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lunes, 8 de octubre de 2012

Los primeros aventureros del mar

Los mitos y leyendas de la antigua Gre­cia constituyen, en buena medida, elabo­raciones un tanto fantásticas de gestas reales. La leyenda del viaje de Jasón y sus argonautas en busca del Vellocino de Oro corresponde a la exploración del Mar Negro por parte de los navegantes helé­nicos en busca del oro de la Cólquide, la actual Georgia, y de su vuelta por el con­tinente, remontando el Danubio, para al­canzar su patria por la vía del Adriático.

Desde lo alto de las murallas de Yaol­cos, y ya por tercera vez, el heraldo anun­ció al son de su trompeta el mensaje real:
-Oid todos, tanto si sois reyes o pasto­res, ancianos venerables o jovenzuelos im­berbes, hombres encorvados por la gleba o navegantes acostumbrados a mirar las estrellas. Acudid. Nadie será rechazado, cada uno recibirá su parte del festín y de la carne de los mil bueyes sagrados inmo­lados en honor del divino Poseidón, dios de los océanos que bañan estas orillas. Así lo quiere el sabio Pelias, poderoso rey de Yaolcos. Que nadie sienta temor en su co­razón. Pelias ha jurado por el Estix sal­vaguardia y protección a todo aquél que sea su huésped, aunque se trate de su peor enemigo.
Corrieron entonces estas palabras, a través de la áspera península de Magnesia donde se levantaba la orgullosa ciudad de Yaolcos, y llegaron a las vastas llanuras de Tesalia, repetidas de boca en boca por los pastores que guardaban rebaños, por los centinelas apostados en las murallas, por los viajeros que recorrían caminos. Fueron oídas a lo largo de los ríos del gol­fo Pagasético y del mar de Tracia; fueron oídas en el risueño valle de Tempé; fue­ron oídas hasta en las cimas roqueñas del monte Osa y del monte Pelión.
Sucedió que, en un antro de esa monta­ña salvaje, vivía el centauro Quirón, hijo de Cronos, mitad hombre y mitad caballo, encargado de educar al joven Jasón, hijo de Esón, nieto de Eolo, el dios de los vien­tos. Estaba el centauro precisamente en­señándole al jovenzuelo cómo arrancar armoniosos sones de una flauta hecha con cañas cortadas, cuando el eco de la invi­tación del rey de Yaolcos llegó hasta aque­llas cumbres solitarias.
Interrumpió su lección y, dirigiéndose a Jasón, profirió estas aladas palabras:
-Hijo mío, ha llegado la hora de que te revele qué esperan los dioses de tu ju­ventud y tu valor. Debo también descu­brirte cuál fue tu nacimiento. No eres, como creías, el hijo de algún pastor, niño oscuro abandonado entre peñascos y que yo encontrara. Tu raza es una raza real, emparentada con la de las divinidades del aire. Tu padre, Esón, hijo de Eolo, reina­ba en Yaolcos cuando fue destronado y ejecutado por su hermano Pelias. Este, después de quitarle la vida y el trono, aún quiso exterminar en ti una descendencia que podía serle funesta. Los dioses se apia­daron de ti y Hera, mi hermana, me or­denó que fuera a buscarte y que te trajera a mi guarida. La obedecía. Como Pelias no te viera ni dormido en palacio ni jugando ni divirtiéndote con las cabras y ovejas de los rebaños que había robado a tu pa­dre, creyó que los lobos del monte o los monstruos del mar te habían devorado. Mandó que por todas partes se anunciara la noticia de tu muerte y, desde entonces, reina tranquilo y feliz en regiones que de­bes recuperar.
Jasón, estupefacto, escuchaba al cen­tauro que siguió hablando:
-Hoy Pelias ya no teme por su con­quista y se atreve a desafiar a los dioses. Ha ordenado una gran fiesta en honor del divino Poseidón e invita a la gente, con intención de que le contemplen en su glo­ria usurpada. Conviene que elijas este mo­mento para presentarte al pueblo de Yaol­cos y reclamar el cetro que te arrebataron. Anda, hijo mío, anda. Vístete al estilo de los magnesios; añade a tus ropas esta piel de leopardo que suelo llevar sobre los hombros; provéete de dos lanzas y, con estos pertrechos, cruza el recinto de la ciudad. La palabra que Pelias dio a los dioses y la vigilancia de las divinidades superiores te protegen.
Jasón, tras equiparse como le había di­cho el centauro Quirón, se fue por los ca­minos. Anduvo y anduvo hasta que el to­rrente Anauro, que se había desbordado, le cerró el paso. Bien es verdad que su maestro le había instruido en el arte de correr, en los de la lucha, del lanzamiento de la jabalina y del dardo, en el de escalar cimas, pero en cambio, falto de ríos a su alcance, no había podido enseñarle la cien­cia de la natación.
Así, pues, Jasón se paró en la orilla, con­trariado, sin saber cómo podía franquear aquel obstáculo.
De pronto, ante los ojos del hijo de Esón, apareció una mujer de mucha edad, encogida; quizás había salido de detrás de un arbusto lleno de flores rosas. Cosa singular, la seguía un pavo real como si fuera su perro fiel.
-Joven extranjero -dijo la vieja con su desdentada boca, ¿qué haces aquí y por qué tus nobles rasgos expresan inde­cisión y fastidio?
