Translate

viernes, 7 de septiembre de 2012

San borondón, la isla fantasma

Grandes y muchos fueron los prodigios que conoció San Brandán en su búsqueda de aquel Paraíso donde Adán estuvo sentado el primero. Fue Barinthus, el ermitaño, quien le habló de aquella tierra prodigiosa en la que Dios permitía a sus santos que viviesen después de la muerte. Durante dos semanas el ermitaño Barinthus y su ahijado el monje Mernoc habían vagado por aquel maravilloso sitio, que estaba más al oeste de la Isla de las Delicias, en donde abundaban las flores y los árboles frutales, y cuyo suelo se pavimentaba de piedras preciosas. Así recorrieron el lugar hasta que llegaron a un ancho río. Cuando iban a sortearlo se les apareció un ángel que, prohibiéndoles continuar, los condujo de nuevo a su barco. Volvieron a la Isla de las Delicias; allí quedó el monje Mernoc, Barinthus regresó a Irlanda, visitó a su primo Brandán y le narró sus aventuras.
Tan impresionado quedó San Brandán por todo lo que le oyó a Barinthus que al día siguiente propuso a San Maclovio y catorce de sus discípulos emprender viaje en busca de la Tierra Prometida. Durante cuarenta días se prepararon para las fatigas del viaje, ayunando un día de cada tres, y aplicados en la construcción de un velero, de la clase curragh, cuyos costados y cuadernas eran de mimbre que cubrían con piel de vaca curtida con corteza de roble. Para cuarenta días almacenaron provisiones y, también, suficientes pieles para reemplazar las que cubrían el entramado de la nave. En medio del barco, al que bautizaron Trinidad, levantaron un mástil, y se hicieron con una vela y un timón. Entonces surcaron el mar.
Durante siete años erraron por el Atlántico y avistaron muchas islas extrañas, como la de San Albeus en donde vivían veinticuatro monjes que, excepto para cantar himnos, no pronunciaban palabra desde hacía ocho años y conversaban mediante un lenguaje de signos. Después de aprovisionarse, llegaron a una isla cubierta de viñas que producían uvas del tamaño de manzanas, y bastaba una de aquellas uvas para alimentar a un hombre durante todo un día. Y advirtieron también San Brandán, San Maclovio y sus monjes durante la travesía una gran columna de cristal con una envoltura de plata o de vidrio que permanecía de pie en medio del océano. Y encontraron demonios, pigmeos, gatos marinos y marinas serpientes, y dragones, buitres y ángeles. Y en una de tres islas volcánicas que avistaron descubrieron a Judas sentado en una roca donde descansaba de su tormento, pues era domingo. Y visitaron una isla habitada sólo por grandes ovejas blancas. Y estuvieron en la isla que era el Paraíso de los Pájaros, en donde los árboles no daban hojas sino menudas criaturas cubiertas de plumas que colgaban por el pico de las ramas, succionando el jugo de la corteza.
Grandes y muchos fueron los prodigios que conoció San Brandán en sus siete años de navegar hasta hallarse en la Tierra Prometida. Y allí, como a Barinthus, el ermitaño, y al monje Mernoc, el mismo ángel le prohibió cruzar el ancho río y le invitó a volver a su barco Trinidad, llevándose él y los suyos todas las frutas y piedras preciosas que pudiesen cargar. Cruzó el anillo de niebla que envolvía al Paraíso y tomó a Irlanda San Brandán. Y allí contó repetidas veces a sus hermanos cómo fue su aventura, dónde disfrutaron con gozo, dónde pasaron aprietos y cómo, en cuanto les hizo falta, encontró dispuesto y a punto todo cuanto a Dios pidiera.
Durante siete años erraron por el Atlántico San Brandán y San Maclovio y en la travesía muchas islas extrañas conocieron. Como la que habría de tomar su nombre del santo, por más que también le decían Aprósitus o Inaccesible, Non Trubada y Encubierta. Y es que largo tiempo llevaban navegando los santos monjes sin descubrir tierra, con lo que sobrevino el día de Pascua. Rogó entonces San Brandán para que les hiciese Dios la gracia de hallar algún enclave en el que poder decir misa. Oyó el Señor los votos de su siervo y dispuso que en medio del mar apareciese repentinamente una isla. Así fue cómo desembarcaron y, a los primeros pasos que dieron por el lugar, hallaron el cadáver de un gigante que yacía en un sepulcro. Por indicación de San Brandán resucitó San Maclovio al gigante, al que instruyeron en la religión cristiana dándole idea del misterio de la Trinidad y de las penas del infierno. Luego lo bautizaron, poniéndole por nombre Milduo, y le dieron permiso para morir de nuevo.
Erigieron los viajeros un altar y celebraron la Pascua con un hermoso oficio lleno de fervor. Cogieron, para guisarla, la carne que habían guardado en el barco y, en seguida, acumularon leña par asarla. Cuando estuvo aderezada la comida se prepararon para comerla. Mas, de pronto, todos se pusieron a dar gritos, llenos de temor, porque la tierra entera temblaba y se iba alejando mucho de la nave. Calmó a los monjes San Brandán, recogieron las provisiones y embarcaron todos de nuevo.
Aunque ya a diez leguas de distancia, desde el velero pudieron divisar con toda nitidez el fuego que habían encendido sobre la isla que, aprisa, iba desapareciendo. Así, como una engañosa ballena, acabó por hundirse en el océano, dispuesta a resurgir de entre las aguas para asombro y maravilla de navegantes.

101. anonimo (canarias)

No hay comentarios:

Publicar un comentario