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lunes, 8 de octubre de 2012

Un tolones a la fuerza

La última gran gesta de la rivalidad entre Francia e Inglaterra la constituyó la campaña naval de Nelson contra Na­poleón que había de culminar en la deci­siva batalla de Trafalgar, el 21 de octubre de 1805, y con la que la hegemonía ingle­sa en los mares quedaría establecida has­ta bien entrado el siglo XX.

En una callejuela de Tolón, cercana al Arsenal, existía hace algunos años una modesta tienda que vendía aparejos, cor­dajes y toda clase de artículos marineros. Sobre la puerta de entrada se leía el si­guiente rótulo:

«Beresford de Plymouth»
(Casa fundada en 1812)

Siempre había algún curioso que se asombraba al descubrir ese nombre in­glés y ese lugar de procedencia británica, y asimismo siempre había algún tendero vecino que sin sacarse la pipa de la boca, sentado en el umbral de su botica, explica­ba con firmeza:
-Los Beresford, pues claro que son in­gleses, ingleses de pura cepa. Pero el va­liente de Octave Bouilladis les obligó a nacionalizarse franceses tiempo atrás.
Esa explicación presagiaba alguna his­toria y no costaba mucho persuadir al to­lonés para que la contara:
Bouilladis, tolonés de nacimiento, era un veterano contramaestre de la marina real. A raíz de la Revolución, muchos ofi­ciales de marina emigraron y las naves quedaron desprovistas de mandos. Esa circunstancia hizo que Bouilladis fuera nombrado alférez a bordo de la fragata Ondina. Se trataba de una fragata perte­neciente a la flota que, en 1798, había transportado al general Bonaparte y a su ejército rumbo a Egipto.
La escuadra, una vez cumplida su mi­sión, navegaba ante las costas africanas cuando se vio rodeada por el almirante Nelson a la altura de Abukir, y tras feroz combate acabó destruida.
La Ondina figuró entre las escasas na­ves que lograron huir del desastre. Finali­zada la campaña de Egipto, regresó a su base naval, Tolón.
Octave Bouilladis carecía de los cono­cimientos técnicos que se exigen a todos los oficiales de marina; por eso, a pesar de su eficacia en cualquier maniobra que re­quiriera su presencia, Bouilladis no podía pasar de un rango subalterno. Se entregó resueltamente al estudio. Las ecuaciones y los cálculos le producían vértigos, la cosmografía le aturdía y la balística le sumía en abismos de perplejidad. ¡Dian­tre! Bouilladis sabía prever perfectamen­te una tempestad cuando aún no parecía haber ningún indicio; entendía mejor que nadie el arte de plegar y desplegar ve­las; podía gobernar el timón sin torcer el rumbo; sabía guiarse por las estrellas; era capaz de dirigir el tiro de un cañón y colocar la bala en el lugar apuntado, y has­ta manejaba el hacha de abordaje. En re­sumen, Bouilladis era un experto lobo de mar pero cuando se veía obligado a descri­bir las leyes de resistencia o calcular las trayectorias, naufra-gaba.
Hubo que esperar a finales de 1804 para que el almirante Villeneuve, que tenía ba­jo su mando la escuadra de Tolón, pudie­ra proponerlo como merecedor del grado de teniente de navío. Villeneuve sentía honda amistad por el alférez Bouilladis, apreciaba su valor en el mar y reconocía sus afanes en el estudio.
Fue un gran día para Octave y experi­mentó cierto orgullo cuando la documen­tación de su ascenso llegó de París. No era sólo una satisfacción de carrera. Bouilla­dis sentía por la encantadora señorita Hortense Pescadour un afecto muy vivo. Sin embargo, Hortense era hija de un ar­mador, que consideraba que un alférez, sobre todo un alférez de cuarenta años, no presentaba ningún interés como yerno.
¡Teniente de navío ya es otra cosa! Oc­tave mandó que le cosieran el galón de su nuevo grado y apenas hubieron termina­do, se encaminó hacia la casa del armador Pescadour en uniforme de gala, dispuesto a hacer su petición oficial. Fue bien reci­bido. Desde ahora, Bouilladis era el novio oficial de la morena Hortense, y la familia fijó la boda para el mes de mayo.
¡Pero ay! Un marino no es dueño de su vida. Súbitamente, en enero, la escua­dra de Villeneuve recibió la orden de apa­rejar. Debía zarpar con rumbo desconoci­do pues el Emperador no acostumbraba a revelar sus proyectos. Quedó decidido que tras inflingir a los ingleses la lección que se merecían, Bouilladis pediría un permi­so y entonces se celebraría el matrimonio.