-Abuela -replicó Jasón- quiero acu­dir al festín que en la ciudad de Yaolcos ofrece el rey Pelias en honor del divino Poseidón y me encuentro frenado en mi camino por este río que no puedo cruzar.
-Entérate, hijo mío, que las Parcas hi­laron tus días de tal modo que el agua te fuera siempre un elemento propicio.
Jasón, consciente del respeto que hay que tener por aquéllos cuya sabiduría ha aumentado con los años, replicó:
-Te entiendo, abuela, y te agradezco tus palabras de buen augurio pero, de mo­mento, no sé nadar ni conozco los vados de este río.
-Súbete a mi espalda, hijo mío, que te llevaré al otro lado.
-Pero, abuela, yo peso mucho y me pa­rece que a tu edad estás débil y cansada.
-No tengas miedo y obedece.
Por lo tanto Jasón se encaramó a las espaldas de la vieja y ésta, precedida aho­ra por el pájaro de hermosas plumas que revoloteaba alegre, penetró en el lecho del torrente. Aunque las aguas fueran profun­das y muy impetuosa la corriente, la vie­ja avanzaba con su carga, sin dar seña­les de agobio.
Las olas le cubrían la cintura, chorrea­ban las piernas de Jasón y, de pronto, una de sus sandalias se desprendió y se per­dió arrastrada por la corriente. Ese fue el único percance que sufrió Jasón du­rante la travesía. Cuando llegó al otro lado, y así que sus pies pisaron tierra, el uno descalzo y el otro calzado, se vol­vió para darle las gracias a la vieja. La vieja había desaparecido, junto con el pavo real, y sólo un arbusto de flores ro­sas recordaba su presencia.
Jasón pensó entonces que tal vez Hera, cuyo pájaro favorito es el pavo real, se hu­biera metamorfoseado de aquel modo pa­ra prestarle ayuda. Esta idea le reconfor­tó y siguió su camino hacia Yaolcos.
Por segunda vez asomó el áurea corona de Febo desde que el heraldo de Pelias invitara a los pueblos para que participa­sen en el banquete sagrado.
De todas las ciudades griegas había venido gente dispuesta a regocijarse con el gran festín que prometía el rey de Yaol­cos. Estaban todos, alrededor del rey, reu­nidos en pabellones soberbios que se extendían ante el inmenso mar. Diez veces cien bueyes blancos habían regado con su sangre la arena de la playa y las olas se habían vuelto rojas. La carne de esos ani­males, cocida en enormes marmitas de bronce, estaba a punto de repartirse entre los huéspedes del monarca.
Entretanto, sentado en un sitial de oro, ceñida la frente por su diadema y el man­to de púrpura cubriéndole los hombros, el rey Pelias conversaba con los ancianos y con los más eminentes y los más sabios de la ciudad.
-Fijaos -decía- cómo el mar sereno acaricia blandamente la orilla. Poseidón ha acogido con agrado el sacrificio que le he hecho. Nadie se atreverá ya a profa­nar mi trono y en él ha de sentarse mi estirpe hasta las más remotas generacio­nes. Todos los pueblos de Grecia son ami­gos míos, todos me han enviado a sus hi­jos más ilustres para que participen en este festín. As¡, pues, ya nada temo del destino.
No obstante, Téstor, padre del adivino Calcas y también él animado por el soplo profético de Apolo, se levantó y habló en estos términos:
-Oh rey, nadie es capaz de atacar tu poderío, excepto aquél que llegue pisando el suelo con un solo pie.
El rey se echó a reír y contestó:
-Del que pisa el suelo con un solo pie, nada tengo que temer, pues si no me asus­tan los hombres más fuertes ¿qué puede hacerme un inválido?
Gritos de júbilo se alzaron entre los co­mensales que saludaban la entrada de in­mensas bandejas sobre las que se exten­día en gigantescas montañas la carne de los bueyes, delicadamente perfumada por el jugo de plantas aromáticas. A duras penas los servidores podían llevar las ban­dejas hasta las mesas que, al recibirlas, crujían.
Jóvenes esclavos coronados de hojas y flores servían un vino negro, espeso, en las copas de oro y de bronce, y cada invi­tado sentía cómo el gozo invadía su es­píritu.
De súbito, de la entrada del pabellón fue creciendo un clamor y, en el umbral en­marcado por ricas colgaduras, apareció un joven, tan bello como Febo y tan des­lumbrante bajo su dorada cabellera. Iba vestido a la usanza de los aldeanos magne­sios, de sus hombros colgaba además una piel de leopardo. En la mano, sostenía dos lanzas.
Su belleza era tanta que todo el pueblo, interrumpiendo la algazara en torno al pabellón real, se había levantado para acompañarle en cortejo mientras servi­dores, esclavos y hasta mujeres y niños se apiñaban a su alrededor lanzando voces de admiración.
El joven se detuvo un instante en el um­bral de la tienda. Sus ojos se fueron acos­umbrando a la semioscuridad y al fin, tras reconocer al rey por su sitial más elevado, por su manto de púrpura y por la diadema, avanzó decidido hacia él. Pelias se dio cuenta entonces de que al adoles­cente le faltaba una de sus sandalias. Una palidez horrible invadió su rostro. El que estaba ante él pisaba el suelo con un solo pie.
Sin embargo Pelias disimuló el miedo que le helaba por dentro y se dirigió al joven.
-¡Oh extranjero! -dijo- quienquiera que seas, te damos la bienvenida. Observo que, por el orgullo de tu rostro y de tu porte, perteneces a una raza altiva. Siéntate, pues, bajo esta tienda entre mis huéspedes más ilustres y comparte con ellos este festín en honor del dios de los mares.
