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jueves, 6 de septiembre de 2012

Las dos estatuas discretas

Hace tiempo vivía en la Alhambra un hombrecito muy divertido, llamado Lope Sánchez, que trabajaba en los jardines. Todo el día cantaba y era el alma y la vida de la fortaleza. Al cesar en el trabajo, se sentaba en un banco de piedra de la explanada y al son de la guitarra se ponía a cantar largos romances.
Una noche de San Juan, los habitantes de la Alham­bra, hombres, mujeres y niños, subieron a la Monta­ña del Sol, que se eleva detrás del Generalife, a cele­brar la verbena.
Era una noche de luna, y todas las montañas pare­cían de un verde plateado. En el punto más elevado de la montaña encendieron una hoguera, según costum­bre heredada de los moros.
Transcurría la noche alegremente, y Lope Sánchez no daba reposo a su guitarra.
Mientras duraba el baile, Sanchica, hija del guita­rrista, y unas amigas, se apartaron a dar una vuelta por las ruinas de un antiguo castillo moro, y la primera acertó a encontrar una escultura de azabache curiosa­mente tallada: era una manita cerrada, con el pulgar muy aplastado contra los demás dedos. Loca de ale­gría, corrió al lado de su madre con el hallazgo, que fue objeto de vivos comentarios y despertó desconfian­za en algunos supersticiosos. En estas discusiones, se acercó un soldado que había servido en África, y, des­pués de examinar la mano, dijo:
-Eso es de una gran virtud contra el mal de ojo y toda clase de hechizos. Te felicito, amigo Lope; eso traerá buena suerte a tu chica.
Al oír esto, la mujer de Lope Sánchez ató la manita de azabache a una cinta y la colgó del cuello de su hija.
La vista del talismán trajo la conversación sobre las supersticiones más difundidas acerca de los moros, y una anciana contó una larga historia del palacio sub­terráneo del interior de aquella montaña, donde Boab­dil y su' corte se dice viven encantados.
-Entre aquellas ruinas -dijo, señalando a un punto lejano de la montaña donde se veían algunos vestigios de muralla y montones de tierra-, hay un agujero ne­gro, muy hondo, que baja hasta el centro mismo de la montaña.
Sanchica escuchó el relato con gran atención, y, co­mo era muy curiosa, sintió anhelos de asomarse al po­zo. Se apartó con disimulo de sus compañeros y se fue a las ruinas, y después de dar muchas vueltas, se en­contró ante una cavidad muy profunda. En el centro de aquella cavidad se abría la boca del pozo.
Sanchica se acercó al borde, para mirar dentro; arri­mó una gran piedra, haciéndola rodar, y la empujó al fondo. Durante algún tiempo estuvo cayendo en silen­cio; luego chocó contra alguna roca saliente y fue re­botando de un lado a otro, produciendo en su caída un ruido de trueno, hasta que llegó al agua y todo que­dó en silencio.
Pero el silencio no duró mucho. Como si algo se hu­biera des-pertado en aquel abismo, empezó a subir un rumor cada vez más fuerte, como de colmena.
El ruido crecía y crecía, mezclado con un sordo cho­car de armas y toques de corneta, como si un ejército se aprestara para la batalla bajo aquella montaña.
La muchacha se retiró horrorizada y volvió al lugar donde había dejado a sus padres y a sus compañeras.
Todos se habían marchado y la hoguera estaba apa­gada. Las fogatas encendidas en las montañas y en la Vega estaban extin-guidas. Sanchica gritó llamando a sus padres y, como nadie le contestara, emprendió la bajada hacia los jardines del Generalife, hasta llegar ala alameda que conduce a la Alhambra, donde se sen­tó para tomar aliento.
La campana de la torre de la Alhambra desgranó las doce. Todo parecía tranquilo; cuando, de repente, vio aparecer a lo lejos una cabalgata de guerreros moros que bajaban por la vertiente de la montaña. Unos iban armados con lanzas y otros con cimitarras y mazas de guerra. Los caballos cabriolaban orgullosos y los jine­tes tenían una palidez mortal. Entre ellos cabalgaba una hermosa dama con una corona.
Seguía una comitiva de cortesanos magníficamente ataviados con ropajes y turbantes de diversos colores. En medio cabalgaba el rey Boabdil el Chico, con su manto real cuajado de rica pedrería y una corona que resplandecía de brillantes.
Sanchica lo reconoció por su barba rubia y su seme­janza con el retrato tantas veces contemplado en la ga­lería de cuadros del Generalife. Se quedó embelesada ante la regia cabalgata.
Cuando pasaron los últimos caballeros, se levantó para seguirlos. Entró la cabalgata por la gran puerta de la Justicia, que estaba abierta de par en par.
Sanchica los hubiera seguido, de no haber visto una entrada en el suelo que abría un paso bajo los cimien­tos de la torre. Se metió por allí y se animó a seguir adelante al hallar una escalera labrada en la roca y un pasadizo abovedado, alumbrado de trecho en trecho por una lámpara. Llegó, por fin, a un gran salón cons­truido en el centro de la montaña, magníficamente amueblado al estilo morisco.