La Ondina, junto con el resto de la es­cuadra, se hizo a la mar. Había vientos contrarios, se desencadenó una tempestad en el Mediterráneo y no quedó más reme­dio que regresar a Tolón. Hubo que espe­rar a que amainase el viento para empren­der una nueva tentativa. Octave, a pesar de su inclinación por el mar y su deseo de medirse con el enemigo, no se impacientó ante esta demora que le permitió seguir al lado de su Hortense. Sin embargo, el mar terminó por calmarse, se apaciguó el mistral y la escuadra, esta vez definitiva­mente, zarpó hacia su destino.
Cruzó el estrecho de Gibraltar, llegó a las Antillas y luego volvió a las costas de España. El almirante cometió la torpeza de ir a fondear delante del Ferrol y pronto se supo que con esa maniobra había arrui­nado los planes de Napoleón. Napoleón había proyectado con-centrar toda su flota, despejar el canal de la Mancha e invadir Inglaterra con los ciento veinte mil hom­bres que esperaban acuarte-lados en Bou­logne.
Cálculos tan complejos no figuran en­tre las preocupaciones de un simple te­niente de navío, por consiguiente en esta historia prescin-diremos de ellos.
En octubre la escuadra de Villeneuve, tras una imperativa orden de París, aban­donó su bloqueo del Ferrol para regresar al Mediterrá-neo. El 21 de ese mismo mes se enfrentó con Nelson y su flota a la al­tura de Trafalgar.
El combate fue uno de los más terribles que hayan pasado a la historia. Nelson cayó mortalmente herido, pero la escua­dra francesa sufrió una derrota sangrien­ta. Desarbolada, agujereada de lado a la­do por las balas inglesas, tras haber perdi­do a media dotación, la Ondina se hundió pasto de las llamas.
Bouilladis nunca abandonó su puesto de combate y cuando desapareció tragado por el oleaje, su último pensamiento voló hacia la hermosa morena que vivía en Tolón.
Sin embargo no se ahogó, sino que fue a enredarse en una estacha que colgaba del costado de una nave británica. Mien­tras los marineros enemigos le izaban a bordo, recuperó la conciencia.
Octave descubrió en cubierta a unos cincuenta marineros y oficiales franceses que habían sufrido su misma suerte, y todos juntos fueron encerrados en la cala. Una vez terminado el combate y destruida o dispersa la flota francesa, la nave de los ingleses donde viajaba Octave largó ve­las rumbo a Gibraltar. Allí desembarca­ron los prisioneros. Los oficiales queda­ron recluidos en unas casamatas cuyas paredes eran la misma roca viva del pe­ñón, fortaleza inexpugnable, llave del Me­diterráneo.
¡Qué días más tristes pasó Octave allí encerrado! Acostumbrado a la brisa de al­ta mar o al sol de Provenza, languidecía en su angosta y oscura celda. Su melanco­lía se convertía en desesperación cuando recordaba a la mujer que le estaría espe­rando y que quizás -pues aún no podía escribirle- le creería muerto en Trafal­gar.
Gracias a nuevos prisioneros que llega­ban a las casamatas o escuchando trozos de conversaciones de los soldados que les custodiaban, los detenidos de Gibraltar podían enterarse de vez en cuando, y con muchas semanas de retraso, de lo que es­taba ocurriendo en el mundo exterior. Así supieron que el Emperador había entrado en Viena y que había vencido a la coali­ción en Austerlitz.
Los prisioneros acogieron la noticia con un gozo lleno de esperanzas.
-¡Nos va a liberar! -exclamó Bouilla­dis.
Pasaron los meses. Seguían los rumores de gloriosos tratados y de nuevas victo­rias, pero nada se decía de liberación. ¿Un olvido quizás? Octave decidió subsanarlo. Su matrimonio era un asunto que no tole­raba más dilaciones. Se evadió...
Con ayuda de una cuerda fabricada pa­cientemente a base de jirones de tela, se deslizó por el peñón. Era hombre ágil y no tenía miedo del vértigo; después de subir tantas veces por los obenques y en­caramarse a las vergas, el vacío no le asus­taba. Su improvisada escala fue a dar a una plataforma y en la plataforma vigila­ba un centinela inglés. El centinela dio la alarma. Octave regresó al calabozo a pun­ta de bayoneta.
Semanas, meses, años, volvieron a des­granar su melancólica cuenta.
Un día, los prisioneros recibieron el avi­so de liar sus escasos bártulos. ¿Llegaba por fin la liberación? Precisamente Boui­lladis estaba leyendo una carta reciente de Tolón en la que Hortense le decía lo mal que soportaba aquella interminable espera.
