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sábado, 8 de septiembre de 2012

Los ahorcados de miluce

Corría el año del Señor de 1351. La ciudad de Pamplona, cabeza del reino de Navarra, aparecía un día del mes de julio alborotada por las turbas que llenaban las estrechas rúas. Los artesanos cerraban sus talleres y obradores, los mercaderes ocultaban sus pertenencias y una riada de labradores afluía desde los contornos, sumándose a la multitud que paulatinamente se iba concentrando ante el palacio del lugarteniente real, Jean de Conflans, francés y poco conocedor de los usos y costumbres de los navarros.
La actitud de las turbas era levantisca, caras foscas y rudas, ademanes violentos, y resonaban gritos provocativos ante el palacio, cuyas puertas apenas podían defender los alabarderos y ballesteros apostados en ellas. El pueblo pedía justicia con amplio clamor, y el gobernador, temeroso del cariz que iba tomando la reacción de la multitud, decidió llamar a cinco de aquellos hombres que parecían capitanear lo que amenazaba con convertirse en una insurrección.
Todavía estaban frescos en el recuerdo de Conflans los terribles hechos de la «Jacqueríe» [1], que había ensangrentado el suelo de Francia.
Tal como lo pedía, cuatro hombres subieron la pétrea y sombría escalinata que conducía a la sala noble del palacio donde se hallaba el gobernador rodeado de otros dignatarios.
Al frente de aquella comisión iba un hombre de complexión robusta y noble apostura: Remiro de Asiain, infanzón de abarca, el único de los junteros rebeldes que por su linaje no pertenecía a la clase de los villanos. Por sus claras luces y por su facilidad de expresión, lo eligieron sus compañeros para dirigir la palabra al gobernador. Éste lo recibió altivo y displicente:
-¿Qué justicia es la que reclamáis del rey?
-Señor -replicó Remiro de Asiain, la que se nos debe por Fuero.
-Es que acaso no os ha sido concedida cuando la habéis pedido?
-No siempre, señor, y en esta ocasión menos que nunca. Bien sabéis que nos estáis aplastando bajo impuestos abusivos. Los últimos sobre la entrada de granos y el establecido sobre la soldada de labradores y menestrales, ambos son contrarios a las leyes que nos hemos dado.
-¿Qué lenguaje es ése, infanzón, qué osadía la tuya al permitirte hablar así a tu señor?
-Vos no sois mi señor, yo no tengo otro que Aquel que está en lo alto, y el rey cuando es leal a las leyes juradas ante el pueblo reunido en Cortes.
-En verdad que eres osado -exclamó Conflans con ira mal contenida. Debería encerraros en una mazmorra y haceros pagar caro ese atrevimiento.
-Hacedlo y veréis lo que ese pueblo, que solamente pide justicia, es capaz de hacer. Yo en su nombre os la reclamo.
-Y así diciendo en pocas palabras, Remiro de Asiain, expuso al gobernador los agravios recibidos y la reparación que el pueblo exigía.
Temeroso Conflans de la multitud que se apiñaba en la plaza y cuya ira aumentaba a cada momento, prometió interceder ante el rey, cuya llegada se esperaba.
-Gracias, señor, por vuestra benevolencia, pero nuestros agravios los expon-dremos personalmente a Su Alteza.
-¿Es que dudas de mi palabra y honor?
-Dios me libre de tal cosa, pero es llegada la hora de que el pueblo, en uso de la libertad que le otorgan los Fueros, exponga al rey directamente sus agravios y pida reparación. Nosotros lo haremos, porque no podemos confiar nuestra representación a quienes se humillan sin obtener la justicia que demandan.
El lugarteniente no salía de su asombro ante tanta insolencia.
-Jamás nadie me había hablado así, y te juro que en otras circunstancias tal osadía te hubiera costado la vida.
-No lo dudo, señor, pero confío en que eso que vos llamáis insolencia, os sirva para valorar cuán peligroso es pisotear los derechos del pueblo reconocidos en sus Fueros.
Así diciendo, Remiro se inclinó levemente y abandonó la sala seguido de sus compañeros, ante el asombro de todos los presentes.
La multitud que esperaba a las puertas del palacio, tan pronto vio aparecer a los comisionados, los saludó con una exclamación de impaciencia. Subiéndose sobre un tonel, Remiro de Asiain explicó en breves palabras el resultado de la entrevista y sus propósitos de ver al rey para pedirle una reparación de agravios.
De la masa compacta salió un rugido, más que un grito, expre-sado en euskera y castellano.
-¡Vayamos al encuentro del rey!
Aquel día efectivamente era esperado don Carlos, de regreso de un viaje por diversas villas y lugares del reino.
