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viernes, 7 de septiembre de 2012

Los amantes de teruel

En la ciudad de Teruel vivían Diego Marcilla e Isabel de Segura. Desde muy niños, habían jugado juntos, juntos habían correteado por las calles, albo­rotando en los días de fiesta mayor. Él era de pobre ascendencia, y ella, por el contrario, pertenecía a una de las familias principales de Teruel. Cuando los dos muchachos fueron creciendo en años, la afi­ción y recreo que tenían estando juntos se trans­formó poco a poco en amor.
Isabel era ya una bella damita, y Diego un man­cebo robusto, que soñaba con hazañas guerreras.
-Verás, Isabel -decía un día que habían ido a pasar la tarde a una huerta de los alrededores: yo partiré un día a la guerra. Me alistaré como soldado en uno de los Tercios del Emperador. Marcharé ale­gremente, me darán un arcabuz, o bien, viendo lo fuerte de mi brazo, me harán piquero. Tú me verás partir, despidiéndome con el pañozuelo que te re­galé. Marcharemos a un puerto, y allí embarcaré, Dios sabe si para Italia o para tierra de moros. Y en la primera acción me lanzaré contra el enemigo, asaltaré de los primeros una brecha o, si Dios me ayuda, haré prisionero a algún alto jefe. Entonces me darán la banda de alférez, y volveré a verte, ves­tido como un caballero, con una larga espada...
La muchacha le oía entre alegre e inquieta. Así pasaban las tardes, entretenidos en su dulce afición. Mas ya el destino tejía un hilo de desdichas.
Tenía Isabel una prima con la que había hecho vida familiar. Un día, cuando ya eran crecidos Isa­bel y Diego, la prima -llamada Elena- vio al mancebo, y al instante quedó prendada de él. Sabía los lazos que ligaban a su prima con Diego y, llena de pesadumbre, urdió un medio para que Diego, quedase libre y pudiera ser suyo.
Había en la ciudad un noble caballero, don Fér­nando de Gamboa, que, si bien amaba a Isabel, no se sentía muy seguro de ser corres-pondido.
Un día, Elena contrahizo la escritura de Isabel en una misiva y, llamando a una vieja criada, la envió con dicho papel a casa de don Fernando. Éste, sor­prendido, vio como en aquellas palabras se alen­taba su esperanza y, en vez de partir de la ciudad, como había determinado, pensó quedarse y correr la ventura que tan cierta se le prometía. Durante va­rios días, rondó la casa de Isabel; mas sin encontrar acogida claramente favorable. Lo atribuyó a juego de mujer; más aún, cuando la pérfida Elena le envió un nuevo recado en nombre de Isabel, que perma­necía inocente de los manejos de su prima. Al fin, fue pasando el tiempo, y los padres de Isabel juzga­ron que era ya hora de dar en matrimonio a su hija. Sabían el cariño que existía entre Isabel y Diego, al que tenían gran afecto; mas consideraban lo humilde de su procedencia y lo pobre de su vida, y va­cilaban. Don Francisco de Gamboa había manifes­tado al padre el amor que sentía por su hija. Y así, un día, se presentaron en casa de Isabel, a un tiem­po, Diego y don Fernando, a pedir la mano de la doncella.
Fueron honorablemente recibidos. Don Fer­nando habló de este modo:
-Noble Segura: Desde hace mucho tiempo, amo a vuestra hija. Conocéis de sobra lo noble de mi apellido y lo rico de mi hacienda. No he querido aceptar ningún partido de Teruel, esperando que Isabel pasase de niña a muchacha y de muchacha a doncella. El tiempo ha venido en que puede honrar mi casa y mi estirpe.
Y a continuación habló de sus riquezas, aña­diendo que no sólo por poderoso pretendía a Isabel, sino por creer que su esperanza no sería defrau­dada. Isabel, que tras una celosía estaba presente a la entrevista, oía sorprendida las palabras de don Fernando, pues nunca había hecho ninguna mani­festación que él pudiera haber interpretado como favorable. Después de hablar don Fernando, se ade­lantó Diego y, a su vez, dijo:
-No tengo riquezas ni noblezas; mas desde niño me tuvisteis en vuestra casa y sabéis que amo a Isa­bel y que Isabel me corresponde.
