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lunes, 8 de octubre de 2012

El sudario de esmeralda

Los normandos, palabra que quiere de­cir hombres del norte, iniciaron en el si­glo VIII la invasión y el pillaje de las cos­tas de Francia, Inglaterra y los Países Ba­jos y con la desaparición del imperio caro­lingio se asentaron en la desembocadura del Sena, donde tras el pacto de Saint­Clair-sur-Epte (911) Rolón fundó el pri­mer ducado de Normandía, vasallo del rey de los francos. Siglo y medio después, Guillermo, duque de Normandía invadirá Inglaterra, derrotando al rey anglosajón Haroldo II en la batalla de Hastings (1066) y fundando la dinastía de aquel nombre.

En el vasto bosque de Touques, que por entonces se prolongaba hasta las orillas de ese mar que separa el imperio de los franceses del país de los ingleses, se al­zaba en aquel año 932 de nuestra era una poderosa fortaleza.
Era ya noche cerrada y el viento so­plaba con furia. De vez en cuando, ráfa­gas de lluvia azotaban el bosque.
En la última sala de una de las torres del castillo, junto a una chimenea donde ardían los leños, sentado en sillón de pie­dra, velaba, a pesar de la hora tardía, un anciano. Tenía la barba blanca. Tenía casi cien años. Su estatura, aunque disminui­da por la edad, era aún superior a la de muchos hombres. Y sin embargo, quien hubiese podido reconocer en ese anciano a Rolón, primer duque de Norman-día, el orgulloso vikingo que sesenta años an­tes había devastado el país y luego lo había gobernado como legítimo señor hasta que, ya hacía cinco años, había ali­gerado sus hombros fatigados abdicando en favor de su hijo, Guillermo Espada Larga.
Los pensamientos del anciano rey del mar no eran pensamientos alegres, pues inclinaba la frente hacia los leños que ardían y parecía agobiado por preocupa­ciones crueles. De súbito, se levantó, se desperezó y todos sus huesos crujieron.
A grandes zancadas dio la vuelta a la sala. Andaba pegado a los muros de los que colgaban trofeos: pesadas tizonas que hay que manejar con dos manos, hachas, imá­genes burdamente talladas: la de Odín, dios del Norte, cuya religión había aban­donado el anciano. Se detuvo ante un amasijo de hierros coloreados de herrum­bre.
-La cerradura de la puerta de París­murmuró en voz muy baja.
Tras contemplar un momento la vieja reliquia, volvió de nuevo a la vera del fue­go. Si alguien más se hubiese encontrado en la sala, le hubiera oído decir en voz alta:
-iUn sudario blanco! ¡No, un sudario blanco no!
Por un rato prosiguió su paseo a gran­des zancadas, luego regresó a sentarse en su asiento de piedra.
Afuera el viento soplaba y se estreme­cía el postigo que aseguraba la ventana; por un instante una ráfaga más violenta llenó de humo de la chimenea. El an­ciano levantó la voz. Era una voz que conservaba acentos de fuerza y de mando.
-iHarrold! -gritó. ¡Harrold!
Se oyeron pasos cansinos por la esca­lera que unía el piso inferior de la torre con la sala del duque. Apareció otro an­ciano, más encorvado que Rolón, de cara igualmente adornada con una larga bar­ba blanca. Era el lugarteniente del jefe, su viejo camarada que, a su lado, había recorrido los mares, saqueado las costas, compar-tiendo peligros, aventuras y botín. Nunca se separó de Rolón y ahora seguía viviendo con él.
Al llegar ante su señor, Harrold boste­zaba hasta casi desencajar la mandíbula.
-¿Estabas durmiendo, Harrold? -di­jo Rolón en tono agresivo.
-Claro que sí -contestó el otro, ¿pues qué más se puede hacer a estas horas sino dormir en un blando jergón al calor de las mantas, mientras sopla el viento y cae la lluvia?
