Translate

martes, 18 de diciembre de 2012

Doña jimena

A decir verdad, Alfonso II gozaba de las simpatías gene­rales de sus súbditos. A los ovetenses, sin embargo, preocu­paba la soltería del monarca, sobre la que la fantasía popu­lar había urdido mil amores secretos. Hasta llegó a decirse que el rey había secretamente casado con Berta, hermana de Carlomagno, y que su castidad era hija del gran amor y fidelidad que a su esposa profesaba. Mas,

«cuéntase d'él en su historia,
que este noble Rey había
una muy hermosa hermana,
que como a sí la quería,
llamada doña Jimena...» [1]

Pese a la insistencia de los rumores, nadie en Oviedo aceptaba seriamente que doña Jimena sostuviera ilícitas re­laciones de amor. El recogimiento, las caridades y la piedad negaban lo que encubrían. Por si esto fuera poco, la prince­sa ya había manifestado a su hermano el deseo de profesar en la Orden de San Benito, lo que la colocaba fuera de toda sospecha. Con todo, un rumor cada día más fuerte empeza­ba a relacionarla con un niño al cuidado de unas dueñas que, de tiempo en tiempo, separadamente, visitaban una dama y un caballero, principales ellos; había llamado la atención el cuidado que ponían en recatar sus personas de la curiosidad de las gentes.
Los días de doña Jimena discurrían tranquilos. Las más de las tardes bordabá ornamentos para el culto de San Sal­vador, platicaba con damas de acrisolada virtud y algún que otro clérigo sobre asuntos espirituales o atendía a los muchos negocios de caridad que su hermano le tenía enco­mendados.
Ya la habían dejado sus amistades y viajaba por la región del ensueño cuando unos leves golpecitos, producidos en una de las puertas, la trajeron a la realidad; delante de ella, como cosa de pesadilla, su primo y pretendiente don Ordo­ño. Tras unos instantes de vacilación, recuperado el domi­nio sobre sí misma, dijo:
-Osado sois, don Ordoño, atreviéndoos a llegar a mis aposentos.
-¿Acaso no fuisteis vos misma quien me ha dado entra­da? -opuso él.
-¿Qué queréis decir? -preguntó ella con recelo.
-Nada que pueda molestaros; habéis hecho bien en abrirme por si algún riesgo amenazara vuestro honor en esta soledad... Al tiempo, pláceme que me recibáis de ma­nera tan reservada para reiteraros mi promesa de amor.
-Habéis de saber, don Ordoño, que mi honor no precisa de guardianes y, por lo que se refiere a vuestro amor, de sobra sabéis que mi vida está destinada a Dios.
Riendo burlonamente, argumentó el caballero:
-Vuestras inclinaciones repentinas, prima, tienen mu­cho de excusa con vuestro hermano y conmigo. Yo no qui­siera saber que otro amor os impida amarme, toda vez que otra causa no se me alcanza.
Fue entonces cuando la dama señaló imperativamente la puerta con el índice, extendiendo el brazo derecho.
-No será sin que sepa antes el nombre de mi rival..., si es que lo tiene.
-Lo tiene y de muy limpio linaje -repuso ella con aire retador.
-¡Su nombre! -requirió él, destemplado.
-Os haría temblar. ¡Salid!
Don Sancho Díaz, conde de Saldaña, caballero muy prin­cipal de la corte asturiana, llegaba en aquel preciso momen­to a la puerta de la estancia. La fuerza de la conversación le movió a escucharla:
-Decidme su nombre -tornó a requerir don Ordoño­o advertiré al rey del engaño en que vive.
-Por Dios que no haréis tal cosa -clamó, suplicante, doña Jímena. Si sois caballero no os atreveréis a pertur­bar la paz de mi existencia.
-Mi corazón, señora, clama venganza; si mi rival es ca­ballero ha de discutir con la espada tamaña burla; mas pienso que vuestro amante no será caballero, sino un mal nacido y de la más baja condición.
-¡Frena tu lengua, don Ordoño, o vive Dios que os la arranco! -requirió, violento, el de Saldaña, saliendo al cen­tro de la sala.
-¡Santo Dios, el de Saldaña! -exclamó desconcertado don Ordoño.
-¡El mismo!; y vengo a exigiros cuentas de las injuriosas palabras que usasteis con mi esposa, que, a la postre, espo­so soy y no amante de doña Jimena. Mal nacido y de peor condición sólo es el que afrenta a una dama...
-Me ofendéis, don Sancho... Parece que olvidáis que ha­blaba con mi prima.
-Que a las veces es mi esposa -interrumpió el de Sal­daña, y espero que mañana, al alba, nos veamos tras la basílica de San Julián. Ahora, marchaos.
Faltóle tiempo a don Ordoño para encontrar a su primo Alfonso el Casto, en tanto que don Sancho intentaba en vano consolar a su esposa.
Tan pronto como el monarca oyó la relación de su primo, con la cólera en el espíritu quiso saber por sí mismo de la verdad de la denuncia, acompañado de su guardia perso­nal. Irrumpió violentamente en la estancia, sorprendiendo a los amantes en íntimo coloquio. Ante la presencia del sobe­rano quedaron atónitos los esposos; mudo de indignación quedóse el rey al comprobar con chispeantes ojos lo que en su propia casa acaecía. Hizo un gesto el de Saldaña, cual si pretendiera, suplicante, acercarse al monarca; pero inter­pretándolo don Alfonso como atentatorio a su persona, gritó:
-¡A mí, el rey!
Cuatro guardas armados penetraron en la sala.
-Maniatad a ese hombre y llevadle preso -ordenó. Mientras los soldados cumplían el regio mandato, Jimena corrió a postrarse ante su hermano:
-¡Perdón!... ¡Perdón, mi señor!... ¡Perdón por el silencio y perdón por nuestro hijo!... ¡Por vuestro sobrino, señor!...
Como reguero de pólvora corrieron los sucesos por toda la ciudad entremezclados con el perejil de la fantasía popu­lar que no dejaba de urdir misteriosos y contradictorios acontecimientos. Los ovetenses perdieron el sosiego.
Se murmuraba, se susurraba, se decía... que doña Jime­na había salido a medianoche de palacio y que estaba ence­rrada en algún convento; que en las inmediaciones de la basílica de San Julián había aparecido el cadáver de don Ordoño, el primo del rey; que don Sancho Díaz, cargado de cadenas, había salido para el castillo de Luna; que el monarca había prohijado a un niño que cuidaban unas due­ñas en las afueras de la ciudad, que era su sobrino...
La tradición asturiana asegura que aquel niño llegaría a ser el muy noble y grande caballero Bernardo del Carpio [2].

Leyenda historica

0.100.3 anonimo (asturias) - 010




[1] GONZÁLEZ GARCÍA, V. J., Bernardo del Carpio, Oviedo 1960, p. 64.
[2] MIGUEL VIGIL, C., Asturias Monumental, Epigráfca y Diplomática, texto, Oviedo 1887, p. 134; CABAL, C., o.c., pp, 480-481; GARCIA DE DIEGO, V., o.c., pp. 170-176

No hay comentarios:

Publicar un comentario