La multitud con sus comisionados, guiados por Remiro, jinete de brioso alazán, tomó por la rúa Mayor de los Cambios, para salir al exterior de la ciudad por el portal de San Llorente, cuyo puente levadizo estaba bajado. Caballeros y soldados contemplaban aquella riada humana con una mezcla de asombro y admiración, pero nadie hizo ademán de cortarle el paso.
Las campanas de San Jamen, de las Beatas y de Santiago de Laquedengo tocaban alocadas e incansables, acompañando con sus sones a la multitud que avanzada por el camino de Orcoyen entre una nube de polvo. Cerca del puente de Miluce, que se alza sobre las aguas del Arga, a media legua de Pamplona, toparon con el rey y su cortejo de ricos-hombres, escuderos y soldados que le daban escolta.
La multitud se detuvo impresionada ante la presencia del soberano, y un silencio absoluto se impuso sobre el griterío que momentos antes se dejaba sentir.
Los comisionados que avanzaban al frente de aquella masa se dirigieron hasta la presencia del rey, y descubriéndose respetuosamente, comenzaron a exponerle los agravios que el pueblo había recibido de sus lugartenientes. Don Carlos, irritado por la audacia de aquellos hombres, apenas tuvo la paciencia de escucharlos. Un estallido de furia demudó sus facciones, y dando un violento golpe con su crispado puño, sobre el arzón de su caballo, exclamó con voz ronca:
-¿Sabéis, villanos, que tenéis la lengua sobrado larga, y que a quien con tan poco respeto habla a su rey, debería serle arrancada?
-Alteza -replicó Remiro de Asiain, podéis hacerlo, pero sería preciso arrancarla a todo ese pueblo que veis ahí reunido, para acallar su clamor en demanda de que sus derechos sean respetados. Unos derechos plasmados en los Fueros, y que el día de vuestra coronación jurasteis conservar, mejorar y no empeorar, sobre la cruz y los evangelios.
-¡Miserable! -rugió el rey, alzando su exigua figura sobre los estribos de su corcel. Voy a mandar colgaros sobre la torre del puente, para que mi pueblo aprenda a respetar a su soberano.
-Hacedlo, pero será una injusticia más, sumada a las que ya pesan sobre vuestra corona.
-Os voy a hacer callar para siempre, deslenguado -gritó el monarca tembloroso y con el rostro lívido por la ira. ¡Capitán, prended a esos bellacos y colgadlos de los matacanes de la torre! -dijo, señalando a los emisarios.
El confesor del rey, un humilde monje, se aproximó entonces al monarca para implorar por aquellos valientes. Trató de moverle a piedad, pero su intento resultó vano.
-Es inútil que insistáis, venerable, y a todos os digo, que aquel que tenga el atrevimiento de interceder por estos bribones, les acompañará en lo alto de la torre.
Remiro de Asiain, que no estaba dispuesto a entregarse, hizo caracolear a su caballo y se lanzó sobre los soldados abriéndose paso. Sorprendidos por su acción tardaron en reaccionar y, cuando lo hicieron, el jinete se perdía entre la maraña de los campos, galopando a rienda suelta. En cambio, sus cuatro compañeros, cuyos nombres se conservan: Miguel Pérez de Egués, Pero Zuri, Pascoal Jhesu y García Martínez de Iza, maniatados y empujados por los soldados de la guardia, fueron subidos a lo alto de la torre. Pocos minutos después sus cuerpos colgaban en el vacío, desde las pétreas almenas.
Un bramido de indignación y de cólera brotó del pueblo que había acompañado a los comisionados. Y quiere la historia o la leyenda que aquella masa en lugar de huir, avanzó hacia donde estaba el rey, pidiendo cuerdas para ahorcarle como él había hecho con sus enviados.
Don Carlos, temeroso de enfrentarse con aquella multitud desesperada y escarnecida, dicen que picó espuelas y seguido de su comitiva atravesó el puente, en dirección a las montañas.
Cuando los pamploneses llegaron al lugar de la ejecución, quedaron horrorizados por el cuadro que se ofreció a sus ojos: todos los ahorcados tenían la lengua sobre el pecho: ¡todos tenían la lengua larga, como había dicho el rey!
Fue tan grande la impresión que causó en el pueblo este espec-táculo macabro que no se olvidó jamás. Y hoy Miluce en euskera significa: «lengualarga».
Las aguas remansaron, se aplacaron las iras del pueblo y don Carlos volvió a la capital de su reino. Pero era un hombre vengativo y rencoroso y no olvidó ni perdonó la audacia de Remiro. El tiempo no calmó su deseo de venganza. Lo engañó con promesas y halagos hasta que consiguió hacerlo prender en su palacio de Asiain. Sometido a un juicio sumario, lo hizo ahorcar en el mismo puente de Miluce, donde antes encontraron la muerte sus compañeros.

128. anonimo (navarra)



[1] Alude a la rebelión ocurrida en el siglo XIV de los campesinos franceses contra los impuestos de los señores feudales.

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