-iOh rey! -contestó el adolescen­te, aunque no hayas expresado el de­seo de saber mi nombre, noto que en tu corazón anida la curiosidad; voy a satis­facerte. Me llamo Jasón, hijo de Esón, y he venido a reclamar la herencia de mi padre.
Pelias no hubiese sentido terror tan grande si en lugar del adolescente se hu­biese presentado Cerbero, el perro de tres cabezas, el monstruo infernal; estuvo a punto de ordenar a sus guardias que ma­taran al hijo de su hermano, pero el te­rrible juramento que había hecho por el Estix se lo impedía y además el pueblo hubiera alzado su voz en favor del hermo­so joven. Ya empezaban a oírse murmu­llos y Pelias comprendió que su situación era insegura. No obstante, es probable que alguna divinidad celosa le sugiriera una estratagema, pues habló con meloso acento:
-¡Oh, hijo! Lo que reclamas es con­forme a la justicia. Me han acusado sin razón de haber ejecutado a mi hermano bienamado, tu padre. Yo le quería y las Parcas me lo arrebataron. Hubiera guar­dado entonces la diadema real para ti, fielmente, si no me hubiesen dicho que habías fallecido en un lamentable acci­dente. Mi deseo más ferviente es devol­verte la púrpura que te corresponde por herencia. Sin embargo, aunque mi corazón hable en favor tuyo, es posible que, tú mismo, andes engañado acerca de tus orígenes y que no seas quien dices ser. El hijo de mi hermano no puede ser más que un héroe. Antes de transmitirte estos or­natos del poderío real, he de someterte a una prueba.
-Estoy dispuesto a aceptar -exclamó Jasón cuya impetuosa juventud no había percibido los negros designios de su tío, y me comprometo a no intentar nada para recobrar mi herencia, antes de haber sa­tisfecho las condiciones que me exijas.
Una sonrisa cruel pasó por los labios de Pelias.
-¡Escucha, pues, hijo mío! Existe, en algún lugar del mundo, a orillas del Ponto Euxino, un país que se llama Cólquide. Allí, junto al ría Fasis, reina el rey Eetes, el padre de Medea, princesa de gran be­lleza y experta en el arte de los sortilegios. Eetes posee el Vellocino de Oro que fue el del carnero que antaño transportó a esas orillas a Frixos y su hermana Heles. Conquistarás ese Vellocino de incalcula­ble riqueza y me lo traerás; entonces sa­bré que de verdad eres el hijo de mi her­mano y te entregaré la herencia que te toca.
-¡Oh, rey! -exclamó Jasón, obede­ceré tus órdenes y traeré a Yaolcos ese maravilloso Vellocino.
Pelias volvió a sonreír. Se sintió conso­lidado en su trono, pues no ignoraba que el Vellocino de Oro se hallaba bajo la cus­todia de un feroz dragón y que, además, también lo vigilaban dos toros terribles, con cuernos y pezuñas de bronce, regalos del propio Hefesto, animales indomables que al resoplar echaban fuego por el ho­cico. Pelias también sabía que Medea, la hija de Eetes, poseía el secreto de temi­bles hechizos que ningún hombre podía resistir.
Todo eso en cambio lo ignoraba Jasón pero, aunque lo hubiese sabido, no hubie­ra vacilado en su resolución, a tanto llega el ardor de la juventud. Por consiguiente inició los preparativos de la expedición y empezó a buscar compañeros que quisie­ran compartir sus esfuerzos y su fama.
No tuvo que andar mucho para encon­trarlos; entre los invitados de Pelias abundaban los héroes ilustres que pronto se sintieron tentados por perspectivas de gloria. El primero en expresar sus deseos de acompañar a Jasón fue Heracles, el mismo hijo de Zeus luego vinieron Ad­meto, rey de Tesalia, Argos, hijo de Poli­bio, Cástor y Pólux, los dos hermanos que inspirados por tan grande amor mutuo no podían separarse, Linco, de ojos penetran­tes, Esculapio, que conocía todos los se­cretos del arte de curar, Eumedón, hijo de Dionisos, Téstor el adivino, a quien nada ocultaba el futuro. También se aña­dió Orfeo cuya lira melodiosa encantaba a dioses, hombres y animales, y tantos y tantos más. Cincuenta y dos fue la can­tidad de héroes que quisieron compartir la aventura de Jasón.
Ante todo, para iniciarla, hacía falta una nave. Jasón lo ignoraba todo de la construcción de un barco, pero Argos le aconsejó y por eso la nave recibió el nom­bre de Argo, que explica el hecho de que su tripulación sea conocida como la de los argonautas. En el monte Pelión cor­taron la madera que componía los costa­dos de la nave; en cuanto al palo mayor que colocaron en medio, fue elegido por Téstor que sabía proferir oráculos, en el bosque de Dódona, esa era la virtud que Atenea le había concedido.
La Aurora de los rosados dedos asoma­ba ya por el horizonte cuando los argo­nautas botaron al mar su nave recién construida. Todos subieron a bordo go­zosos y confiados. El rey Pelias, rodeado del pueblo entero, acudió a la orilla para formular aparentes votos de éxito, con­trarios a sus intenciones. Se izó la vela y la nave no tardó en surcar las aguas del mar de Tracia.
