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sábado, 8 de septiembre de 2012

Las doncellas encantadas de la cueva de vallderrós

En tiempo de los moros, dominaba una buena parte de la tierra catalana el señor del castillo de Montbuí, que estaba emplazado en la estribación de la montaña de San Felíu, allí donde todo son pinares y arboledas, cañadas y desfiladeros cubiertos de vegetación, cascadas y torrentes que se precipitan montaña abajo y corren plácidamente formando luego lagos y riachuelos.
El poderoso señor moro del castillo asolaba la comarca impo-niendo a aquellas buenas gentes mil tributos, que debían pagarle bajo pena de muerte. Y entre estos tributos estaba el más doloroso de todos, el de las cien doncellas que cada año debían entregársele para que él las enviara a su emperador, allá, a tierra de moros. Pero sucedió que un día los cristianos decidieron librarse de aquella tiranía, y simulando una fiesta o torneo al pie del castillo, sacaron las armas que llevaban escondidas y tras una dura pelea se apoderaron de la fortaleza, y los moros que quedaron con vida huyeron al grito de ¡sálvese quien pueda!, cada uno por su lado. El señor del castillo se internó en la espesura del bosque, seguido por unos cuantos de sus adeptos. Recorrieron el bosque entero y penetraron en un desfiladero, al pie del cual había un lago donde caían las agitadas aguas de un torrente. Al pie de aquel torrente, junto al lago, hallaron una cueva muy profunda y allí se refugiaron. Desde entonces se llamó la Cueva del Moro.
Los cristianos, aunque habían vencido en aquella ocasión, todavía eran muy pocos para hacerse dueños y señores de la comarca; y como los infieles recibían continuamente refuerzos de los demás reyes moros que dominaban en el resto de España, pronto se organizaron para volver a ser los amos del país. Pero el señor de Montbuí no volvió a su castillo; tan misteriosa e inaccesible era la cueva en que se había refugiado que decidió no moverse de ella. Y a ella le llevaban todos los años las cien doncellas que él después remitía a los demás cadíes de España.
Hay que imaginar la tristeza que reinaba en toda la comarca cada vez que llegaba el momento de rendir el doloroso tributo al caudillo moro. En una de aquellas ocasiones, se habían reunido para ser entregadas al feroz musulmán las más hermosas doncellas del país. Horribles antorchas las conducían hacia la cueva, y padres y hermanos las seguían llorando.
Como si la naturaleza quisiera sumarse al dolor de aquellas gentes, negros nubarrones cubrían el cielo, el viento soplaba con tal violencia que a su empuje salían por los aires los árboles más corpulentos; los pájaros huían de sus nidos y volaban aturdidos de un lado para otro. Y la triste comitiva seguía subiendo hacia el desfiladero, oscuro como boca de lobo. Cuando entró en él la última de las cien doncellas, resonó un trueno espantoso que conmovió toda la montaña, se levantaron las aguas del torrente e instantáneamente se las tragaron.
Entonces surgió del torrente una luz blanca que lo llenó todo con su resplandor; el señor moro y los suyos, enoloquecidos por el terror huyeron precipitadamente bosque adentro y no se ha vuelto a saber más de ellos.
Pasaron los años, pasaron los siglos, muchos siglos, y nadie volvió a acercarse jamás al siniestro desfiladero ni a la Cueva del Moro ni al torrente. Hasta que un día salió del pueblo una linda pastorcita que llevaba a pacer un rebaño de ovejas blancas como copos de nieve. Delante del rebaño iban dos cabritillos negros, juguetones y saltarines. Y sucedió que los cabritos, jugando, se internaron en un bosque espesísimo y todo el rebaño los siguió, y la pastora, por recogerlos, se adentró también en la espesura tras ellos. Los cabritos corrían y saltaban, y la pastorcita los seguía, y cuando al fin logró juntar a todo el rebaño, se encontró con que oscurecía por momentos y los árboles y matas que la rodeaban eran tan espesos que no la permitían volver atrás. Entonces ella, olvidando a su rebaño, se sentó en una piedra a llorar desesperadamente. Cuando se cansó de llorar tomó el huso que llevaba a la cintura y se puso a hilar muy triste.
Hilando estaba cuando oyó a lo lejos una voz dulcísima que entonaba un cántico tan maravilloso como jamás lo han escuchado los oídos humanos. Como llamada por aquel cántico, echó a andar mientras seguía hilando. Y el rebaño, atraído también por la voz misteriosa, iba delante de la pastora mientras árboles, matas y flores se hacían a un lado para dejarles paso hacia el lugar desde donde los llamaba la voz. Y así llegaron al desfiladero: el rebaño corriendo y triscando y la pastora sin dejar un momento de hilar.
Salieron del desfiladero y llegaron a la misteriosa Cueva del Moro, ante la que seguía cayendo el torrente como siglos atrás. Como entonces, también las aguas del lago parecían de plata, y el arco iris, aunque era casi de noche, brillaba en todo su esplendor. Las ovejas y los cabritos se quedaron inmóviles como admirando tanta maravilla, y la pastora se detuvo y continuó hilando. De pronto surgió del torrente una voz humana clara, fresca y sonora como el canto de una sirena, tan potente como si fueran cien voces, y tan fina y delicada como una sola. Era la misma que habían oído cuando estaba perdida en el bosque. Entonces la pastora, como sin aliento, fue avanzando hacia la orilla del lago, dejó de hilar, y el huso se le cayó en el agua, que, cuanto más se acercaba más clara y transparente parecía, y más atrayente la voz que de ella salía. Y he aquí, que mientras la pastora miraba hacia el fondo del lago escuchando la voz de las cien doncellas encantadas, que eran quienes la llamaban, creyó ver un palacio de espejos y reluciente plata, y tanto quiso acercarse a él que resbaló y se cayó al fondo del torrente. Las ovejas y cabritos se asomaron a ver dónde había caído y, en el momento en que vieron el palacio de cristal quedaron transformados en piedras, que todavía rodean el lago.
Se cree que las doncellas encantadas que habitan en el fondo al ver a aquella pastora tan gentil y tan bella la hicieron reina de su palacio de plata y cristal. Y que por las noches, cuando en el cielo brilla la luna, salen todas ellas a la orilla a jugar con las cañas y los lirios y a lavar su ropa, que luego tienden en las piedras, y que sus risas y charlas se oyen en diez leguas a la redonda. En cambio, cuando la noche es oscura y amenaza la tempestad, las doncellas encantadas de la cueva de Vallderrós bailan la sardana girando alrededor del lago y se elevan alrededor de las nubes hasta que la tormenta se aleja.

103. anonimo (cataluña)

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