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martes, 4 de septiembre de 2012

Natchenka y woitek, el falso bandido

Quizá fuese en Lublín donde el mercader Slomka vivía; mas no me acuerdo.
El viejo poseía muchas tiendas; pero en la que guardaba sus joyas no le confiaba el trabajo a nadie. En un bosque vecino vivían unos bandidos que traían a toda la comarca atemorizada; pero Slomka no les temía. Era un hombre feliz.
El tendero tenía una hija, a la cual quería con lo­cura. Esta muchacha se llamaba Natchenka. Un día le pidió que le ayudase a vender en la tienda; tan buena maña se dio la joven que, entonces, se dedicó a ayudar a sus padres todos los días. Una vez que se quedó sola se le presentaron dos individuos de torva mirada; mas Natchenka no se dejó impresionar. Examinaron todas las joyas con ávida mirada, co­mentando la fortaleza de los cerrojos; pero ella, aunque los observaba de cerca, se hizo la desenten­dida. Cuando volvió su padre, nada le dijo, te­miendo asustarle. Ella se quedó de guardia toda la noche. Y por la mañana, después de la larga vigilia, estaba pálida y agotada. Nada dijo, y a la noche si­guiente'volvió a su puesto. Su vigilancia fue prove­chosa. Llegaron los dos desconocidos. Natchenka los esperaba. Hicieron un agujero y por él se coló el capitán. Mas la valiente muchacha se esperó con un largo cuchillo, cercenándole la cabeza. El segundo, harto de esperar, a su vez introdujo la suya; mas al ver la sangre que había en el suelo, trató de retroce­der, pero no antes de que ella se quedase con una oreja. El otro, desde fuera, juró venganza, y ante los gritos aparecieron los padres.
Pasaron los años, y ya todo el mundo se había ol­vidado de los bandidos, cuando se instaló en la tienda de enfrente un extranjero que, desde el prin­cipio, empezó a hacer la corte a Natchenka; los pa­dres lo advirtieron y se angustiaron.
Una vez que la chica se lamentaba de no poder ir a ver a su tía, el joven se ofreció, diciendo que él la conocía y que pensaba ir a verla. Natchenka estaba encantada, y por fin consiguió el permiso de los pa­dres para ir acompañada del joven.
Por la mañana, los caballos estaban ya engancha­dos a una carroza de viaje, y el padre y la madre ba­jaron a despedir a su hija y así comenzó el viaje.
Ya habían recorrido un par de leguas, cuando el cochero viró a la derecha, para evitar pasar por el bosque; mas el joven dio una orden terminante y el cochero prosiguió el camino interrumpido. Al en­trar en el bosque, el bandido sacó una pistola del bolsillo y le dio un tiro en la espalda al viejo criado, que cayó del pescante y quedó tendido en la nieve. El extranjero ató a Natchenka de pies y manos y le enseñó su oreja cicatrizada. El pánico de la pobre muchacha al saber que estaba en manos de sus ene­migos fue indescriptible. El capitán -pues no era otro- sacó entonces una flauta y emitió unos to­ques extraños; enseguida apareció la banda de fora­jidos. El capitán les dijo:
-Mirad, muchachos, lo que os traigo: la que mató a nuestro jefe hace un par de años.
Al lado de una hoguera había un niño jugando con unas bolas.
El jefe, dirigiéndose a él, le dio la flauta y le dijo:
-Woitek, vete aprendiendo a tocar; algún día serás nuestro jefe.
A la joven la echaron dentro de una cueva, des­pués de atarla. Y comentaban la manera de darle muerte, cuando un vigía les anunció que iba a pasar un convoy escasamente guardado. Todos salieron precipitadamente, dejando al niño de guardián de la prisionera.
Natchenka llamó al niño y le pidió que la liber­tase; mas el niño no quería. Después de una larga disputa, las promesas de la joven le convencieron y abrió la celda.
Salieron los dos huyendo y vagaron tres noches por el bosque, hasta que, por fin, encontraron un ca­mino que les condujo a una ciudad,'guardada por un castillo; hasta allí se arrastraron y cayeron des­mayados ante los muros.
El dueño del castillo era el gran Poderski. Los me­tieron en la cama y les dieron a beber leche caliente. Los infelices no pudieron hablar hasta el otro día. Entonces Natchenka contó lo sucedido. PodeTSki puso una cara muy larga y mandó llamar a su her­mano, que era un capitán de las fuerzas del rey de Polonia, para que viniese con refuerzos, por si ata­caban los bandidos. Éstos, al volver a su guarida, encontraron que la doncella se había escapado; pro­rrumpieron en gritos de furor y en el acto siguieron la pista hasta el paradero de Natchenka y de Woitek.
El jefe se disfrazó de fraile, con tres forajidos más, y metió a los otros en sacos, como si fuesen provisio­nes. Así entraron en la población y pasaron por de­lante de la guardia sin que se sospechase lo que traían.
Mas Woitek, que era más listo de lo que se habían imaginado los bandidos, se metió en la cuadra y creyó reconocer uno de los caballos. Se fue co­rriendo y se lo dijo a Poderski. Éste le aconsejó cau­tela, y por la noche entró otra vez en la cuadra; abrió uno de los sacos y metió la mano; rozó el cabello del bandido que estaba dentro, y creyendo éste que era el jefe, le preguntó si era la hora, y Woitek, disfra­zando la voz, le contestó que no. Por fin llegó el ca­pitán, lo cual tranquilizó a todos los presentes, puesto que con él traía una buena escolta. Los bandidos in­tentaron el asalto; mas fracasaron. Todos fueron ahorcados, en castigo de los desmanes que habían cometido, y el último de ellos, antes de ser senten­ciado, fue obligado a llevar a los soldados a su gua­rida, donde el tesoro de la banda fue repartido entre los pobres del pueblo.
Natchenka no esperó el final del suplicio para atravesar el bosque corriendo e ir a casa de sus pa­dres, que ya la habían dado por muerta.
El regocijo fue general y se celebró con grandes fiestas la vuelta de la desaparecida.

125. anonimo (polonia)

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