Al principio la navegación fue tranqui­la; el barco siguió las costas de Tesalia y luego de Pieria. Los héroes, para proveer­se de agua y de víveres, tenían que bajar cada noche a tierra. Recibían siempre una acogida solícita, pues el rumor de su ex­pedición se había extendido ya por el mundo griego y la gente les deseaba suerte.
Sin embargo, cuando pasaron por de­lante de los promontorios de Palene, de Sitonia y de Acté, las tres lenguas de tie­rra de la Calcídica que penetran en el mar como los dientes del tridente de Poseidón, las aguas tan serenas comenzaron a agi­tarse. Una intensa niebla se extendió so­bre las olas, tan densa que era imposible ver adónde iban. Los ojos del propio Lin­co eran incapaces de horadar las tinieblas. Los argonautas no cesaban de temer que la nave fuera a chocar contra cualquier escollo de los que abundan en el mar trai­dor. Así navegaron durante varios días y varias noches.
Decir que navegaban no es exacto; ha­bían recogido velas y estibado los remos, y dejaban que la nave flotase a voluntad de las olas. Para los argonautas aquella era una situación nueva, incluso para los que ya habían confiado otras veces su vida al mar, protegidos por los costados de una embarcación ligera. Nunca habían perdido de vista la tierra sólida sin la que es imposible orientarse, y nunca ha­bían pasado la noche sobre un oleaje in­quieto.
Se puede afirmar que por primera vez aquellos espíritus generosos conocían el miedo; sabían que a su alrededor pulula­ban monstruos de toda índole; oían sus rugidos, sus alaridos rabiosos, sus chilli­dos desesperados; se preguntaban si no andarían extraviados por el Erebo, si los gritos que herían sus oídos a través de la opaca turba no pertenecerían a los muer­tos que allí irrumpían. De rodillas, con las manos suplicantes alzadas hacia la morada de los dioses, rogaban a los olím­picos que les respetaran la vida.
Jasón y Heracles, éste apoyado en su clava y aquél arrimado al mástil de Dódo­na, eran los únicos que seguían en pie, callados. Por tres veces la bruma circun­dante se volvió blanca como la leche y negra como el vino de Creta, y así com­prendieron que por tres veces el día ha­bía sucedido a la noche y la noche al día. A bordo del Argo ya no quedaba alimento alguno y los barriletes de agua potable es­taban vacíos. Argos, después de haber in­tentado apaciguar su sed acuciante con agua de mar, sintió en las entrañas un agudo escozor y Esculapio, a su lado, se esforzaba en calmarle el dolor frotándole el vientre con un ungüento.
El miedo empezaba a transformarse en desesperación, ya nadie tenía fuerzas para seguir alzando las manos al cielo ni para pronunciar las fórmulas de sus rezos. Cada uno se había encerrado en un silen­cio huraño.
Abrazados el uno al otro, con las cabe­zas unidas, Cástor y Pólux esperaban juntos la muerte. Cada uno pensaba en su patria, en sus fértiles prados por donde pacen ovejas, en su casa pintada de rojo y cubierta de glicinias y pámpanos.
De súbito, en medio de esa muda congoja, resonó la voz de Téstor, el adivino:
-Escuchad al árbol de Dódona, esta hablando.
En efecto, un largo temblor había sacu­dido al palo del barco y parecía que de sus fibras saliera un canto muy dulce. No obstante, ninguno de los argonautas acer­taba a comprender el oráculo. Fue Téstor, acostumbrado a entender el lenguaje di­vino, quien tradujo aquellos inarticulados sonidos al idioma de los humanos:
-Fortaleced vuestros corazones -di­cen los dioses. La prueba que os han im­puesto los dioses ya ha terminado. Que Cástor y Pólux se coloquen en la proa de la nave, que Jasón lleve firme el timón en sus manos y que Orfeo cante el elogio a los inmortales.
Así se hizo. Los dos hermanos, con un supremo esfuerzo, se arrastraron hacia la parte delantera del barco, donde la proa se yergue como si quisiera escalar la cima de las olas. Jasón, sostenido por Heracles, asió con manos temblorosas el timón abandonado. Sentado a sus pies, Orfeo pulsó el instrumento y su canto, amplio y sonoro, no tardó en imponerse al fin al húmedo océano. Entonces se hizo un prodigio.
En torno a las cabezas juntas de Cástor y Pólux, comenzaron a vibrar unas breves llamas como si formaran una corona de fuego sobre su frente. Al mismo tiempo, se alzó una brisa ligera que comenzó a dispersar la bruma circundante en blan­cos jirones. Los argonautas reunieron sus fuerzas y desplegaron la vela roja. Poco a poco, en un débil balanceo, la nave vol­vio a trazar una estela.
«¿No nos habrá engañado la voz del ár­bol de Dódona?» .«¿No irá a chocar el bar­co contra un escollo?» Esas eran las pre­guntas que cada uno de ellos se hacía a sí mismo.
Pero no. Los dioses no habían querido engañar a los mortales. Pronto a lo lejos, como un eco apagado, un canto contestó al aliento de Orfeo; a través de la niebla lució un punto brillante y hacia ese pun­to Jasón condujo la nave.
Después todo fue claridad. Se disipó la niebla que descubrió ante la proa del Argo una tierra extensa de arenosas orillas, y en esa tierra una hoguera lanzaba deste­llos y, en torno a la hoguera, unas muje­res reunidas cantaban canciones desco­nocidas.