Pero el viejo Segura interrumpió al doncel, di­ciendo:
-Bien te conozco y sé que eres bueno; mas esa afición que dices existir, más bien la creo cosa de muchachos que juegan juntos que de mujer y hom­bre que han de vivir como tales y fundar una fami­lia. No puedo darte la mano de Isabel, pues sería cambiar lo cierto por lo dudoso, la buena casa y es­tirpe de don Fernando por la de un joven sin nom­bre ni fortuna.
Así, fueron decididas las bodas de Isabel y don Fernando. Pero aún Diego insistió, diciendo:
-No es justo, noble Segura, que neguéis a quien os ama como hijo una oportunidad para ganar con su brazo lo que fortuna le negó por su nacimiento.
De muchos nobles señores se cuenta que ganaron fama y riquezas en las guerras, y yo quiero probar. Dadme un plazo, aunque sea corto, y os mostraré lo que valgo.
De nuevo vaciló el padre de Isabel. Pero, deci­diéndose, le dijo a Diego:
-Bien: te concedo el plazo que pides. Esperaré para dar a Isabel a don Fernando un plazo de tres años con tres días. Si en ese tiempo vuelves con nom­bre y riquezas, o con nombre tan sólo, Isabel será tuya. Mas ni una hora esperaré más allá del plazo.
Diego aceptó, lleno de alegría, y salió de la casa.
Aquella tarde volvieron a encontrarse Isabel y Diego en el huerto, donde tantas veces habían ju­gado primero y se habían amado después.
-Ya ves, Isabel -dijo el muchacho, cómo mis ilusiones de niño se hacen ahora realidades inme­diatas. Partiré esta noche a Barcelona, donde me alistaré para la empresa que el César intenta acome­ter contra Túnez. Sé que antes de que haya transcu­rrido el plazo serás mi esposa y nada habremos de temer.
Y entre temores de la muchacha y seguridades de él, pasó la tarde, se hizo la noche y Diego partió.
Diego llegó a Barcelona, que entonces estaba llena de soldados. Alistóse en uno de los Tercios, y pronto partió embarcado hacia Cartagena. Allí salió con su compañía para las tierras de África y pudo demos­trar el valor que le animaba. Era querido por sus ca­maradas y admirado por sus jefes. Día tras día, su fama iba creciendo y le iban siendo concedidos nue­vos honores y grados, así como gratificaciones. Unas veces eran expediciones con pocos hombres para for­zar la entrada de algún portachuelo moro o para hundir las barcas. Otras eran batallas contra gran­des fuerzas. Y, al fin, en la de Túnez, logró que el mismo César le otorgase la anhelada banda de alfé­rez, concediéndole también una Orden y ennoble­ciendo su nombre.
En tanto, en Teruel, la prima Elena no había ce­jado en su tarea de separar a Isabel de Diego. Cuan­do asistió a la escena de las peticiones de mano, creyó perderlo o ganarlo todo; mas, al ver el plazo que se daba, se dispuso a obrar de nuevo. Una ma­ñana se presentó, afectando tener el semblante de­mudado, en casa de Isabel; pidió ser recibida por el padre de ésta y le comunicó que le habían llegado noticias fidedignas de que Diego había muerto he­roicamente. Mucho dolor sintió el buen viejo y, to­mando las naturales precauciones, le comunicó la mala nueva a Isabel. Ésta, dentro de su gran pesar, no se sentía cierta de esa muerte. Algo dentro de ella le cantaba una íntima esperanza. Recordaba las pa­labras de Diego: «...Sé que antes de que haya trans­currido el plazo señalado, he de volver». Y le pidió entonces a su padre que difiriera la boda hasta el úl­timo momento, lo que se hizo.
