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martes, 4 de septiembre de 2012

Niccolo pesce

En un amable rincón del puerto de Nápoles hubo, en tiempos, un palacio, y sobre sus muros un bajo­rrelieve -que aún hoy se conserva- con la figura de un hombre fuerte, rudo, cubierto de vello, y que en su mano derecha empuña un cuchillo. Para mu­chos, muy doctos, se trata de Orión; mas para el pueblo es, simplemente, Niccolo Pesce (Nicolás Pez), su amigo Niccolo.
Era un chicuelo napolitano, moreno, gracioso y menudo. Se pasaba el día jugando entre las rocas y las olas del mar, que habían dejado impreso en su cuerpo ágil y en su alegre semblante la huella de su maridaje con la naturaleza. También sus ropas de­nunciaban a las claras lo arriesgado de sus corre­rías, con la consiguiente desesperación de su madre, que no dejaba de lamentarse y de decirle:
-¿Por qué no te convertirás en pez?
Y tanto, tanto lo deseó la buena mujer, y tanto, tanto se esforzó Niccolo en complacerla, que llegó día en que nuestro héroe más parecía pez que otra cosa.
Recorría largas distancias bajo las olas, o se intro­ducía cómoda-mente en el vientre de algún enorme pez y -más afortunado que Jonás- interrumpía su viaje cuando le parecía, abriendo con su cuchillo las paredes vivas que lo custodiaban. Solía traer gra­tos recuerdos de sus excursiones. En cierta ocasión se sumergió en la gruta de Castell dell'Ovo y regresó a, su casa con un espléndido botín de magníficas gemas.
Sus hazañas y sus expediciones no cayeron en el silencio. Tuvo noticia de ellas el Rey y le llamó a su presencia; elogió su atrevimiento y le encomendó una empresa de altos vuelos científicos: quería sa­ber cómo era el suelo del mar. Poco tiempo bastó a Niccolo para concluir su misión. Fue a Palacio y dijo al Monarca:
-Señor: magníficos vergeles de coral entorpecie­ron mi vista maravillada, mientras mis pies camina­ban sobre arenas de preciosas piedras. Allí se encuen­tran también ingentes tesoros y magníficos naufra­gios; allí la venganza del mar altivo contra el hom­bre que quiso dominarlo sin amarlo.
Nuevamente, preguntó el Rey:
-Y dime, Niccolo, ¿por qué la hermosa Sicilia se alza orgullosa sobre el mar?
Salió el muchacho, se sumergió en las ondas y ca­minó, confun-dido con los peces, bajo el macizo sici­liano. Y regresó a Nápoles y satisfizo la curiosidad real:
-Vuestra isla descansa sobre tres enormes co­lumnas que se hunden, poderosas, en el lecho del mar. Y aun puedo deciros que una de ellas está ya cuarteada y rota.
-Una última pregunta, Niccolo -dijo el Rey, insaciable: quisiera saber hasta dónde podrías su­mergirte en el mar profundo. Desde el faro de Me­sina lanzaremos hacia el lecho insondable del océano una bala de cañón: persíguela hasta alcanzarla; la huella rápida de tu paso sellará mi triunfo sobre las ondas.
-Sin duda, será vuestra última pregunta, señor -respondió Niccolo, pues moriré en la empresa; pero si lo mandáis, obedeceré.
Y el napolitano se fue al mar y descendió entre las aguas amigas y le saludaron los paisajes queridos. Y corrió sin descanso, en sobrehumana pugna, tras la bala de cañón, y, al fin, la alcanzó. Se detuvo, ren­dido, a descansar sobre las ricas arenas. Miró hacia arriba: sobre él, las aguas serenas, tranquilas y calla­das, con el silencio amplio y despiadado de la muerte.
Niccolo no regresó ya jamás a su alegre Nápoles; quedó sepultado en el mar hostil y endurecido. Y cerca de él reposaba también, vencida, la bala: el trofeo de victoria que en vano esperó el Rey, sobe­rano de las tierras.
Otros, sin embargo, creen que Niccolo no sufrió tan triste suerte, sino que halló en el mar morada in­mortal y dichosa. Y aun dicen que le han visto apa­recer a veces y conversar con los marineros, a los que instruye y advierte de todos los peligros.

112 anonimo (italia)

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