Es imposible describir el júbilo de los argonautas al llegar a ese rincón que iden­tificaron como la isla de Lemnos. Vivía en la isla un pueblo de mujeres. Ningún hombre entre ellas. Las habitantes los ha­bían exterminado a todos por los malos tratos que de ellos recibían. La reina Hip­sipila preparó una recepción maravillosa para los argonautas. Permanecieron días y días en esa costa afortunada para des­cansar de las duras emociones de la tra­vesía. Al fin, volvieron a zarpar. El viento les llevó a la isla de Samotracia y luego se adentra-ron por el estrecho que separa las márgenes de Europa de las márgenes de Asia, hasta penetrar en la Propóntide, que hoy se llama mar de Mármara.
Así abordaron las costas de Cícica don­de recibieron una calurosa acogida por parte del rey. Se pasaron ocho días co­miendo y bebiendo hasta saciar sus de­seos y luego, cargados de regalos, se hi­cieron otra vez a la mar. Su objetivo era llegar a Calcedonia pero resultó que, cuan­do ya confiaban en guarecerse al amparo del golfo, las olas se enfurecieron y cayó la noche mientras aún intentaban arros­trar la tormeta.
El impulso del viento era irresistible; en vano procuraban luchar contra él a fuerza de remos; a pesar de haber plega­do el velamen no lograban librarse de su embate. Por fin, tras una noche entera de maniobras, se encontraron arrastra­dos hacia una hospitalaria playa. Desem­barcaron en seguida, ¡pero en qué esta­do! Andaban chorreantes, con las ropas pegadas al cuerpo y desordenadas las ca­belleras sobre la cara, mientras que sus manos sangraban de tanto manejar los remos.
Aparecieron unos hombres armados que se les acercaban gritando amenazas, con­vencidos sin duda de que eran saqueado­res o ladrones. Irritado por aquellas fra­ses hostiles, Heracles cogió su jabalina y la arrojó contra el primero de los mani­festantes que mordió el polvo.
Así comenzó una gran refriega. No tar­dó en acudir más gente. Los cincuenta y dos argonautas se defendieron con igual valor; el que parecía ser el jefe de los habitantes del lugar asestó un lanzazo a Jasón pero la piel de leopardo frenó el golpe. El hijo de Esón entonces, mucho más rápido, le clavó su jabalina al jefe y cuando se inclinó para retirar el arma, se dio cuenta de que el cadáver que esta­ba a sus pies era el del rey de Cícica que el día anterior tan bien le había acogido, a él y a sus compañeros. Jasón detuvo el combate. Todos lamentaron el fatal equí­voco; la tormenta había devuelto al Argo a las mismas costas que acababa de de­jar y sus habitantes no habían reconoci­do a sus huéspedes y les habían atacado.
Derramando amargas lágrimas, los ar­gonautas reanudaron su navegación.
Siguieron las costas abruptas de Biti­nia y las más risueñas de Calcedonia, pa­ra después adentrarse por ese brazo de mar, parecido a un río, que separa el con­tinente frigio de las llanuras de Tracia.
Apenas salían de esa ruta estrecha y segura y la nave surcaba ya las amplias extensiones líquidas del Ponto Euxino, cuando pareció que el oleaje embraveci­do quisiera impedirles el paso. De pronto, sin que nada, ni en los fenómenos natu­rales ni en las advertencias sobrenatu­rales que suelen mandar los dioses, per­mitiera prever lo que iba a ocurrir, Bó­reas levantó murallas de agua encrespa­da. Negros nubarrones acudieron desde los cuatro puntos del horizonte. Fue como si el sol, justo en la mitad de su trayecto, se hubiese hundido en el Erebo.
La maniobra de plegar velas se llevó a cabo entre prisas y dificultades ocasiona­das por el balanceo del barco. Los argo­nautas esperaban lo peor; las tablas que formaban los costados del Argo dejaban escapar dolientes crujidos y el roble de Dódona murmuraba lúgubremente como si llorara de antemano la muerte de los navegantes. Una lluvia helada caía a rá­fagas, mientras que olas gigantescas se desplomaban sobre la embarcación.
Era imposible resguardarse en los so­llados situados uno a proa y el otro a popa del barco. Todos los brazos tenían que ocuparse en achicar el agua que cons­tantemente invadía la cubierta.
A pesar de todo Jasón, en el timón, in­tentaba mantener el Argo tal como le ha­bía aconsejado su maestro Quirón, es de­cir de cara al monstruoso oleaje, al igual que en un combate el soldado siempre ha de dirigir su mirada hacia el enemigo. Era una tarea muy ardua, pues las olas llegaban de todos lados; a veces la nave se remontaba hasta las crestas furiosas, a veces se precipitaba al abismo y, en cada momento, los argonautas creían que al caer así, tomaban el camino de los In­fiernos.
Sin embargo no habían terminado aún sus desdichas. De repente Linco, el de ojos penetrantes, apostado en la proa de la nave, lanzó un grito angustioso: a la luz de un relámpago que acababa de cru­zar el cielo, había logrado ver un fenó­meno mil veces más espantoso que todos los que se habían suscitado desde el co­mienzo de la navegación; esa era la cau­sa del ruido ensordecedor que se mezcla­ba al ulular del viento, al estallido de los truenos y al fragor del oleaje: a tres ti­ros de jabalina siguiendo el rumbo del Argo, se alzaban dos enormes peñascos que emergían del agua. La distancia en­tre ambos ocupaba diez veces la eslora del barco y no parecía que hubiera difi­cultades para pasar por en medio, sin embargo -tremebundo espectáculo que helaba la sangre, esos dos peñascos no se mantenían inmóviles. Se desplazaban sin cesar y con tumultosa estridencia cho­caban el uno contra el otro, como una mandíbula titánica que quisiera triturar todo lo que se deslizase entre sus fauces.
