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viernes, 7 de septiembre de 2012

Las arrebozadas

Es indudable que el siglo XVII fue un siglo de gran piedad.
Pero leyendo las memorias y avisos del tiempo se ve que hubo que reformar las costumbres, porque el desenfa­do de la devoción y la soltura sacroprofana, con la que se celebraban las grandes solemnidades, de la Iglesia, dio lugar a abusos y vituperios que preocuparon a la Corte y al Alto Clero.
Por ejemplo, en los días de Jueves y Viernes Santo, al paso que se prohibía circular en carroza y en carricoche, se autorizaba a las damas, a título de hallarse embarazadas, para que pudieran andar en sillas de mano lo cual excitaba grandemente la curiosidad y no pocos antojos.
Para estos días excepcionales de los peatones, se reser­vaba el lujo de las sillas de ébano, embutidas de plata, con tela de brocado y bordados de oro, y no hay que decir que la devoción; de este modo tan confortablemente estableci­da, atraía a las iglesias, sin dejar una, a todas las católicas de Madrid, modelo de elegancia siempre, de buen gusto y de fervor devoto.
A la puerta de los templos ofrecían los galanes a sus damas palmas sin bendecir con lazos simbólicos, y no dejaba de haber reyertas y estocadas cuando eran más de uno y de dos los que se creían con derecho a hacer el regalo o, por causa del manto, tomaban a una dama por otra.
Concluidos los oficios, el galán, dice Fernández de los Ríos, llevaba la palma ya bendita a casa de su dama y la colocaba en el balcón o en la reja de citas atándola con cin­tas de seda encarnada, negra, verde y blanca, para facilitar el transeúnte la relación, del estado de su amor oculto por el abecedario de las cintas.
El Miércoles Santo se paseaba por las lonjas de los tem­plos, con reconcomios místicos tan desleídos que edifica­ban de santo ardor a los tibios. Las damas llevaban este día matracas, como posteriormente habrían de hacerlo los niños, de maderas escogidas, regaladas por los lindos y talladas con jeroglíficos de la pasión de Jesús conjunta­mente con los de la suya propia. ¡Qué descaro!
El Jueves Santo no era día de ayuno, como lo fuera des­pués, sino de gula.
Las puertas de las iglesias se poblaban de confiterías ambulantes, despachos de vino y pan, buñolerías, sardinas fritas y empanadas de ternera. En las tribunas de los caba­lleros y en las sacristías, se aderezaban suntuosas mesas que se llamaban colaciones, en las cuales bebían sorbos de hipocrás los que salían de velar al Santísimo y se entrega­ban a repugnantes orgías.

El escándalo ha llegado
en España a tal aumento,
que en banquete descarado
se convierte el Monumento
de Cristo Sacramentado.

Siguiendo el mal ejemplo, los fieles compraban dulces y pasteles a las puertas de las iglesias y los comían dentro sin ninguna aprensión.

Vargas dice a este propósito los siguientes versos:

Fui a la iglesia con las niñas
el día de Jueves Santo,
e acallamos nuestro llanto
empapándole en rosquillas.

En el artículo «El Jueves de Corpus en 1623» se consig­na la costumbre que tenían las damas de velar al Santísimo con el rostro tapado y una vela o hacha de lujo encendida. Ampliando el susodicho artículo puede manifestarse que como los monumentos estaban encendidos toda la noche y las iglesias abiertas, fue del mayor tono visitarlas tarde para acompañar, galantear y enamorar a las damas que velaban cubiertas con sus mantos. El jolgorio en el templo, de doce a una, el desorden y la profanación ante la Urna Santa díe­ron motivo a leyes y bandos enérgicos que no por eso se cumplieron. A las que velaban, así compuestas y tapadas, se las llamó las arrebozadas, y el culto impío al rebozo y al misterio continuó hasta fin de siglo.
En la Biblioteca Nacional hay documentos que enumeran estos escándalos. No vamos aquí a citarlos, pero copiaremos sin embargo, una composición de la época para que se vea que no exageran los libros de donde ella se ha extraído.

Ayer, en el monumento
que ponen los Mercenarios,
cargada de escápularios
vide a mi dueña e tormento.

Rezaba con fervor santo
e entre estación y estación,
endulzaba su oración
comiendo bajo del manto.

Viendo su tal apetito
e deseando obsequiarla,
me salí para comprarla
dulces de san Antoñito.

E volviéndome a su lado
cargado de confitura,
hallé en ella. mi ventura
después que hubo rezado.

Que luego que el cucurucho
abrí para regalarla,
forcé la mano besarla
e non me la quitó mucho.

Así velaban y en el amor humano se inspiraban las arrebozadas del siglo XVII, las señoras de aquel período caballeresco cuyo lema fue Por Dios y por mi Dama, las guardadoras despreocupadas, ingenuas, del honor conyu­gal y de la fe, las tiernas esposas, las hijas y las madres de aquella raza afeminada, descosida, que nos llevó co­ronados de flores a la humillación por la senda de los pla­ceres.
Arrebozada fue la dama, que desde el palacio de Pas­trana, suscitó la idea del asesinato de Escobedo. Arreboza­da la que, en las tinieblas de San Martín, sintió su rostro humillado por la mano de un hombre que le arrancó el manto.
Sabidas son las consecuencias fatales que tuvo este descomedi-miento.
Don Francisco de Quevedo, que apoyado en un pilar, seguía el orden de la palabra divina, contemplando, quizás con embeleso; aquel bulto arrebozado anónimo cuyas líneas y contornos permitían adivinar un ideal de belleza, cogió de repente al caballero descortés por el cuello y arrastrándole fuera del templo, con arrogancia le dijo:
-¡Bellaco! ¡Vas a morir!
Las espadas saltaron en seguida, se cruzaron con ardor y del choque fulgurante de los aceros salieron algunas cen­tellas: de inmediato un cuerpo humano quedó tendido y muerto a la puerta de la iglesia. Quevedo limpió con la capa la hoja de su espada y, asegurándose los anteojos, partió muy tranquilo a su posada.
No es poco lo que dieron que hablar, con sus mantos, las damas arrebozadas.

127. anonimo (madrid)

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