Translate

sábado, 8 de septiembre de 2012

Leyenda de arturo el condenado

Cuando fue destronado de su reino, el rey Arturo llegó a Cataluña, donde quedó prendado del paisaje boscoso del Llobregat tras haber creído librarse de su eterna pasión por la caza.
A principios de diciembre se encontró con una hermosísima liebre a la que, a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguía dar caza. De modo que, persiguiendo un imposible que parecía írsele de las manos continuamente, puesto que la dichosa presa no dejaba de apare-cérsele un día tras otro, llegó la noche de Navidad, esa noche en la que las buenas gentes celebran el más sencillo y entrañable gozo de la Redención.
Ya repicaba convocando a los feligreses la campana de la ermita de Santa Eulalia, lugar próximo a Barcelona en donde la tradición popular sitúa la torre en la que vivió con sus padres la mártir Laieta, cuando Arturo, más por deferencia hacia sus vasallos que por otra cosa, acudió a aquella ermita a las doce menos cuarto. Al parecer, iba a ser la presencia de aquellos caballeros provenzales la que diera origen al nombre que hoy tiene el templo, y que aún se conserva, próximo a la carretera de la Bordeta a escasos minutos de la Riera Blanca.
A las doce en punto comenzó la Misa del Gallo. El templo irradiaba un resplandor que alumbraba todo el entorno cada vez que se abría la puerta principal.
Los súbditos del rey habían dejado a la entrada sus armas, vigiladas por los perros. Pero no así Arturo, que permaneció armado en el pórtico y que, de vez en cuando, volvía sus ojos hacia la puerta.
En el momento de la consagración, cuando el sacerdote sostenía en alto la sagrada forma, a la que los fieles veneraban fervorosamente humillando la cabeza hasta casi tocar el suelo, Arturo volvió su refulgente mirada hacia la puerta. Y¡qué sorpresa se llevó! Tranquila y confiada, la liebre cruzaba por delante del umbral. Los perros, amarrados a los árboles, emitían aullidos de rabia e impo-tencia.
En ese instante, Arturo se incorporó: poseído por su obsesión por la caza, pareció olvidarse del lugar sagrado en el que se encontraba y salió apresuradamente en persecución de aquella liebre de ojos chispeantes, mientras daba un alarido que resonó como un grito de guerra. Y con aquel bramido, salieron tras él sus vasallos, que se lanzaron juntos a una loca persecución.
Desde entonces ya nunca más se ha vuelto a ver ni al cazador ni a sus acompañantes. Y en las noches oscuras del invierno, sobre todo en la de Navidad, se puede sentir pasar a Arturo junto a sus vasallos y a sus perros corriendo detrás de la liebre, como condenado a tener que vivir eternamente persiguiéndola sin cesar. ¡Ay de aquel cazador que se lo encuentre, porque entonces lo arrastrará también a él la obsesión por cazar hasta que, sin darse cuenta, caiga en un río o en un estanque!

103. anonimo (cataluña)

No hay comentarios:

Publicar un comentario