Alrededor de esos peñascos, las olas se encrespaban con más ímpetu, agitadas por ese movimiento continuo.
Todos los argonautas, avisados por el grito de Linco, se habían precipitado a proa y contemplaban esa barrera móvil que les impedía el paso.
-¡Oh, Poseidón! -exclamó Jasón con voz suplicante, si está en tus deseos pro­hibirnos que crucemos esos límites, ad­viértenos con tu poderosa voz, pero no permitas que, por cumplir una acción honrosa, si no se opone a tu voluntad, nos hundamos en tus moradas sin fondo.
Estas piadosas palabras tocaron el co­razón del rey de los mares. Una vez más el roble de Dódona habló y Téstor tradu­jo sus palabras
-¡Oh, Jasón -decía el oráculo, na­da temas y que tu corazón se serene. No es intención de los dioses impedir que reali­ces tus proyectos y, a fin de que te tran­quilices, te revelaré el destino que para ti se grabó en las tablillas de bronce: has de saber, hijo de Esón, que está escrito que perecerás por tu barco pero no en tu barco.
Tras estas palabras proféticas que lle­naron de asombro a todos los que las oyeron, pues no acertaban a descifrarlas, se produjo un cambio bonancible. Se apa­ciguaron las olas y su estrépito se con­virtió en un murmullo armonioso. Al mis­mo tiempo, los dos peñascos detuvieron su movimiento; se paralizaron a veinte estadios de distancia entre sí y ya nunca más abandonaron el sitio que Poseidón les había asignado. Desde entonces, los marinos los conocen bajo el nombre de islas Ciáneas.
A partir de ese instante, la navegación del Argo costeando el litoral asiático no conoció más percances. Tras largos y lar­gos días, llegaron a Aea, la capital de Cólquide situada a orillas del río Fasis. Allí desembarcaron y remolcaron la nave hasta vararla en la arena de la orilla; luego se informaron acerca de cuál era la mansión de Eetes, el poderoso rey que gobernaba aquellas comarcas.
Le encontraron sentado en su trono en el centro de la gran sala del palacio. Abun­dantes servidores y fieros soldados rodea­ban el sitial del monarca. Jasón apenas se fijó en él, su mirada se sentía atraída por una mujer de rasgos admirables, con porte de reina, que se hallaba situada a la derecha del rey. Esa mujer era Medea, su hija.
En vano el hijo de Esón recordó lo que le habían dicho sobre Medea, en vano su mente le repetía que aquella mortal ad­mirable estaba iniciada en la inhumana ciencia de los hechizos y que los utilizaba con implacable crueldad para perder a sus enemigos. Jasón lo había olvidado todo y sólo veía una belleza altiva más digna de una divinidad que de una ver­dadera mortal.
De todos modos habló y expuso a Eetes el motivo de su viaje; le dijo cuáles eran los derechos de los hijos de Hélade sobre el Vellocino de aro. Afirmó que ni él ni sus compañeros estaban dispuestos a irse sin tan rico trofeo.
El rey contestó con una sonrisa que hu­biese hecho temblar a gente menos in­trépida.
-Oh extranjero! Tu petición es jus­ta y podrás marcharte con el Vellocino de Oro que se encuentra en mis bosques colgado de un árbol. Únicamente te ad­vierto que ese Vellocino está tan defendi­do que para un mortal resulta casi impo­siblo cogerlo. Has de saber que, si quieres conseguirlo, tendrás que domar a dos to­ros con cuernos y pezuñas de bronce que echan fuego por los hocicos. Esos toros pacen siempre cerca de la zalea. Una vez hayas logrado uncir a los dos toros, debe­rás labrar cuatro acres del campo con­sagrado a Ares y sembrar dientes de dra­gón en los surcos trazados. De esos dien­tes nacerán hombres armados. Tendrás que pelear con ellos y exterminarlos a todos. Entonces quedará abierto el sen­dero que lleva al Vellocino de Oro, pero también conviene que sepas que un mons­truo formidable vela día y noche junto a esa preciosa reliquia y que deberás arre­glártelas para burlar su vigilancia. Anda, y si tu corazón es lo bastante intrépido y tu brazo lo bastante fuerte para superar esos obstáculos, el Vellocino te pertenece y podrás llevártelo libremente a tu pa­tria.
Mientras escuchaba ese discurso terri­ble, Jasón, sin querer, desviaba su vista hacia las luminosas facciones de Medea. Le pareció que los ojos de la princesa eran menos crueles y que una expresión de dul­zura moderaba sus rasgos.
Jasón y sus compañeros se retiraron a la parte del palacio reservada a los hués­pedes. Discutieron entre sí de qué mane­ra ejecutarían las formidables tareas pro­puestas a su valentía; muchos dudaban que fuera posible vencer semejantes obs­táculos. El propio Heracles consideraba la empresa superior a cualquier fuerza humana. Jasón era el único en callar. No pensaba ni en los toros de cuernos de bronce ni en los hombres armados que nacerían de dientes de dragón, ni siquie­ra en la vigilancia del monstruo. Pensaba en la mujer radiante que había visto a la derecha del rey.