Llegó, por fin, el día en que expiraba el plazo, y se celebraron las bodas. Isabel estaba ya resignada y aceptó, de buen grado, la mano de don Fernando.
Dos horas después de haber expirado el plazo, entraba en Teruel, a todo galope, Diego Marcilla. Había vuelto a toda prisa, reventando caballos; mas había llegado tarde. Aún esperaba que no hubiese sido tan rígido el cumplimiento del plazo; mas cuan­do llegó a casa de Isabel y vio las paredes alhajadas con ricas colgaduras, y la servidumbre con trajes de gala, comprendió que su desdicha estaba consumada.
Entonces penetró en la mansión y subió a la habi­tación de Isabel, ya preparada como cámara nup­cial. Ocultóse debajo del lecho y esperó que llegase el matrimonio. Al fin, éstos penetraron en la alcoba y, después de ser despedidos por los familiares, se dispusie-ron a acostarse. Entonces Diego, para impe­dir que se consumase el matrimonio, tomó una mano a Isabel, la cual sintió un gran sobre-salto y dio un grito. El marido preguntó si le sucedía algo, y ella, turbadísima, y reconociendo en aquella mano que asía la suya la de Diego, pidió a don Fernando que bajase a buscar un pomo de sales que había de­jado en el piso inferior. El marido lo hizo de buena gana y, cuando Isabel estuvo sola, salió Diego, que, cayendo de rodillas ante ella, le recordó su amor, que seguía tan fuerte como cuando partió, repro­chándole al mismo tiempo su poca constancia, ya que debía haber esperado hasta su vuelta. Mas ella, aun sintiendo gran alegría al verle, le dijo:
-Ha sido la voluntad de Dios, y no la fortuna, la que ha hecho que se retrasase tu llegada. Hasta el último momento te esperé. Ahora nada debes espe­rar de mí. Casada estoy y no puedo faltar a mi honor marchando contigo.
Él insistió, y sentía tan lastimado de dolor su pecho, que, al fin, derramando abundantes lágri­mas, al levantarse para marchar, se desplomó como herido por el rayo. Terrible fue para Isabel ver morir tan repentinamente a su antiguo amado, y más fuer­te aún la sorpresa de don Fernando, al ver a un hombre muerto en la habitación y a Isabel pálida y pronta a desvanecerse.
Ella le contó lo sucedido, jurándole por lo más sa­grado que ella era inocente. Entonces él, creyéndole, determinó sacar de allí el cuerpo del infeliz Diego y, aprovechando las horas de la noche, dejarlo en la puerta de su casa. Así lo hizo, siendo ayudado por la misma Isabel.
Al día siguiente, terrible fue la sorpresa de los pa­dres del infortunado joven. Por la ciudad se corrió la noticia, y los comentarios eran numerosos y di­versos. Los funerales se celebraron con gran concu­rrencia de personas, que comentaban la infausta suerte de Diego. De pronto, se presentó Isabel, y un rumor acogió su llegada. Venía pálida, vestida con sus más lujosos trajes y adornos. Durante la santa misa permaneció arrodillada, con el rostro entre las manos. Y ya al finalizar el oficio de difuntos, levan­tándose de pronto, se aproximó al catafalco y, ante el asombro de todos, inclinándose sobre el cadáver de Diego, depositó un apasionado beso en sus exan­gües labios. Cuando don Fernando y sus criados acudieron, vieron que Isabel estaba echada de bru­ces sobre Diego y, queriéndola levantar, advirtieron con espanto que había muerto de repente también.
Todos los circunstantes se sintieron ganados por la lástima, y don Fernando, transido de dolor, dijo:
-Fue la voluntad de Dios que Diego e Isabel no se unieran en vida; pero su mano condujo al ángel de la muerte para unirlos en el otro mundo. Que se entierren juntos a los que esposos fueron en la in­tención, hasta que yo me atravesé en su camino.
Y así, juntos, se dio sepultura a los cuerpos de Diego Marcilla e Isabel de Segura, a los que la leyen­da llamó desde entonces «los amantes de Teruel».

013. anonimo (aragon)

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