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viernes, 7 de septiembre de 2012

La peste de 1599

Una epidemia de peste invadió Madrid en aquel verano del año 1599 -hacía tan sólo un año que se había inicia­do el reinado de Felipe III. El espectáculo era dantesco. Los cadáveres permanecían en las casas y amontonados en las calles, insepultos, aumentando así el propio poder de la plaga, porque ni personal había para dar digna sepultura a los muertos.
Los sanos huían a toda prisa y los moribundos queda­ban solos esperando el trágico e irremediable final; ni fuer­zas para la plegaria les quedaban ya.
Un silencio de sepulcro, estremecedor, invadía la Villa y Corte que interrumpía algún quejumbroso lamento o el ladrido de un perro carcomido por la sarna y succionado por los piojos, convertido de esta guisa en un achacoso y decrépito cancerbero de los muertos y de los que no a mucho tardar iban también a morir.
Pero existía una auténtica isla de amor: era el Hospital de Convalecientes -lugar en el que hasta hace poco tiem­po estaba el Hospital General, y donde un día llamara el arrepentimiento de Bernardino de Obregón para ofrecerse como humilde enfermero. Él y sus hermanos de congrega­ción se multiplicaban viendo que era insuficiente la capa­cidad del hospital en tan críticos momentos.
Bernardino atendía a los apestados repartiendo consuelo, oraciones y medicinas, que no eran remedios, cerrando los ojos de los que partían defini-tivamente. Incansable, sin dormir apenas, sin comer, sin miedo al contagio, iba de un lado para otro, día y noche.
Fue una lucha contra la muerte que le costó la suya.
Arcanos del alma popular. Su cuerpo permaneció expuesto en la iglesia del hospital y, ante él, como una pos­trera muestra de agra-decimiento, desfiló la muchedumbre sin temor al posible contagio. Dos veces fue necesarioo cambiar su hábito porque la gente se lo arrancaba a jirones para conservarlos como reliquias que, después según se cuenta, forjaron prodigios.

127. anonimo (madrid)

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