Vino la noche y sumió en sombras al palacio. Los argonautas, sin dejar de pla­near estratagemas que les permitieran vencer a tantos enemigos, se preparaban para dormir.
Una anciana, una sirvienta de palacio, se deslizó entre ellos y fue directa a Ja­són, a quien reconoció entre todos. La sir­vienta le dijo que la siguiera.
El hijo de Esón, sin preocuparse de las asechanzas que pudieran tenderle, obe­deció. La anciana, siguiendo intrincados pasillos, le condujo ante el templo de Hé­cate. Allí, al pie del altar, esperaba una forma velada.
Jasón reconoció a Medea.
Lo que la hija de Eetes dijo, ningún oído ha podido captarlo, pero sus pala­bras sirvieron para que el corazón del héroe se alborozara hasta los mayores lí­mites del gozo. Luego, tras la respuesta de Jasón, ambos intercambiaron votos de amor eterno delante de la diosa.
Medea sacó de su seno un frasco de ala­bastro lleno de misterioso ungüento, se lo entregó y los dos jóvenes se separaron inmediatamente.
Amaneció el día señalado para la con­quista del Vellocino de Oro. En el campo de Ares se habían reunido el rey y su corte; tampoco faltó la princesa junto a su padre. Los argonautas se presentaron, con Jasón a la cabeza. Previamente se ha­bía untado todo el cuerpo con el miste­rioso bálsamo que contenía el frasco de alabastro, y empezaba a notar ya la vir­tud de ese filtro. Sentía más valor en su corazón, más agudeza en su mente y más fuerza en sus miembros. Llevaba por toda arma defensiva la túnica de leopardo del centauro Quirón y por toda arma ofen­siva las dos jabalinas.
Saludó a Eetes.
-Estoy dispuesto -dijo- a afrontar la prueba.
Entonces los dos toros de cuernos y pe­zuñas de bronce se le echaron encima, despidiendo fuego por los hocicos. Con doble gesto, Jasón los detuvo, les acari­ció la testuz y les obligó a que doblaran la cerviz, luego ató sus cuernos al yugo de un arado y tranquilamente, como un labriego que prepara la sementera, fue trazando surcos a lo largo de los cuatro acres del campo.
Un grito de júbilo se alzó entre sus compañeros, mientras que un murmullo airado recorrió las filas de los servidores del rey. Éste no había dejado de sonreír. Entregó a Jasón una bolsa que contenía los dientes de dragón. «Aquí quiero yo verte», pensó.
El hijo de Esón regresó hacia los sur­cos recientes. Arrojó al vuelo los dientes sobre la tierra fértil y a medida que to­caban el suelo, germinaban y aparecían hombres feroces, erizados de armas, que se juntaban en apretadas hileras para lanzarse en bloque contra el héroe. Los argonautas se estremecieron y Heracles empezaba a blandir su clava para acudir en auxilio de su jefe y ayudarle contra tantos enemigos. No llegó a hacerlo pues Jasón, sin manifestar ningún miedo, se agachó, cogió una piedra y la tiró en me­dio de los guerreros. Al instante los hi­jos de la tierra se acusaron mutamente de ese ataque y unos contra otros comen­zaron a herirse con sus armas fratrici­das. Murieron todos, hasta el último.
Los griegos gritaban de alegría, corrie­ron hacia el vencedor y le abrazaron an­siosos. El pueblo de la Cólquide, asombra­do, no acertaba a reaccionar. Los ojos de Medea reflejaban una felicidad que no po­día expresar.
Quedaba sin embargo un último obs­táculo, antes de alcanzar el botín sagra­do: el infatigable dragón, provisto de afi­lada garzota, de triple lengua, de siete hi­leras de dientes retorcidos y amenazado­res, monstruo terrible que jamás duerme.
Jasón se le acercó con paso firme; con­servaba en el hueco de la mano un poco de filtro mágico y lo utilizó para embadur­nar la cabeza del mostruo. Al punto, fe­nómeno imprevisto, éste cerró los ojos y una dulce modorra se apoderó de su cuerpo.
Entonces Jasón descolgó el Vellocino de Oro y se lo hechó al hombro.
Reinaba tanta consternación entre los servidores de Eetes y en el corazón del mismo rey que nadie supo oponerse a la iniciativa de Jasón. El hijo de Esón, fiel al juramento que había hecho ante el al­tar de Hécate, fue hacia Medea, la asió de la mano y rápidamente la arrastró a la playa. Sin perder momento, los argo­nautas botaron al agua su nave cargada con esa doble recompensa.
Los cincuenta y dos héroes volvieron a surcar los dominios de Poseidón. No re­petiremos las increíbles fatigas y los es­fuerzos sobrehumanos que les esperaban a lo largo de su navegación, las tormen­tas espantosas que encresparon al mar ante la proa del Argo, los vientos desen­cadenados que hicieron llorar y gemir al mástil de Dódona. Baste con decir que Eetes, acuciado por una rabia infinita, armó otras naves de ancho velamen y las lanzó en persecución de quienes, además de su hija querida, se llevaba el Vello­cino, riqueza y honor de su reino.
El rey de Cólquide, renegando impúdi­camente de la palabra dada, propaló la noticia de que Jasón y sus compañeros le habían robado a traición la dorada za­lea del carnero y que habían abusado de su hospitalidad para sacar del hogar pa­terno a su hija Medea. ¡Cuántos enemi­gos pues, encontraron los argonautas en los pueblos donde se veían obligados a desembarcar para pasar la noche!
