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viernes, 7 de septiembre de 2012

Puerta cerrada. un retrato «bien parecido»

La calle de Segovia muere, o tal vez nace, en Puerta Cerrada.
El forastero que oye este nombre sonoro y contempla tan sólo una tosca cruz -adorno de un simple registro de agua, se asombra y no comprende. Alguien entonces le habla de una puerta que existió en su día y que tuvo que ser cerrada a causa de los malhechores que al llegar la noche allí buscaban refugio.
Tirso de Molina la recordó de esta manera:

Como Madrí está sin cerca
a todos gustos da entrada;
nombre hay de Puerta Cerrada,
mas pásala quien se acerca.

La figura evocada es la de Felipe IV.
Miraba de frente y posaba la vista en lo alto.
Por eso los embajadores italianos le llamaban el rey­estatua y, sin embargo, no ser soberbio sino afable.
No se quitaba el sombrero ante nadie pero sí ante un Crucificado; se repetía una y otra vez en el adulterio, y él, paradójicamente, era celoso; entraba en conventos con intenciones sacrílegas y, una simple monjita con sus epís­tolas desde su convento soriano, dirigió los últimos años de sus cuarenta y cuatro de reinado. Todo él era un cla­roscuro viviente; no hay que olvidar que nació en un Vier­nes Santo y que tuvo por pintor de cámara al sevillano Velázquez.
El escenario de esta nueva leyenda es, precisamente, la mencionada Puerta Cerrada. En el desarrollo de la misma intervienen, además, doña Laura, hermosa viuda de un indiano, que era la amante de turno y que vivía en un pala­cio que existió aquí, y don Ramiro de Vozmediano, tenien­te-corregidor de Casa y Corte. ¡Ah!, y también figura la sombra siniestra de la Inquisición que proseguía con su ardua tarea de condenar y condenar, persiguiendo y persi­guiendo amoríos ilícitos, tanto más si eran éstos perseve­rantes.
Unos chivatos anónimos comunicaron a Vozmediano que en días alternos una carroza se detenía delante de la suntuosa mansión, morada de la viuda hechicera, de la que bajaba con presteza un embozado, penetrando en el porta­lón que se cerraba a su espalda.
Entonces, como era de proceder, montó el corregidor la oportuna (y más o menos discreta) vigilancia. Una noche le dieron parte:
-¡Ya ha caído en la ratonera!
A los pocos instantes el teniente-corregidor, con escol­ta de cohortes y escribanos, se personaba en el lugar de los supuestos hechos diciéndole así a la dama:
-Sé que escondéis a una persona en vuestros íntimos aposentos. En nombre de Su Majestad, entregádmela.
-Entrad y registrad. Tenéis ante vos a la más fiel ser­vidora de Felipe IV
Concluido el registro sin que se hubiesen hallado evi­dencias inculpadoras contra la señora, el corregidor obser­vó cierto movimiento en el tapiz que cubría el balcón.
-¿Qué hay ahí detrás? -quiso saber al momento.
-Amén del cierre del balcón, un retrato de cuerpo entero que reproduce la figura de Su Majestad.
-¿Puedo contemplarlo?
-Podéis... Pero no os lo recomiendo. Porque es tan real el retrato que quizá su contemplación pueda alterar el buen estado de su señoría.
Don Ramiro, sin más, descorrió el tapiz.
Exclamando:
-¡Dios bendito!
Porque allí estaba Felipe IV, erecto y mudo, impávido e inmóvil. El teniente-corregidor, que andaba de vuelta de casi todo, entendiendo, cuanto debía entender, volvió a correr el tapiz escondiendo la turbadora imagen mientras aseveraba con voz entrecortada:
-Cierto... Cierto que nunca había visto retrato tan per­fecto de Su Majestad. ¡Tan siquiera entre los mejores que le ha pintado don Diego Velázquez!
Y aquí concluye la historia.
Que no todo tienen que ser tragedias y de vez en cuan­do hay que abrirle un paréntesis a la sonrisa.
Pícara sonrisa, claro.

127. anonimo (madrid)

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