Los oficiales se encontraron reunidos en un muelle, y junto a ellos una multitud de prisioneros miserables, demacrados y extenuados, marineros y soldados desem­barcados de los pontones anclados en la rada. Una goleta les esperaba. Octave se enteró de que no se trataba de la libertad, sino de un cambio de prisión y que la ex­pedición llevaba rumbo a los pontones de Cádiz. España había entrado en guerra con Francia. De ahora en adelante todos los prisioneros quedarían recluidos en Cá­diz. Cabe imaginar cuál fue el desconsue­lo del teniente de navío Bouilladis. No obstante, con el desconsuelo se reafirma­ron aún más sus intenciones de fuga.
Al llegar a la rada de Cádiz, Bouilladis divisó los pontones que iban a ser su nue­va residencia. Reconoció antiguas naves francesas y españolas, arrasadas, sucias, lamentables. Una de ellas, el Castilla la Vieja, había sido asignada como cárcel para los oficiales. Octave comprendió que ahí dentro sería más estrecha la vigilan­cia y que si pensaba en fugarse, le conve­nía pasar desapercibido. Aprovechó pues la confusión reinante del desembarco para arrancarse los galones que aún lucía su uniforme y se introdujo subrepticia-men­te en las filas de los marineros ordina­rios.
En calidad de tal fue trasladado a bor­do del pontón Plutón. Una vez instalado, Octave comenzó a examinar el lugar.
La verdad es que constituía un espec­táculo horripilante y poco tran-quilizador. Los pontones son un oprobio eterno para quien los inventó: pertenecen a ese sis­tema de torturas científicas calculadas sin piedad alguna.
No había jergones ni colchonetas. Los hombres se acumulaban en el sollado y en los pañoles y, de noche, tenían que acostarse por el suelo, tapándose con una manta miserable, suponiendo que la tu­vieran, tan apretados unos contra otros que no podían darse vuelta sin chocar bruscamente con el vecino.
Octave se sintió desfallecer al ver la co­mida que les daban, y eso que en las casa­matas de Gibraltar ya estaba acostumbra­do a una bazofia abominable. Un cocido maloliente compuesto de carne podrida y lentejas pasadas era el único alimento que llenaba su escudilla, además de un pe­dazo de pan negro, enmohecido. Para ayu­dar a tragarse esa porquería, no tenía a su disposición más que agua corrompida y nauseabunda.
-¡Vamos, hombre! Si hoy es fiesta -le dijo un granadero veterano que esta­ba sentado a su lado, en el suelo, y que in­gería su ración con filosofía. Lo normal -añadió, es que den manteca rancia y arroz con cucarachas.
En esas condiciones, resulta natural que los prisioneros parecieran espectros. Impresionado, Bouilladis pensó: ¿dónde he ido a parar? Todos estaban más o me­nos enfermos y cada día morían unos veinte por pontón. Se arrojaban los cadá­veres al agua y eso explica que la rada de Cádiz despidiera relentes pestilenciales, que incrementaban el horror de la vida prisionera.
No era raro que aquella gente, marinos, soldados, húsares, artilleros, veteranos o reclutas, viviera con expresión taciturna. Por ejemplo, Octave quedó estupefacto al ver pasar a un soldado perteneciente al cuerpo de cazadores de la guardia napo­leónica según indicaban los restos de su uniforme, que iba soltando carcaja das al tiempo que daba saltitos y palmadas. No tardó en entenderlo el tolonés: aquel sol­dado estaba loco. A bordo del Plutón ha­bía ya unos diez más que se hallaban en iguales condiciones de infortunio. El régi­men abominable, los malos tratos y los días de castigo en la cala donde se estan­caba un cieno repugnante, les había per­turbado.
«Me escaparé, palabra de Bouilladis, pensaba el teniente de navío, o pereceré en el intento antes de quedarme aquí»
Parecía más difícil evadirse de los pon­tones que de una casamata de Gibraltar. Las portañolas estaban todas provistas de barrotes de hierro cuya solidez era com­probada regularmente por las rondas de guardia. En el puente un cordón de centi­nelas vigilaba día y noche, con orden de disparar sobre cualquiera que no se en­contrara en el sitio que debía ocupar. Ad­mitiendo incluso que se pudiera salir del pontón de uno u otro modo, no era una gran ventaja. Todas las orillas de la rada tenían la vigilancia organizada mediante pequeños piquetes establecidos a corta distancia entre sí. Por lo que respecta al mar, cinco grandes navíos de guerra bri­tánicos se repartían en la bocana-constan­temente atentos a cualquier anomalía. Lo más seguro es que también por alta mar navegasen cruceros de guardia. Estas úl­timas precauciones respondían a la even­tualidad de un posible ataque de las na­ves francesas, al ser Cádiz por entonces punto de reunión de la Junta central, con­tra la que Napoleón luchaba. ¿No estaba el mariscal Soult asediando la ciudad?
Por una parte la disentería, el escorbu­to, el tifus, la vida cotidiana insoportable, por el otro la muerte posible y hasta pro­bable o la libertad, Tolón, Hortense. La verdad es que no había lugar a dudas y Octave no lo dudó ni un instante.