-Yo -replicó el jefe- no llego a dor­mirme. Pienso en mis ante-pasados y en mis gloriosos vikingos. Recuerdo nues­tras propias empresas.
-Precisamente, ¿esas empresas no nos han dado derecho a descansar y a ceder a otros las armas que nuestra vejez nos impide llevar?
Rolón no respondió a ese comentario; se irguió ante su lugar-teniente y, seña­lando las paredes de la sala, le dijo con voz apagada:
-¿Te acuerdas de aquellos tiempos cuando, a bordo de nuestras estrechas naves, de nuestros drakkars de proa la­brada en forma de dragón, surcábamos la llanura de las gaviotas? ¿Te acuerdas de nuestras expediciones a lo largo del sonriente Loira o por las bochornosas costas de la árida España? ¿Te acuerdas de las noches que pasamos leyendo nues­tro rumbo en las estrellas y de los días de lucha contra las milicias francas recluta­das a toda prisa para cerrarnos el paso? ¿Te acuerdas de aquellas tempestades que sufrimos y que costaron la vida a tantos de los nuestros?
-Me acuerdo -dijo Harrold- ¿pero es que no da gusto vivir en una casa bien guardada? ¿No es menos de temer el rui­do del viento detrás de unos gruesos pos­tigos que en el océano, cuando uno se expone a toda su crudeza?
-¿Te acuerdas de que pueblos enteros huían cuando nos acercá-bamos? -se exaltaba el jefe. Abandonaban sus ciu­dades y corrían al campo a esconderse, y nosotros podíamos saquear los palacios, desvalijar las casas, quemar las cosechas y si encontrábamos a gente que se nos re­sistía, la degollábamos con nuestras es­padas.
-Cuánto mejor es vivir entre vecinos tranquilos, contemplar cómo vuela el hu­mo de la chimenea del labriego, ver cómo amarillea el trigo en los surcos y cobrar un impuesto legítimo por todas estas ta­reas pacíficas.
-¡Qué alegría daba, después de nues­tras expediciones, volver a encontrarnos en los helados fiordos de los mares escan­dinavos y beber hidromiel, sentados en círculo junto a los negros abetos que po­blaban la costa!
-¿No es preferible beber zumo de uva o de manzana en una mesa bien puesta?
-¿Te acuerdas, Harrold, de la vez que fuimos a sitiar París que ya había sufri­do la invasión de nuestros padres? ¿Te acuerdas de cuando esa ciudad orgullosa, defendida por el conde Eudes y por Goz­lin, su obispo, estuvo a punto de caer en nuestras manos? Bien es verdad que el valor de sus habitantes nos impidió pe­netrar en la isla, pero qué juergas más alegres nos pegamos en aquella abadía de Saint-Germain-des-Prés donde nos ins­talamos. El rey Carlos tuvo que pagar tri­buto para que nos marchásemos.
-¡Pero cuántos compañeros se queda­ron para siempre en las orillas del Sena y qué fracaso sufrimos en Chartres!
-Aún me río pensando en aquella tie­rra de Normandía que saqueamos y en la ciudad de Ruán que en vano nos recla­mó Carlos el Simple.
-Sí, pero en Saint-Clair-sur-Epte, Car­los te hizo duque y reinaste sosegada-men­te en esa misma Normandía.
-Es verdad, el día del tratado- de Saint-Clair fue genial. ¿Te acuerdas de que a la hora de jurar fidelidad y sumi­sión al rey Carlos, alguien se empeñó en que para seguir la ceremonia, yo tenía que besarle el pie derecho?
El viejo Harrold se echó a reír.
-¡Claro que me acuerdo! Y me encar­gaste que fuera yo quien cumpliera esa formalidad por ti, pero como yo no quería proster-narme en el suelo, cogí el pie del rey y me lo llevé a los labios, y el rey per­dió el equilibrio y ¡paf!
Por un instante, el recuerdo distrajo a los dos ancianos pero Rolón, huraño otra vez, se puso a recorrer la sala lleno de enojo. Al cabo, volvió a plantarse de­lante de su lugarteniente.