Sentado en un diván había un viejo moro dormido, y a poca distancia una hermosa dama. Tañía una lira de plata, y Sanchica recordó la historia de una prince­sa cristiana encerrada en el centro de la montaña por un mago árabe a quien mantenía dormido por arte de magia con el encanto de la música.
La dama, al ver a una persona en el salón, dejó de tañer y le preguntó si aquella noche era la verbena de San Juan. La niña le contestó que sí, y al saberlo se puso muy contenta, porque en la noche de San Juan se suspendía el poder del hechizo a que estaba someti­da. Rogó a la muchacha que frotara el amuleto que llevaba colgado contra su cinturón y, después de ha­cerlo, quedaron rotas las cadenas que la sujetaban al suelo. Entonces, tomándola de la mano, subieron a la superficie, y allí le dijo:
-Voy a enseñarte la Alhambra tal como era en sus días de esplendor; vas a poder verlo todo muy bien, puesto que llevas un talismán encantado.
Sanchica siguió en silencio a la dama. Penetraron por la Puerta de la Justicia y fueron a dar a una explana­da, donde iban ordenando varios escuadrones de ca­ballería de las guardias reales. Nadie les dijo una pala­bra y pudieron penetrar en el palacio. Las paredes de las habitaciones estaban adornadas con riquísimas te­las de damasco y con divanes y otomanas de preciosas telas. De todas las fuentes de los patios brotaba el agua. El Patio de los Leones estaba lleno de guardias, arte­sanos y alfaquíes, y en el fondo, en el Salón de la Audiencia, se sentaba Boabdil, rodeado de cortesanos. A pesar de todo, reinaba el mayor silencio.
Al acercarse a un portal que daba a la Torre de Co­mares, vieron a cada lado de la puerta a una ninfa de alabastro. Las dos estatuas mantenían la vista fija en un lado de la bóveda.
La dama encantada le dijo a Sanchica que aquellas dos discretas estatuas guardaban un tesoro escondido por un rey moro desde hacía muchos siglos.
Sanchica debería contárselo a su padre y, probable­mente, éste, si buscaba donde apuntaban sus miradas, encontraría algo que le convertiría en el hombre más rico de Granada. Dichas estas palabras, como amane­cía, la dama se despidió de la niña y desapareció.
Sanchica volvió a los salones que poco antes había visto animados por una multitud; pero ahora Boabdil y su cortejo habían desapa-recido.
La niña salió de la Alhambra y se dirigió a casa de sus padres. Les contó lo ocurrido; pero éstos no qui­sieron creer nada de todo aquello, suponiendo que se trataba de un sueño. La niña porfió tanto que Lope Sánchez empezó a tomarlo en cuenta.
Por de pronto, se encaminó a la Alhambra y una vez allí miró y remiró a las dos estatuas, como queriendo arrancarles su secreto.
Al anochecer, cuando ya había quedado la Alham­bra sin forasteros, Lope Sánchez, acompañado de su hija, y con un pico al hombro, se dirigió hacia la To­rre de Comares. Enseguida abrió un boquete en la pa­red, en el lugar donde miraban fijamente las estatuas, y cuál no sería su asombro al encontrar dos grandes jarras de porcelana llenas de monedas de oro, que pu­do sacar gracias a la ayuda del amuleto de su hija.
Cargados con toda aquella riqueza, volvieron alegre­mente a su casa. Lope Sánchez se enriqueció así de la noche a la mañana. Pero no por eso fue más feliz; al contrario, ahora pasaba las horas inquieto y pensativo.
No sabía cómo ocultar a las gentes aquel tesoro. Sus vecinos, al verlo así, creyeron que la causa de su triste­za sería la falta de dinero; pero nadie pudo sospechar que su única calamidad era la riqueza.
La mujer de Lope Sánchez compartía las ansieda­des de su marido; mas pronto recibió consuelo espiri­tual del confesor al contarle la verdad de su secreto. Éste trató de convencerla para que diera parte de su tesoro a la Iglesia, y así lo hizo. Pero su marido, cuan­do lo supo, se encolerizó de tal manera, que decidió salir de Granada. Aquel sacerdote conocía el secreto y no podía negarle nada de lo que pidiera. Lope no pu­do sufrir esto con paciencia, y decidió irse a vivir a Málaga.
Una noche, con gran sigilo, cargaron un burro con su tesoro y abandonaron la ciudad del Darro y el Genil.
Nunca más se les volvió a ver; pero se sabe que en Málaga vivieron como grandes señores, y Sanchica casó con un aristócrata de rancio abolengo.
Lope siempre dijo que un hermano rico que murió en América le había dejado unas minas de cobre; pero en la Alhambra se corrió el rumor de que su fortuna provenía del descubrimiento del secreto guardado por las dos discretas estatuas de la Torre de Comares.

099. anonimo (andalucia)

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