Emprender a solas esa evasión resulta­ba casi irrealizable y por lo demás Octave quería que sus compañeros de infortunio se aprovechasen del ingenio que nunca faltaba en sus proyectos. Se trataba de en­contrar colaboradores seguros, audaces, prácticos; en una palabra, gente como él. Octave se propuso reclutarlos.
Iba a bajar por la escala que llevaba al sollado cuando chocó con un muchacho gordo en otros tiempos, que subía. Deci­mos «gordo en otros tiempos» porque éste estaba flaco como los demás, pero sus ha­rapos flotaban en torno a su cuerpo y la piel de sus mejillas colgaba fláccida como un odre vacío.
El ex-gordo abrió la boca para soltar la retahila de improperios, pues la desgracia agria el carácter humano, cuando su ros­tro mudó de expresión y, tragándose los insultos, exclamó alborozado:
-Usted, coman...
Octave le asió el brazo y se lo retorció.
-¡Cállate, imbécil! -le espetó en plena cara. Aquí figura que soy un simple marinero igual que tú. ¿No te das cuenta?
-Perdón... disculpe... com...
Esta vez fue Octave quien dejó escapar una imprecación.
-¿No entiendes lo que te estoy dicien­do? Tutéame, cretino, y llámame Octave.
El marinero obedeció torpemente. Era Marius Fornas, un mozo de Hyéres, ex-ar­tillero a bordo de la Ondina, pescado tam­bién por los ingleses en Trafalgar, aunque luego no pasase por Gibraltar. Bouilladis le tenía en buen concepto, así que en se­guida decidió incorporarle a su proyecta­da evasión.
-Tú que conoces a los compañeros, se­ñálame a los que creas que son de confian­za -le dijo el teniente de navío a Marius, una vez explicadas sus intenciones.
Fornas se rascó la cabeza.
-Está Olive llamado el Piernas Largas, -dijo tras meditar un rato, es un húsar pero astuto como un marino, y además es de Tolón.
Fueron en busca de Olive, llamado Pier­nas Largas. Le encontraron en un rincón del sollado, junto a la santabárbara; se en­tretenía activamente esculpiendo una ca­beza de inglés en un pedazo de madera, con ayuda de un viejo cuchillo. Ese cuchi­llo, objeto muy valioso en un pontón don­de todo utensilio cortante estaba riguro­samente prohibido, era un regalo del can­tinero español que ocupaba la santabárba­ra, transformada en tienda que, a pre­cios exorbitantes, vendía artículos infec­tos que complementaban el rancho ordi­nario.
Sin necesidad de muchas explicaciones, el húsar comprendió de qué se trataba.
-Vaya, vaya -dijo contemplando su tarea con aire de experto y luego, alzando la vista hacia Octave como si quisiera juz­garle, añadió: ¡de acuerdo!
Pero, de repente, cambió de actitud, brincó sobre sus larguísimas piernas en­fundadas en las botas y sus ojos comen­zaron a agitarse terroríficos.
-¡Adelante, carguen! ¡No me cerra­réis el paso, malditos marinos! ¡Vamos, desenvainad! Pandilla de...
No supieron a qué pandilla se refería pues, sosegadamente, el húsar volvió a sentarse y reanudó su ocupación. No obs­tante se dignó aclarar lo sucedido.
-No hagáis caso. Es para despistar a los soldados españoles. Hago ver que es­toy mal de la cabeza. Entendéis, es mejor, así no me molestan tanto.
Octave fijó en veinte la cantidad de quienes compartirían su suerte. Una vez reclutados, bajo el consentimiento de Piernas Largas o de Fornas, según proce­dieran de los ejércitos de tierra o de los ejércitos de mar, aunque todos nacidos en alguna provincia meridional (el de más al norte era de Arles), se pusieron manos a la obra.
Aserrar los barrotes de una de las por­tañolas era imposible, el chirrido del hie­rro hubiera alertado a los centinelas que, como ya hemos dicho, examinaban con regularidad esos barrotes. Parecía más aconsejable abrir un agujero en el mismo mamparo de la nave, y la única dificultad consistía en no equivocarse de lugar: si hacían el agujero demasiado arriba, los verían al salir; además, había que echarse al agua y una zambullida siempre se oye. Tampoco convenía perforar el mamparo por debajo de la línea de flotación pues en­tonces zozobraría el pontón.
Octave se pasó todo un día muy intere­sado por las diversas basuras que flotaban en el agua de la rada. Apenas se movió de la aleta de estribor, como si el espectácu­lo le absorbiera, fijándose en la barcaza que debía usar el cantinero para ir a tie­rra. Esa barcaza casi nunca se movía de allí. Flotaba amarrada al pontón, mien­tras que el abastecimiento cotidiano lle­gaba mediante botes que pertenecían al puerto. Era una embarcación muy pesada que requería al menos tres pares de re­mos para su maniobra, y el cantinero, hombre terriblemente perezoso, prefería utilizar los botes cuando se trasladaba al muelle.
