar.
Un día, al fin, aconteció lo maravilloso. Mientras un pas­tor apacentaba sus ovejas se le acercó un desconocido que le preguntó:
-¿De dónde eres, pastor?
-De Soberrón, señor; cerca de Llanes.
-En la Cueva de Soberrón -le dice don Alfonso- ten­go a mi esposa encantada. ¿Podrías llevarle este encargo?
-Como usted mande, señor.
El desconocido, don Alfonso, entregó al pastor un extra­ño pan de siete picos. Antes le recomendó encarecidamente que no lo comiese y lo que debía hacer y decir a la puerta de la cueva.
Cuidadosamente, el pastor recogió el pan y se encaminó a su casa. Buena hija de Eva, la esposa, ante la presencia del marido y del extraño envoltorio, no logró vencer la cu­riosidad:
-¿Para qué es este pan?
-No preguntes nada, y por nada del mundo se te ocurra empezarlo.
Muy de mañana, el pastor se acercó a la cueva. Como le habían indicado, recitó la formulilla:

«Sal, mora encantada,
que aquí hay quien te quiere ver;
yo te traigo un encarguito
que te servirá muy bien.»

Y le entregó el pan. Pero como su mujer le había comido un pico la noche anterior, la mora no pudo salir. Con todo, le dijo al pastor:
-Aquí tienes quincalla de oro; escoge tres cosas.
Pensando en su mujer, eligió unas tijeras, un peine y una cinta de seda. Díjole luego la mora:

«¡Maldito seas...!
No te faltarán
ovejas que trasquilar
ni sarna que rascar,
y el cuerpo de tu mujer
lo verás tronzar.»

Ignorante, sin haber sopesado el alcance de lo sucedido, marchó el pastor. Al llegar a la Vega de Soberrón quiso ver la longitud de la cinta y la ató por un extremo a un árbol. Éste quedó tronzado, como se hubiera tronzado el cuerpo de su mujer de haberla usado. Del otro vaticinio, «ovejas que trasquilar ni sarna que rascar», aseguran los ancianos del valle que nunca les faltó en la familia...
Sigue en Llanes el recuerdo de estas aventuras; las úni­cas, insistimos, que logramos arrancar del impenetrable mutismo de la rocosa mole, de las que fue insobornable tes­tigo el Soberrón. En sus entrañas, vigilados eternamente por Servanda, mil tesoros y aconteceres esperan, en bandeja del paisaje, un conquistador. Os lo decimos muy confidencialmente [3].

Leyenda mitologica

0.100.3 anonimo (asturias) - 010



[1] Archivo Histórico Nacional, secc. Clero, leg. 4 940.
[2] CASTELLANOS, M. L., Baluarte de gracia: Llanes, México 1963, p. 215.
[3] Referencias de Fernando Carrera, Emilio Pola y Manuel Maya; cfr. CASTELLANOS, M. L., o.c., pp. 215-216; Cuentos y Leyendas, colecc. Temas Llanes, núm. 17, Llanes 1981, pp. 111-114; LLANO, A., o.c., pp. 92-93.

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