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jueves, 6 de septiembre de 2012

La rauda, panteón árabe

Reinaba Muley Hacén en la bella ciudad de Grana­da; pero los últimos años de su reinado estaban ensom­brecidos por la gran tristeza que le causaba la rebeldía de su hijo Boabdil, el cual conspiraba contra su padre en la Alcazaba.
Centinela de Granada era la poderosa torre del Acei­tuno, de espesos muros, donde se guarecían los más bravos guerreros defensores del rey. Era alcaide de es­ta fortaleza el buen Aben-Farag, esforzado guerrero, que se había distinguido por su valor en cien batallas, y en el que depositaba su confianza el sultán Muley Hacén.
Tenía este alcaide una hija, llamada Celia, que ape­nas contaba quince años. El padre sentía verdadera pa­sión por la niña, en la que había concentrado todos sus afectos.
Era la muchacha una flor de maravillosa fragancia y espléndida juventud, y la fama de su hermosura se extendía por todo el reino granadino.
Varios eran los nobles árabes que la habían solicita­do por esposa; pero a Aben-Farag ninguno le parecía digno de su bella hija.
El alcaide de Moclín, joven árabe, fuerte y aguerri­do, de la misma sangre de Farag, con el que le unían estrechos lazos de amistad, atraído por la belleza de la doncella, acudió a la mansión de su pariente Aben, pidiéndole su consentimiento para desposarse con su hija. Complacido el padre con el poderoso pretendien­te, accedió muy gustoso a concederle su hija por espo­sa, y se fijó la boda para fecha próxima.
Aben-Farag llamó a la muchacha, que, acompaña­da de una esclava negra, acudió a la presencia de su padre. Éste, después de besarla con ternura en la fren­te, adoptando un tono más severo, le dijo:
-Hija mía, antes de que pase esta luna serás la es­posa del alcaide de Moclín, y te hospedará su podero­so castillo.
Celia, sin responder palabra, se despidió sumisa de su padre, mientras dos gruesas lágrimas temblaban en sus largas y sedosas pestañas.
Aquella noche, mientras todo dormía y el barrio del Albaicín semejaba un enorme fantasma, desde un alto ajimez de la torre del Aceituno se descolgaba ágilmen­te por una escala un gallardo moro. Era éste Alí, de padre árabe y madre cristiana, dotado de tan grandes perfecciones físicas y morales, que habían encendido el amor de la hija del alcaide. Él, a su vez, se había prendado de los irresistibles hechizos de la doncella mo­ra; mas no contando el pretendiente con riquezas para solicitar del poderoso Farag la mano de su maravillo­sa hija, tenía que esconder su profundo amor en la som­bra y mantenerlo en el secreto, mientras con juramen­tos y promesas se soldaban sus almas, y sus vidas con un amor invencible y eterno.
El negro Tarif, favorito del alcaide Farag, se había enamorado también de la doncella y, despechado por no encontrar correspon-dencia a su amor, la espiaba sin tregua, llegando así a enterarse de los amores secretos de los jóvenes árabes.
Pronto fue a comunicárselo a su prometido, el al­caide de Moclín, invitándole, para que se cerciorase, a acudir los dos al panteón árabe de la Rauda, donde se daban cita los enamorados.
El alcaide aceptó, y los dos acudieron, esperando im­pacientes entre las tumbas.
Pasada ya la medianoche, vieron deslizarse una si­lueta envuelta en un tupido velo, a cuyo encuentro acu­dió una sombra más alta y gallarda. Eran los dos aman­tes, que, comunicándose sus conflictos, se consolaban juntos hasta olvidar sus pesares, en aquel ambiente lú­gubre que los rodeaba, llegando a sentirse transporta­dos a un mundo de dichas e ilusiones y a embriagarse de amor.
El negro Tarif se acercó cauteloso a ellos, y a trai­ción clavó su daga en la espalda de Alí, que cayó mo­ribundo. En la agonía, se arrancó una cruz que lleva­ba al cuello, que, al morir, le había dado su madre, y se la entregó a Celia, quien, enloquecida de dolor, lanzaba angustiosos lamentos, viendo muerto a su amor, que era su vida.
El feroz negro se lanzó después sobre el alcaide de Moclfn y le asestó una terrible cuchillada, mientras de­cía con voz sorda:
-¡Esta mujer ha de ser mía!
Al día siguiente, entre las tumbas de la Rauda, sal­picadas en sangre, fueron encontrados los cadáveres de los dos hombres moros asesinados por amor.
Se avisó al cadí, que llegó enseguida a informarse del hecho. Para esclarecerlo, acudió al alcaide Farag, que ante la desaparición de su hija, desfallecía de do­lor. Se buscó al negro Tarif, y, al no encontrarlo, se le hizo culpable de todo, persiguiéndole a muerte.
La doncella, enloquecida, vagaba por los campos, con una cruz sobre su pecho y lanzando tristes gemidos.
Vencido Boabdil por los Reyes Católicos, éstos co­locaron una gran cruz de piedra sobre el panteón árabe.
Y todavía las jóvenes que tienen que ir de noche por agua al aljibe de San Luis, tiemblan ante la aparición de una sombra que llora con dolorosos lamentos de­trás de la Cruz de la Rauda.

099. anonimo (andalucia)

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