Cayó la noche. Octave ya tenía calcula­do el sitio por donde había que horadar el mamparo. Sería detrás de la cantina, unos metros antes del castillo de popa. Un mon­tón de sacos de provisiones servirían para disimular las operaciones. Ese sitio tenía la ventaja de ser el rincón reservado para Piernas Largas, que lo defendía enérgi­camente contra cualquier intruso. Por consiguiente parecía muy natural que se moviera por allí e incluso en compañía de algunos amigos.
Comenzaron preparando las herramien­tas: eran bastante rudimentarias; ade­más del cuchillo de Piernas Largas, la pie­za esencial, no se habían podido reunir más que algunas escasas navajitas guar­dadas fraudulentamente, todas más o me­nos melladas, y algunos clavos herrum­brosos. Octave tuvo la genial idea de fabri­car sierras mediante arcos de toneles pre­viamente afilados por los bordes. Una vez organizado este taller, empezaron a traba­jar. De noche operaban disimulados por los sacos que, de día, servían para tapar la tarea realizada. En cuanto a las astillas que saltaban, se guardaban en los bolsi­llos y, tras mil precauciones, se arrojaban al mar.
Fue una operación penosa, el roble de los mamparos era grueso y muy duro, y los instrumentos muy deficientes. La la­bor más ardua, y que estuvo a punto de llevarles al fracaso, fue vencer la lámina de cobre que forraba las carenas de los barcos y que ofrecía gran resistencia.
Por fin, una noche, a través del orificio abierto pudieron divisar la rada de Cá­diz, iluminada por la luna. Sólo faltaba ensanchar el agujero para que pudiera pa­sar un hombre.
Hubo que esperar unas cuantas noches más a fin de aprovechar la abertura, pues convenía que no hubiera luna; los conju­rados pasaron horas febriles: a cada mo­mento temían que una ronda descubriera la perforación, o que el cantinero quitara los sacos, o que los hombres del bote al pasar por el costado notasen la hendidu­ra. Nada sucedió.
Llegó la noche señalada. Octave mur­muró una palabra que veinte oídos reco­gieron y, después del cubrefuego, los due­ños de estos oídos se echaron a dormir to­dos juntos como por casualidad en el rin­cón del sollado cercano a la cantina, que ocupaba Piernas Largas.
Reinaba la más completa oscuridad en la rada. No había luna y las nubes bajas velaban hasta el resplandor de las estre­llas. Por si fuera poco, el tiempo amenaza­ba con tormenta. Esperaron hasta las on­ce, hora elegida, después del relevo de los centinelas. Quedamente Bouilladis se le­vantó y, en un soplo dio la orden su­prema:
-¡Obedecedme ciegamente sin pedir explicaciones y silencio!
Se deslizó detrás de los sacos: ante él se abría el agujero. Asomó la cabeza y ob­servó en tensión: no se veía a dos metros. Únicamente se vislumbraban en la orilla algunas luces, las de los puestos de guar­dia, pero en dirección a la bocana no apa­recía ningún fanal. Las naves estaban a oscuras. Todo era silencio, negro y espe­so, interrumpido a ratos por el grito mo­nótono de los centinelas que pasaban ron­da, lanzándose la contraseña.
Con infinitas precauciones, Octave se dejó caer al agua que apenas distaba un metro del agujero.
Le bastaron unas pocas brazadas, pro­curando nadar entre dos aguas, para al­canzar la barcaza. Cortó la amarra de la embarcación con el cuchillo de Piernas Largas y, sujetando la cuerda entre los dientes, regresó al pontón remolcando la pesada barca.
Al llegar bajo el orificio, distinguió la silueta de Piernas Largas. Con prudencia, el húsar se deslizó al interior de la em­barcación. Los diecinueve restantes le si­guieron. De momento, la empresa se lle­vaba a cabo siguiendo las instrucciones de Bouilladis, que se aseguró de que los cen­tinelas no hubiesen podido oír el choque de los pies desnudos de los prisioneros al saltar a la barca. Llevaban además dos sa­cos repletos de trapos, que tenían que ser­vir para forrar las palas de los remos, a fin de remar sin ruido. Las forraron, to­dos sus movimientos se realizaban con prisa pero en el mayor silencio. Al fin, Oc­tave, apoyándose en el pontón, dio un vi­goroso impulso a la barca que se puso en marcha.