-¿Te acuerdas -dijo con aspereza- ­de aquel conde de Bayeux que no tuvó más remedio que darme en matrimonio a su hija Poppa?
-Sí. Pero, después de Saint-Clair, el rey Carlos hizo que te casaras con su pro­pia hija Gisèle.
-¡Ah! Ojalá aún fuera entre mis vi­kingos el «seeflongr», el rey del mar, a quien todos temen y respetan.
-Sí, pero eres el duque de Normandía, querido y halagado.
-Me llamaban Hrolf el Andarín porque iba a pie delante de mis tropas. No había caballo lo bastante fuerte que pudiera lle­varme.
-Hoy puedes ir en litera adonde te guste.
-En los bosques y en los mares, adora­ba a Odín y a sus compa-ñeros, los dioses del Walhalla.
-Ahora en cambio, sentado en sitial de honor asistes a las ceremonias de los cristianos, que queman cirios e incienso.
Poco a poco, Rolón levantó la frente y clavó su mirada en los ojos de Harrold.
-Yo entonces tenía amigos, hoy ya no los tengo. Mi hijo Guillermo Espada Lar­ga, sólo piensa en gobernar los países que le entregué; favorece al labrador, estimu­la al mercader y yo, mientras, me quedo solo. Tú mismo, viejo compañero de ar­mas, viejo camarada de mares y batallas, vives satisfecho, prefieres las llanuras fér­tiles a las movedizas extensiones del océa­no. Así es como emprenderé yo solo el via­je para ir adonde hay que ir.
Harrold se estremeció; asió brusca­mente la mano del venerado jefe.
-¡Oh, Rolón! -exclamó- no merez­co que uses conmigo ese len-guaje. Sí, me siento feliz de gozar los frutos de tus victorias con-seguidas por tu inteligencia y valor con nuestra ayuda, la de nosotros tus servidores y de los que no están. Pero si me dijeras que mi cuerpo casi centena­rio ha de ceñirse el tahalí y que mis vie­jas manos han de volver a manejar la espada de hierro para defenderte, me en­contrarías a tu lado. Habla, que te obe­dezco.
Los rasgos de Rolón perdieron rigor y quizás una lágrima cayó de sus ojos, aun­que eso no podría afirmarse pues nadie vio nunca que el rey del mar llorase. Esa emoción duró poco, no tardó en recobrar su talante testarudo y brutal, y con voz breve replicó:
-Está bien, Harrold, eres digno de tu pasado. Escucha, siento que se acerca la muerte. Uno de estos días me quedaré en cama sin poder levantarme. Cerraré los ojos y cuando mi alma vaya a unirse con la de mis antepasados, mi hijo y sus ser­vidores me sepultarán a la manera de los señores de la tierra y envolverán mi cuer­po con un sudario blanco. No debe ocu­rrir. El único sudario que conviene a un vikingo, es el verde oleaje del océano. Recuerda que Odín, cuando sintió que se le acercaba la muerte, se embarcó para un largo viaje que sólo terminaría al de­sembarcar en el Walhalla.
Entonces los dos ancianos se ciñeron las armas cuyo peso apenas podían sopor­tar. Bajaron por la escalera de la torre, salieron del castillo y caminaron hacia la playa.
En la playa dormían varadas las barcas de los pescadores. Sin hacer caso de 0.120. anonimo (francia), bros ya entumecidos. Entraron en el agua hasta las rodillas, como si fueran insensibles al frío. Cuan­do la barca flotó, penosamente subieron a bordo.
El viento soplaba de tierra. Con sus de­dos agarrotados, lograron desplegar la vela. El viejo rey del mar se sentó al ti­món. La barca singló hacia alta mar.
Nadie más volvió a ver a Rolón, el see­kongr, el feroz pirata, el rudo conquista­dor. No cabe duda de que murió en el ele­mento que tanto amó y dominó.
Así se explica que en ninguna iglesia normanda aparezca la tumba de Rolón el primer duque, cuyo cadáver tuvo como sepultura el sudario que deseaba: el sudario de esmeralda.

0.120. anonimo (francia)

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