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viernes, 7 de septiembre de 2012

Y, además, cuatro doncellas la reina, cayetana

Luciano Bonaparte -hermano del emperador- era por aquel entonces embajador francés en España.
El objetivo de la actividad diplomática consistía en domeñar la voluntad de Godoy.
Una de sus artimañas para conseguirlo era halagar a María Luisa.
Pero, ¿el rey Carlos?, ¡para qué era necesario tenerlo en cuenta!
Y aquí empieza la intriga cortesana con el regalo del em­bajador a la reina de un espléndido conjunto, última moda de Francia. María Luisa, con el triunfo en sus ojos, lo ense­ña a sus competidores: la de Benavente, la de Osuna y, natu­ralmente, la de Alba. Elogios falsos por parte de las damas. El anuncio de que en el Prado se estrenará el lujoso atavío. Cayetana, hábilmente, inquiere detalles y observa meticulo­sa las etiquetas; en la duquesa, una sonrisa maliciosa porque, en este momento, una idea revolotea en su gentil cabecita.
Luego pronuncia una disculpa para poder ausentarse y sale desaforada.
-A casa. ¡Deprisa! -achucha al cochero.
Al llegar, reclama urgente la presencia de Constante, su fiel administrador, quien toma nota minuciosa de un extra­ño y sorprendente encargo.
-¿Te has enterado bien?
-Perfectamente, señora. Aunque...
-Pues dispondrás de todo lo necesario para que ello se verifique lo más rápidamente. posible.
Unos servidores ducales llegan a París reventando caballos y abreviando noches de sueño.
Dinero, mucho dinero, ponen urgencias en las costu­reras.
Otra vez en camino los criados de su excelencia. Ahora llevando repletas las valijas.
Relevos preparados. Caballos andaluces que vuelan y Madrid surge para los que llegan exhaustos.
Cayetana los recibe con alborozo.
Comprueba; sí, en efecto, las copias son exactas al tra­je que contempló en Palacio.
En agradecimiento por su presteza y diligencia en el cumplimiento del encargo, entrega una preciosa y relu­ciente joya a su fiel adminis-trador.
-Toma. Para tu esposa. De parte de una mujer recono­cida.
La campanilla en sus manos, llama impaciente.
En el aposento, cuatro camareras, las más jóvenes y bellas, se prueban las prendas mientras Cayetana lanza al aire el encanto seductor de su risa.
A los pocos días llega el aviso de que el martes; la, rei­na irá al Prado para lucir en carretela el regalo que le hizo Luciano Bonaparte.
-Daos prisa -repite la de Alba, dando los últimos retoques a las cuatro criadas vestidas con trajes idénticos.
-¡Al Prado! -ordenan a un coche en la puerta del Palacio.
Casi al mismo tiempo, desde el ducal, otros cuatro carruajes se ponen en movimiento.
Les ordena Cayetana:
-¡Al Prado!
Pocos momentos después, el pequeño drama.
La reina pasea radiante de satisfacción. De pronto vuel­ve la cabeza y se encuentra a las cuatró camareras de Cayetana vestidas con trajes iguales al suyo. Sus ojos echann chispas de ira. Durante unos instantes se queda paralizada, muda, inmóvil por el asombro ante tanto atre­vimiento. Enrojecido el rostro. Temblorosa, casi. De repente, empieza a soltar palabrotas; por último, tragándo­se las lágrimas, grita:
-¡A Palacio!
Mientras tanto la gente comenta la burla y sus posibles conse-cuencias. Muchos dirigen la mirada con fijeza hacia la duquesa, la cual ha colocado en su semblante un mohín seductor y piensa que la venganza de la otra será su des­tierro de la Corte.
¡Y qué importancia tiene ello si se compara con la feli­cidad del momento que está viviendo!
Además, el Sordo, la acompañará al Coto de Doñana.

127. anonimo (madrid)

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