Por un instante dejaron que se desliza­ra sola, luego agarraron los remos. Ha­bían encontrado tres pares en el fondo de la barcaza. Así pues, seis hombres em­pezaron a manejarlos, seis expertos mari­neros que ya remaban desde los diez años. Bogaban sin que nada se notara, apenas un imperceptible rumor cuando la proa cortaba el agua o cuando los remos forra­dos se sumergían. Ni un barco que les hu­biera pasado a la distancia de un biche­ro, les hubiera oído.
Bouilladis llevaba el timón. Se aparta­ron claramente de los pontones y se diri­gieron hacia alta mar. Los tripulantes quedaron sorprendidos al ver el rumbo que tomaban pero la consigna aceptada obligaba al silencio y nadie habló. ¿En qué estaría pensando su comandante? ¿Pensaba deslizarse por entre los cinco navíos de guerra ingleses? ¿Se figuraba que iba a poder pasar desapercibido sin llamar la atención de los serviolas que abundaban a bordo de unas naves fondea­das en la rada de una ciudad sitiada? ¿Su­ponía que no habría nadie a bordo de al­guno de los barcos mercantes anclados más al interior que no sospechara que algo estaba ocurriendo?
Burlar la vigilancia de los centinelas es­pañoles, los que estaban en tierra, resul­taba fácil, pero engañar la vista y el oído de los marineros, por negra que fuera la oscuridad, era muy distinto. Evidente­mente, si lograba salir de la rada, podrían intentar un rumbo que les guiase hacia las líneas francesas, suponiendo que supieran evitar los cruceros británicos y los arreci­fes, pues ni ellos ni su comandante cono­cían aquellos parajes. Estos eran los pen­samientos que torturaban a los marineros evadidos. Los soldados, en cambio, sólo estaban dispuestos a pelear cuando se lo ordenasen, pero como de todos modos la consigna mandaba callarse, todos calla­ban.
Fue Octave quien rompió el silencio. En voz muy baja, dijo:
-A doscientas brazas delante de noso­tros hay un mercante inglés, el City, un bride de doscientas toneladas. Subiré a bordo. Me seguiréis. Me ocuparé del capi­tán. Vosotros, de la tripulación. No quiero jaleos inútiles. ¿Entendido?
Los soldados de tierra encontraron la orden muy natural, mientras que Piernas Largas suspiraba aliviado pues comenza­ba a sentir los miembros entumecidos y ya tenía ganas de estirarlos contra los in­sulares. Los demás marineros sin embar­go comprendieron la teme-ridad de la em­presa. Marius Fornas creyó que su coman­dante se había vuelto loco y arriesgó un comentario:
-Están armados.
-¡Diez cañones del ocho!
-¿Y nosotros?
-¡Silencio!
Aunque la palabra salió en un susurro, había sido pronunciada con tanta fuerza que ya nadie pensó en rechistar más. Oc­tave entonces explicó su plan:
-Tengo el cuchillo de Olive. Vosotros coged los bicheros y todo lo que corra por la barca y a bordo del mercante. Y si no, usad los puños.
No había nada más que decir. No hacen falta frases grandilo-cuentes cuando ya se sabe lo que hay que hacer. Del City sólo se distinguía su negra mole, muy cercana. No hubo orden alguna. Los marineros es­tibaron los remos, la barcaza se deslizó por el costado, pegada al brick, a la altura de las jarcias del palo mayor. De noche, cuando se fondea, la parte central de una nave es siempre la más desierta. No sue­le haber serviolas en toldilla o en cubier­ta, apenas hay dos hombres de guardia, uno para una inspección rutinaria y el otro por si estallara algún incendio. El primero suele instalarse ante uno de los castillos y el otro junto a la escotilla que lleva al pañol de pólvoras. A veces se aña­de un tercero cuando la nave transporta vino o aguardiente, pero éste no era el caso del City.
Ágil como una ardilla, Octave escaló los costados del barco seguido muy de cerca por Marius Fornas y por otros tres mari­neros, los demás prisioneros tenían que ayudarse mutuamente pues acostumbra­dos a moverse en tierra les costaba mu­cho encaramarse.
Octave y sus cuatro lobos de mar se di­rigieron al castillo de popa e irrumpieron de golpe en el camarote del capitán. Sobre la mesa brillaba una linterna sorda y en la litera roncaba el comandante del City, con el sosiego de la persona que sabe que no tiene nada que temer, desde el momen­to que las murallas de la ciudad son sóli­las y la guarnición abundante, y que cin­co naves de Su Majestad británica mon­tan guardia en la bocana, sin más enemi­gos por los alrededores que unos miles de cautivos franceses a punto de fallecer de tifus y de miseria en unos pontones.
No cabe duda de que el bueno del capi­tán Beresford estaba soñando con Ply­mouth, su ciudad natal; no cabe duda de que se hallaba de nuevo pisando las verdes praderas del Devonshire donde pacen her­mosos corderos que luego se convierten en sabrosos asados. O quizá soñaba que ya empuñaba un cuchillo a punto de cor­tar uno de aquellos tiernos asados.
