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martes, 4 de septiembre de 2012

La princesa y los doce patos

Akron era uno de los reyes más felices. En medio del invierno, se le ocurrió darse un paseo con su mujer, en trineo, por los alrededores del palacio. Durante este paseo, la nariz de la Reina comenzó a sangrar de tal manera, que el Rey tuvo que mandar parar el trineo para que la Reina bajase. En ese mo­mento se le ocurrió, al ver caer las gotas de sangre en la nieve, que le gustaría mucho tener una hija, a cambio de sus doce hijos, que tuviese los mismos colores que la sangre sobre la nieve. Apenas pro­nunció estas palabras, se le acercó una vieja, que le dijo:
-Tu promesa está cumplida y tendrás la hija de los mismos colores que has deseado, pero, en cam­bio, me quedaré con tus doce hijos; entretanto, pue­des guardarlos hasta que bautices a tu hija.
Así pasó, y el día en que la Reina fue a bautizar a su hija, a la que pusieron Rosa, los doce hijos se convirtieron en doce patos silvestres, y salieron vo­lando por la ventana y no aparecieron más.
Este es el principio de la leyenda.
Pasaron los años, y la princesa Rosa fue cre­ciendo, hasta que resultó ser la doncella más her­mosa del Imperio. Todo el mundo estaba enamora­do de ella. Un día, la Reina había estado soñando con sus hijos, cuando se encontró a su hija triste y solitaria en un banco del parque, y le preguntó:
-¿Qué es lo que te pasa?
-Mira, madre; todo el mundo tiene sus herma­nos, menos yo, y hay veces que me encuentro un poco solitaria; también me gustaría tenerlos.
Entonces la Soberana le confesó lo que le había ocurrido, puesto que ella había tenido doce hijos, y que, por tanto, Rosa había tenido doce hermanos.
Rosa se empeñó en que era su culpa y que tenía que ir a buscarlos. Y por mucho que se opusieron sus padres, Rosa se fue. Largo tiempo había cami­nado, cuando se echó a descansar debajo de un árbol y soñó que había tomado un camino que con­ducía a una cabaña, donde encontró doce camas, doce sillas y doce trajes.
Al despertar, partió a escape, siguiendo el camino que había visto en sus sueños, y se encontró con la cabaña en la misma posición, con las doce camas, las doce sillas y los doce trajes. Encendió el fuego, hizo la comida y comió, pues estaba muy cansada, y se echó debajo de la cama del hermano más joven.
No había hecho más que dormirse, cuando oyó batir de alas y aparecieron dentro de la cabaña doce patos salvajes. Al momento de entrar se transforma­ron en doce bellos príncipes. Los doce se quedaron mirando, en señal de asombro, hasta que el más pe­queño tomó la palabra y dijo así:
-Mira qué bien: alguien nos ha encendido la lumbre y nos ha hecho la cena.
Los demás se sentaron y empezaron a comer. Todo lo había puesto la princesa en orden, menos la cuchara suya, que era igual que la de los príncipes. Éstos lo advirtieron en el acto, y el mayor dijo:
-Aquí no ha estado más que nuestra hermana. Escuchad: si la encontramos, la mataremos, pues culpa suya es que nos hallemos en esta situación.
Pero el pequeño la defendió, diciendo que más bien era culpa de la madre y no de la hija.
En fin, se dedicaron a buscarla y, después de re­volverlo todo, la encontraron debajo de la cama del pequeño. El mayor insistía en que la matasen, pero Rosa intercedió por su propia vida con tal gentileza y derramando lágrimas tan sinceras, diciéndoles que los había estado buscando durante tres años como una desesperada, hasta encon-trarlos, y que le dijesen cómo podía ayudarlos para sacarlos de se­mejante hechizo.