¡Cuántas veces tuvieron que sostener crueles combates contra esos ribereños!, ¡cuántas veces incluso tuvieron que zar­par de nuevo sin más luz que la de Febo, incapaz de orientar su ruta entre tinie­blas! El implacable Eetes no cejaba en su persecución.
No existe corazón endurecido que no se conmoviera si explicáramos con deta­lle el viaje de los argonautas. Nos limita­remos a decir que para escapar a la tenaz persecución del rey de Cólquide, tuvieron que adentrarse por el curso estrecho de ese inmenso río que luego los geógrafos han llamado el Danubio; que mientras pudieron siguieron el rumbo de ese hú­medo camino y que, al llegar a sus fuen­tes, arrastraron la nave a través de mon­tañas heladas hasta llegar al mar que más tarde recibiría el nombre de Adriá­tico. Hay que añadir que en su huida al­canzaron el río Océano, que rodea en mo­vimiento continuo las tierras donde viven los hombres.
A pesar de los más duros esfuerzos, a pesar de los mayores peligros, el corazón intrépido del hijo de Esón se consolaba recordando el oráculo que antaño había proferido el roble de Dódona: «Perecerás por tu barco, pero no en tu barco», y Jasón sabía que los dioses no mienten.
Sin embargo, un día, un peligro mayor que los demás se cernió sobre los argo­nautas mientras navegaban por el estre­cho que separa las simas sin fondo de Escila y Caribdis: un canto divino lle­gó a sus oídos. Todos se estremecieron hasta la médula de los huesos: recono­cían la mágica voz de las sirenas que nin­gún humano había podido resistir hasta entonces.
Esas divinidades de cuerpo de mujer y cola de pez utilizan sus cantos para atraer a los fascinados navegantes; una vez és­tos penetran en las moradas submarinas, las sirenas los despedazan con sus ga­rras a fin de nutrirse de su sangre.
La mano de Jasón flaqueaba en el ti­món. Cástor y Pólux aflojaban el abrazo fraterno, hasta olvidar su afecto subyu­gados por aquella armonía indecible. El propio Heracles, abandonando la clava, tendía sus brazos hacia la isla maldita de donde procedían los cánticos. El Argo desviaba su rumbo y su proa altanera se inclinaba con dirección a la trampa. En esos momentos el roble de Dódona habló y el fiel Téstor transmitió su mandato:
-Que Orfeo afine su lira -dijo el ro­ble profético.
Y Orfeo obedeció.
Los sones del instrumento se elevaron puros e intensos en el aire espeso de bru­ma; la voz dulce del hijo de Apolo co­menzó a ensalzar a los dioses del mar, a los del cielo y a los del infierno, y era una voz tan armoniosa y unos acordes tan bellos que todos cesaron de escuchar a las sirenas. Los acentos de Orfeo logra­ron que renaciera el heroísmo en el co­razón de los argonautas.
Jasón, con mano firme otra vez, devol­vió el Argo a su rumbo mientras que sus compañeros asían los remos y bogaban con todas sus fuerzas. El brazo poderoso de Heracles desplegó la vela de púrpura, y la nave huyó, ligera, dejando lejos de sí a las sirenas, disgustadas, despechadas por haber perdido una presa.
Muchas fueron las veces que los argo­nautas tuvieron que reparar la nave dete­riorada por las tormentas o por haberse resentido el casco al chocar con escollos. Ya nada quedaba de los árboles del mon­te Pelión que habían compuesto las ban­das. Pieza por pieza, todo se había ido renovando y a menudo más de una vez; Jasón y sus compañeros navegaban ya a bordo de una nave distinta. El roble de Dódona era el único que seguía en su sitio.
Durante los múltiples derroteros, va­rios fueron los héroes que abandonaron a la tripulación. El mismo Heracles se marchó para acometer una serie de tra­bajos que han dado lugar a una leyenda que se ha vuelto inmortal.
Y al fin, después de muchos años, los navegantes entraron en aguas de Yaol­cos. El recibimiento que les hizo el pue­blo de Magnesia fue espléndido y se ne­cesitaría la pluma de un discípulo de Apolo para describir el júbilo de los súb­ditos del rey Pelias. El pueblo le destronó pero Jasón, cansado de tantas aventuras, no quiso ceñirse su corona; generoso, ab­dicó en favor de Acasto, hijo de Pelias.
Éste al principio manifestó un singu­lar agradecimiento; sin embargo, el agra­decimiento es un sentimiento que se ago­ta en el corazón de las personas medio­cres. Acasto se cansó pronto de ver junto a él a su bienhechor; y así ocurrió que un día Jasón tomó la decisión de volver a embarcarse en el Argo y reanudar sus peregrina-ciones hacia costas más hospi­talarias.
Una noche, Jasón fue a parar a una playa desconocida y desierta. Mandó que váraran la nave en la arena y él mismo se tumbó al amparo de uno de los costa­dos. El céfiro comenzó a soplar con vio­lencia. El casco de la nave escorada su­frió unos temblores y, de pronto, se oyó un gran crujido. El roble de Dódona, fiel hasta entonces después de tantos peli­gros, se desplomó como un guerrero se­gado en toda su fuerza.
La suerte quiso que el mástil cayera sobre Jasón que murió aplastado. Así se verificó el oráculo: «Perecerás por tu bar­co pero no en tu barco»

0.060. anonimo (grecia y roma)

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