De pronto despertó sobresaltado. Una linterna le enfocaba el rostro y arrancaba destellos de un cuchillo que no parecía destinado a cortar un asado, sino que amenazaba seriamente su propia gargan­ta. Más penosa fue su impresión cuando oyó las siguientes palabras pronunciadas en francés:
-Comandante, en nombre del Empera­dor tengo el honor de haceros prisionero de guerra.
El inglés intentó protestar, abrió la bo­ca para lanzar un grito cuando un pincha­zo con la punta del cuchillo le recordó que el silencio es oro.
Con gran tranquilidad, la persona que sostenía el cuchillo le explicó:
-Más vale no llamar a nadie. Estoy aquí con algunos amigos y cualquier in­tervención para liberarle sería inútil, pues además personalmente tampoco os servi­ría de gran cosa, ya que no tendría más remedio que degollaros como a un cerdo. Pero, a propósito, comandante, ¿enten­déis el francés?
Furioso, desconcertado, aterrado, el ca­pitán Beresford gruñó:
-Oh... sí... un poco... pero...
-Mejor -contestó Octave, pues ya sabemos que era Bouilladis el que ponía al inglés entre el cuchillo y la pared, dicho sin metáfora alguna.
-Mejor porque así entenderéis con más facilidad lo que espero de vuestra persona.
Se volvió a oír un gruñido.
-Estupendo. Ahora saldréis a ordenar que vuestros hombres aparejen, teniendo en cuenta que mis amigos les ayudarán a ejecutar correctamente la maniobra por si los vuestros tuvieran dificultades. Os ruego que os vistáis y que subáis a vuestro puesto. Largaremos velas rumbo a alta mar. Puedo informaros que tenemos vien­to muy favorable, brisa bastante fresca que sopla sur-suroeste. Debemos pasar por delante de cinco naves de vuestro país, fondeadas en el canal de la bocana. Seréis tan amable de comu-nicarles que, por or­den del almirante, os veis obligados a zar­par con toda urgencia rumbo a Palma. A fin de que no os atosiguen los resulta­dos de esta mentira insignificante, puedo informaros que el almirante se aloja en tierra y que, por consiguiente, los navíos no tendrán tiempo de verificar vuestra afirmación. únicamente quiero añadir un detalle: entiendo perfectamente el inglés aunque me cueste hablarlo, así que me tendréis a vuestra espalda y si oigo la mínima palabra que pueda traicionarnos, me veré en la triste obligación de hincaros este lindo cuchillo, fabricado por vuestros amigos españoles, en los riñones. ¿De acuerdo?
El capitán comprendió que no había nada que discutir. Distinguió por la puer­ta entreabierta algunos rostros poco tran­quilizadores y se limitó a responder:
-¡All right, sir!
Beresford, bajo la atenta mirada de Oc­tave, se levantó refunfu-ñando de su lite­ra, se puso los calzones y el chaquetón y subió a su puesto. No necesitó despertar a la tripulación. Previsores, los franceses ya se habían encargado de hacerlo. Llenos de iniciativas y de buenas intenciones, ha­bían atado y amordazado al guardia apos­tado en la escotilla de los pañoles y se ha­bían apoderado de pistolas, sables y picas. Cada francés iba cargado de un verdadero arsenal.
Asimismo, Olive llamado Piernas Lar­gas había decidido por cuenta propia que como él no servía para maniobrar mari­neros, más valía que se dedicara a vigilar los pañoles, procurando que ningún inglés se acercara en busca de armas. Los mari­nos británicos, aún soñolientos y deso­rientados, se hallaban agrupados en la proa del barco y mantenidos a raya por las picas y las pistolas que los franceses empuñaban descuidadamente. El descon­cierto de los ingleses se convirtió en estu­por cuando oyeron que su comandante les ordenaba aparejar. Estimulados por las armas de los franceses, cumplieron las órdenes al instante.
Ya había dicho Bouilladis que el viento era particularmente favorable, y tenía ra­zón. Tras desplegar velas y levar anclas, el brick arrancó con dirección a alta mar. Fornas se había encargado de sustituir al timonel, a fin de evitar cualquier falsa maniobra.
Llegaban ya delante del primero de los buques de guerra. El serviola situado en la cofa de esa nave lanzó el grito regla­mentario:
-¡Ho! ¡the ship, hoay!
El capitán Beresford asió el megáfono que le tendía Octave y gritó lo que éste le había ordenado que dijera.