Entonces el mayor se arrepintió y le contó que la única manera era la de coserles doce camisas, doce chaquetas y doce bufandas, y en el tiempo que hi­ciese eso no podría ni reír, ni hablar, ni llorar. Rosa se comprometió a hacerlo, pero he aquí que el her­mano mayor le puso otra condición: que todo eso tendría que estar hecho de lana silvestre, que crecía al lado de los pantanos.
La pobre muchacha nunca había oído hablar de una lana semejante, y les preguntó dónde crecía.
Los hermanos la llevaron al pantano, al lado de la casa donde vivían, y le enseñaron un campo lleno de lana silvestre. Al día siguiente, Rosa comenzó su ardua labor sin reír, ni llorar, ni hablar con nadie: ni tan siquiera con sus hermanos.
Un buen día ocurrió que cuando estaba en el campo hilando lana, apareció el rey de esos lugares, llamado Stephan. Éste, al ver una doncella tan guapa en los bosques, le preguntó quién era. Natural­mente, Rosa no le contestó, y el Monarca se ena­moró de ella y se la llevó. Rosa, al llevársela, hacía gestos desesperados cuando la subieron al caballo, señalando las madejas de lana, y el Rey, compren­diendo que se las quería llevar, las mandó traer, y desde ese momento la joven no abrió la boca, ni se rió, ni lloró.
La madrastra del Rey, que estaba consumida de envidia, le echaba en cara la clase de nuera que se había traído que nunca hablaba, ni reía, ni lloraba, y que seguramente era un espíritu. Stephan no le hacía caso.
Pasó el tiempo, y Rosa tuvo un hijo. La madrastra se arregló de manera que durante la noche pudiese coger al niño y lo tiró a una fosa llena de reptiles. Antes de hacer eso, le cortó un dedo, y mientras Rosa estaba dormida, le pintó la boca con sangre.
Al día siguiente dijo al Rey que Rosa se había co­mido a su hijo. El Rey no lo quiso creer; pero esto sucedió una y otra vez. Hasta que a la tercera no tuvo más remedio que condenarla al tormento de ser quemada viva. La pobre Rosa, a todo esto, no había hablado ni reído, y, por medio de señas, pidió que se le pusiesen sobre tableros, alrededor de la pira, las doce chaquetas, camisas y bufandas. A la del hermano pequeño le faltaba una manga, que no había tenido tiempo de terminar; por lo demás, esta­ban todas completas.
Las piras ya estaban encendidas, cuando se oyó el furioso vuelo de doce patos. Bajando como cente­llas, éstos cogieron las prendas de vestir y desapare­cieron al instante.
Mucho imploró la vieja madrastra al Rey que la quemase viva, pero éste se empeñó en ver lo que pa­saba, diciendo que les sobraba leña. Al poco rato, Rosa vio llegar por el camino a sus doce hermanos, montados sobre doce hermosos corceles.
El Rey preguntó al mayor qué le sucedía, y el príncipe le contestó contándole todo y autorizando a Rosa para que pudiese explicarse y contar la ver­dad. La pobre doncella les narró lo que la cruel ma­drastra había hecho con sus hijos, y el príncipe llevó al Rey a la fosa donde estaban sus tres hijos jugando con los sapos y las serpientes.
Entonces Stephan montó en cólera y preguntó a su madrastra qué hubiera hecho ella si se hubiese probado que él había condenado a una persona sin justicia.
La vieja, sin suponer nada, le dijo que le manda­ría atar entre doce caballos salvajes que le despeda­zasen. Stephan le aplicó su propio juicio y la mandó ejecutar de esa manera, y no quedó de ella ni el trozo más pequeño.
Stephan, Rosa y los doce príncipes se dirigieron a casa de sus padres para darles la enhorabuena por el feliz hallazgo de los doce hijos.
Grandes fueron las alegrías en el castillo del rey Akron, donde creían haber perdido para siempre a sus hijos. Las fiestas duraron varios meses, y al fin, Rosa y su marido Stephan, rey de Noruega, volvie­ron a su reino para continuar las fiestas, según cuenta la leyenda.

132. anonimo (suecia)

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