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viernes, 7 de septiembre de 2012

Una gaveta que se abre misteriosamente

Penetramos en,la amplitud de la calle de Santa Isabel, poseedora de un extraño encanto y con varias lápidas que recuerdan que allí habitaron destacadas personalidades; en el número 13 vivió Teresa de la Mancha que inspiró al romántico Espronceda -de vida tan agitada, el famoso: «Canto a Teresa», que concluía nada menos que así:

«...que haya un cadáver más,
¡qué importa al mundo!»

Sin duda, el edificio más notable de la calle es el con­vento de Santa Isabel, debido al arquitecto fray Alberto de la Madre de Dios que ostenta el clásico chapitel de las iglesias matritenses del siglo XVII, y que fue construido sobre el solar del antiguo palacio del favorito real Antonio Pérez.
En la calle del Príncipe vivía con sus padres y con sus numerosas dueñas, doña Prudencia Grilo, veinteañera, bonita y terriblemente coqueta que se holgaba en burlarse de sus muchísimos pretendientes, hasta que un día apare­ció el destinado: era don Martín Ávila, andaluz y alférez, quien a pesar de su juventud había escuchado en repetidas ocasiones la canción de unos valientes fanfarrones que la entonaban por los campos de Europa y que decía más o menos así:

«De Italia, mi ventura;
desde España, mi natura;
hasta Flandes, mi sepultura.»

El amor hizo estragos entre ambos jóvenes.
Ya tan sólo, faltaban pocos días, para las amonestaciones en aquel abril del año 1588.
Doña Prudencia relucía del alegre contento de sus vís­peras nupciales, al esperar con ansia de amante, la llegada de su galán. Cuando'éste penetró en el aposento, su rostro estaba alterado de preocupación:
-¿Qué sucede? -preguntó la dama después de sabo­rear un apasionado beso.
-Voy a ganar honores para ofrecéroslos como regalo de boda.
-Decid, decid... -insistió ella, ansiosa.
-El rey nuestro señor ha convocado a los ejércitos en Lisboa para marchar sobre Inglaterra y luchar contra la osadía de la reina Isabel.
-¡Pero...! ¡No es posible que os vayáis ahora! Esta­mos a las puertas de nuestro matrimonio.
-¿Me preferís cobarde, mi señora?
-¡Eso, jamás!
-Pues comprended que la futura esposa de, un soldado no puede interferir entre éste y su militar destino y que, además, debe ser tan fuerte como él en el cumplimiento del deber.
-El mar es difícil camino para correo; ¿cómo sabré de vos y de vuestro estado?
-Nuestra comunicación será muy sencilla: Que no os llegue pliego alguno será la mejor, señal y, de morir, os prometo que lo sabréis en el mismo instante que ocurra. ¿Veis este escritorio? Se abatirá la tapa y saldrá uno de sus cajoncillos hacia afuera y, además, las cortinas de vuestro dormitorio serán descorridas por lo invisible.
Después de manifestar tan absurda y peregrina prome­sa, el caballero sonrió un momento; pero, en seguida, experimentó un escalofrío que le sobresaltó.
Días más tarde, unos barcos partían hacia Lisboa para emprender una aventura bélica que resultaría trágica para los destinos de aquella España en la que no se ponía el Sol: era la Armada Invencible.
Doña Prudencia aguardó, atormentada por visiones, esperanzas pasajeras y punzadas en el pecho, durante la para ella interminable espera.
Llegó el mes de julio.
La desconsolada novia, cierto día, permanecía en el lecho sumida en sus pensamientos. De pronto se coló en la alcoba, a pesar de que las puertas y ventanas estaban cerra­das, una ráfaga de aire gélido y las cortinas se agitaron durante unos segundos.
Doña Prudencia, atado el corazón y agarrotada el alma por un trágico y siniestro presentimiento, se trasladó al -otro aposento y contempló aterrada cómo la tapa del escri­torio se caía saliendo hacia afuera una gaveta del mismo.
Se quedó tan helada como aquella ráfaga de misterioso viento que instantes ha penetrara en sus privados aposen­tos. Un frío estremecedor, un frío de muerte, hizo zozobrar su espléndida figura de apetecibles redondeces.
No pudo gritar.
Tan siquiera articular palabra.
De sus labios no brotó la exclamación de horror que desde hacía instantes se había gestado en su garganta.
Todo ello porque acababa de comprender, trágicamen­te, que toda aquella parafernalia misteriosa se correspon­día con matemática exactitud con la señal fatídica prome­tida por don Martín Ávila.
Pronto cartas y relaciones confirmaron el hecho de la muérte del heroico alférez.
Después la doncella profesó en la Visitación y fue la primera superiora del convento de Santa Isabel -que fun­dara la reina Margarita de Austria- y, dice la leyenda, que al pie del altar mayor mandó colocar doña Prudencia una tumba vacía como testimonio de su frustración cómo mujer y de la permanencia de sus sentimientos.

127. anonimo (madrid)

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