Una vez en alta mar, los prisioneros pro­rrumpieron en estrepito-sos hurras de ale­gría. Estaban libres. Como la despensa se hallaba bien provista, celebraron su li­bertad con una buena comida, aunque sin cometer excesos. Bouilladis ya había da­do instrucciones muy estrictas sobre este aspecto: prohibidos los escándalos y las brusquedades. Él mismo se constituía como ejemplo al tratar amablemente a Beresford, no sin recordarle de vez en cuando que la menor tentativa de motín por parte de los ingleses iría seguida in­mediatamente de la ejecución de su ca­pitán.
Octave comía acompañado por Beres­ford y su segundo. Este último había de­mostrado al principio poseer un escaso sentido del humor y había proferido fra­ses discordantes sobre la piratería en ge­neral y sobre determinados piratas en particular. Bouilladis, sin entrar en dis­cusiones inútiles, le contestó cordialmen­te que si no le gustaba el viaje ya podía regresar nadando a Inglaterra. El segun­do declinó la oferta y atenuó desde aquel momento la agresividad de sus frases.
Durante el día, Beresford y Octave se enzarzaban en inter-minables partidas de cartas. El inglés, que hablaba francés bas­tante bien, comenzó a asimilar expresio­nes provenzales, con gran alborozo del to­lonés y terrible enojo del segundo.
De noche, por toda precaución, se limi­taban a encerrar a los oficiales británicos en sus camarotes mientras que los mari­neros de la nave quedaban recluidos en el sollado, salvo los estrictamente necesa­rios para la maniobra, vigilados por Ma­rius y los demás franceses.
Varias veces se cruzaron con buques de guerra ingleses; Beresford repetía enton­ces el cuentecito que Octave le había en­señado. Se lo sabía ya de memoria y lo recitaba imperturbable. De todos modos, por si le fallase la memoria, Bouilladis se ponía a su lado, jugando distraído con el cuchillo.
Bastaron doce días para avistar las cos­tas de Provenza, el corazón brincaba en el pecho del teniente de navío y todos los franceses apenas podían contener la exci­tación. Se sentían ya en casa, parecía co­mo si la brisa trajera los efluvios de su tie­rra, el perfume de sus flores y el canto de los grillos. Octave les convocó en cubierta.
-No sería oportuno -dijo- sino que resultaría peligroso, pasar por delante de las baterías de Tolón ostentando los colo­res británicos. Deberíamos confeccio-nar una bandera tricolor.
Marius Fornas dio un paso al frente:
-Con permiso, mi comandante, ya se me ocurrió la idea.
Y el tolonés sacó de debajo de su blusa marinera un pabellón hecho a base de en­trecoser banderas de señales. Pero, simul­tánea-mente, los demás evadidos hicieron lo mismo y no tardó Bouilladis en tener ante sus ojos veinte banderas tricolores. Cada francés había tenido la misma ocu­rrencia y cada uno había trabajado a es­condidas de sus compañeros. Decidieron que el pabellón de Piernas Largas era el mejor y lo izaron en lo alto del palo ma­yor. Mientras los tres colores se elevaban al aire, marineros y soldados franceses, al unísono, aclamaron:
-¡Viva el Emperador!
Al cabo de unas horas, el vigía de la for­taleza de Tolón señalaba la entrada de un buque que enarbolaba pabellón francés, a pesar de que cualquier grumete de Saint­-Tropez lo hubiese identificado como in­glés. Se trataba del brick City, armado de diez cañones del ocho, capturado por el te­niente de navío Octave Bouilladis en com­pañía de veinte prisioneros de los ponto­nes.
Es de suponer cuánto entusiasmo pro­vocó en Tolón ese regreso. No vamos a re­ferir el gozo de los familiares y amigos de los evadidos, que ya los daban por perdi­dos para siempre, ni la felicidad de Hor­tense que, quince días después, se casaba con el capitán de corbeta, Octave Bouilla­dis, caballero de la Legión de honor.
En cuanto a Beresford, tampoco recibió mala acogida en Francia. Supieron tratar­le no sólo con humanidad sino además con generosidad, como corresponde a ene­migos que por avatares de la guerra caen prisioneros. Se le otorgó la libertad bajo palabra y le gustó tanto Tolón que abrió una tiendecita. Aunque quizás su arraigo en Provenza se debiera a la intensa mira­da de una tolonesa que no le dejaba indi­ferente.
Su amistad con Octave se consolidó pa­ra siempre, y el día que Beresford se casó con su linda tolonesa, el capitán Bouilla­dis hizo de testigo. Durante la comida de bodas, él mismo contó la historia de su captura y, al terminar, le preguntó a Boui­lladis:
-Pero, ¿por qué, desde aquella noche en Cádiz, nunca quisiste hablar en inglés conmigo? Tú mismo me dijiste que sabías hablarlo.
-Pues verás, nunca me entero de las primeras palabras -replicó Octave- y entonces con tu megáfono hubiese podido decir lo que quisieras que yo no lo hubie­ra comprendido.

0.120. anonimo (francia)

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