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martes, 18 de diciembre de 2012

Darás posada a los pobres

Escondido tras el follaje de una exuberante vegetación y adormecido a la sombra de las montañas, se halla el pueblo del Condado, municipio de Laviana, arrullado por la sem­piterna cantinela del Nalón que se desliza perezosamente, como deleitándose en las caricias de la feraz vega. En el espejo de sus aguas saltan risas y suspiros de hermosas xa­nas que, cantando, en las luminarias mañaneras de San Juan, peinan sus cabellos de oro.
El Condado tiene su origen en el año 856 y debe su fun­dación al rey Ordoño I, al decir de la tradición. Conserva del pasado el torreón romano, las ruinas de la leprosería de San Lázaro de Colmillera y la casa-palacio de recios muros, ancha portalada y alegre solana, lar de esta aleccionadora leyenda.
Vivía en esta casa solariega un noble caballero, dueño y señor de vidas y haciendas. En la principal fachada cam­peaban los gloriosos escudos con que los reyes habían re­compensado los servicios de sus antepasados.
Ocurrió una noche de cruel invierno. Los vientos azota­ban con violencia las paredes; el aullido de los lobos erizaba los cabellos. Hay nieve. Cuando más arreciaban los gemi­dos del viento, haciendo crujir puertas y ventanas, dejáron­se oír unos recios golpes en los portones palaciegos. Saltó el hidalgo con presteza del lecho y se asomó a la ventana. Un anciano, cubierto de harapos, muerto de frío y de angustia, suplica por Dios albergue para aquella noche.
Por respuesta, el seco sonido de una ventana al cerrarse con brusquedad. Luego, silencio.
Pocos días después organizaba el hidalgo una cacería a la que eran invitados los infanzones del valle.
Subían ya la pronunciada ladera que conduce a Peña­ mayor. La nieve, espesa, hace penoso y lento el caminar. El hidalgo del Condado, a quien apasiona la caza, habíase se­parado de sus compa-ñeros en persecución de una hermosa pieza. Caía la noche. Al verse en la imposibilidad de reunir­se con sus amigos, decide pasar la noche en una aldea, a escasa distancia de aquel lugar. Encaminóse a la primera casa y llamó a la puerta, sin obtener respuesta. Lo mismo pasó en las demás. Unicamente en una vio una cabeza aso­mada a una ventana, que luego se cerraría con estrépito. Luego, sólo los pasos y el piafar inquieto de su caballo.
Aléjase con la esperanza de hallar otra aldea, mientras juraba terribles maldiciones de venganza. Las tinieblas ha­bían invadido el suelo; la fatiga va minando ya sus fuerzas cuando, de pronto, se estremece de terror al sentir el tétrico aullido de los lobos que, hambrientos y desafiantes, acechan a su presa.
-¡Señor, no me abandones! -musitó ahogadamente.
Ve, entonces, ante él una blanca figura, cubierta con tú­nica, rasgadas frente y manos por horribles heridas, que dulcemente le reprocha:
-¿Por qué me llamas ahora, tú que rechazas al que en mi nombre a ti acude?
-¡Perdón, Señor, perdón...! -acierta a balbucir el infe­liz, cayendo en tierra.
Un rayo de luz hiere su retina y abre los ojos. Mira en torno suyo y comprueba con asombro, que se halla en una iglesia. Entonces, en un arranque de sinceridad, postróse de rodillas para dar gracias a Dios por haberle salvado. Una voz sosegada, la del Santo Cristo, dando respuesta a la pregaria, le susurra:
-¡Que la paz sea contigo!
Comentaban, días más tarde, extrañados, los lugareños del Condado el cambio brusco que, sin causa aparente que lo justificara, se había obrado en su señor. El motivo de aquellos comentarios era el ver desaparecidos de la casona solariega los gloriosos escudos, y en su lugar una tosca ins­cripción en el dintel de la ventana:

«Auxilium meum a Domino
Qui fecit coelum el terram».
(PSAL. 120)

Bajo otra que, no hacía mucho tiempo, se había cerrado con estrépito tras un pobre mendigo que, temblando de frío v soledad, pedía humilde cobijo para una noche, había la­brado esta sentencia:

«Dará posada a los pobres
El que habitara esta casa,
Y no la ocupe ni herede
El que no quisiera darla».
(AÑO 1725)

Y cuenta la tradición que nunca viajero alguno encontró cerradas las puertas de la orgullosa casona [1].

Leyenda religiosa

0.100.3 anonimo (asturias) - 010




[1] Nos relató la leyenda, el 12 de agosto de 1961, don Joaquín Iglesias González, de tan grata recordanza, canónigo peniterciario de Covadonga, natural del Condado. También nos aportaron datos don Luciano López García-Jove y don Gumersindo Castaño. Tal como aparece la narración, no hay relación cronológica entre hecho legendario y epigrafia; mas prefe­rimos ser fieles al dictado popular, sin aliños o aditamentos, siempre perju­diciales en estos casos.

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