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viernes, 7 de septiembre de 2012

La novia del ojáncano

Todos los días una bella mozuca cuidaba su rebaño de ovejas en la cotera [1], donde el viento corre puro y la hierba parece un verde tapete en la montaña. Sin que ella se diese cuenta, un ojáncano iba cada tarde a verla sin faltar a la cita. Tan enamorado estaba que su cara rebosaba tristeza por no tener el amor de la joven.
Un día la joven, sedienta, fue a beber a una fuente cercana, la cual manaba cristalina y fresca. Este manantial se encontraba a los pies de una peña, de donde apareció el ojáncano para admirar su belleza en silencio. Ésta, al darse cuenta, salió corriendo y pidiendo auxilio a otros pastores que se encontraban cerca. El ojáncano se entristecía cada vez más por no poder conquistar a su dama.
Días después, tras superar aquel susto, la pastora encendía una lumbre cerca de la cotera para calentarse. Para ello utilizaba escajos secos y pequeñas ramas de un bosque cercano. Pero cada vez que había un atisbo de llama, ésta se apagaba por culpa de un airecillo que salía de un espinar cercano. Por más que la mozuca lo intentaba, más tozudo resultaba aquel extraño viento, que sólo parecía llegar en el momento de encender la lumbre. Y esta circunstancia la extrañó, de manera que se asomó a echar un vistazo por sus alrededores. De repente, volvió a ver al mismo ojáncano encima de la peña, justo donde lo había divisado con anterioridad. Como es de suponer, la bestia seguía con cara de pena, aumentando por momentos los suspiros y la angustia que sentía por su amor hacia aquella muchacha. En cambio, ella volvió a salir corriendo de nuevo y a llamar a los pastores y muy asustada.
Pasaron unos días hasta que la joven volvió a ir por la cotera. Esta vez pensó que sería bueno coger un coloño de leña para calentarse en su humilde morada. Mucho más tranquila esta vez por no haber visto a la increíble bestia, tomó la cambera de regreso a su cabaña. Después de un tramo, el camino se volvía cada vez más resbaladizo, haciendo tambalear en un par de ocasiones a la muchacha, que iba cargada con la leña. Pero al instante, se dio cuenta de que no llevaba peso alguno, como si le hubiesen quitado el coloño de las espaldas. De nuevo, aquel ojáncano la había tomado con ella, esta vez quitándole la carga de leña y llevándola él como si fuese un palo.
La moza, asustadísima, se dispuso a llamar de nuevo a los pastores que rondaban por allí, pero decidió a última hora no hacerlo, pues hasta entonces nunca la había atacado aquel ser, cosa que le dio que pensar. Aún aterrada, bajío sin mediar palabra, mientras el ojáncano la seguía a cierta distancia con el coloño en las manos.
Al llegar a las afueras del pueblo, el triste y deprimido ser volvió a poner el haz de leña en la cabeza de la muchacha y retomó el camino de vuelta al monte. Sin darse apenas cuenta, pasaban los días y el ojáncano seguía rondando a la pastora, la cual cogía cada vez más confianza, a medida que veía que la bestia no era violenta con ella.
Ya con la primavera cerca, ambos pasaban casi todo el día juntos. Hay que decir que el ojáncano, cuando estaba solo, seguía haciendo las mismas maldades de siempre, pero cuando estaba con su amada era bueno y bondadoso. Cortaba leña para la muchacha, la ayudaba con las ovejas, hacía una peña para resguardarse de la lluvia.
Los demás pastores estaban totalmente desconcertados ante las buenas migas entre la moza y el ogro. Y esta amistad se extendió por los valles, donde las gentes ya conocían a la pastora como la novia del ojáncano. Y tal calificativo la hizo ganarse tan mala fama que los mozos y mozas de la comarca la aborrecían hasta el punto de no querer saber nada de ella.
La muchacha, en vez de hacer caso a las habladurías, cada vez se sentía más apegada al ojáncano. Sólo que la maravillosa historia se truncó el día que la pastora no subió más al monte.
El triste y apenado ojáncano no paraba de buscarla por todos los sitios de la cotera. Incluso mandó a un cuervo volar en círculos por todo el valle para ver si la veía aparecer con el rebaño. Y auque el ave estuvo toda la mañana busca que te busca, no obtuvo resulta-dos. Cuando se posó en la nariz del ojáncano para comunicárselo, la bestia se apenó a la vez que se enfureció mucho.
Pasaron varios días con igual resultado. La furia del ojáncano era ya desmedida; lo destrozaba todo a su paso, llenaba los caminos de piedras, cegaba las fuentes con enormes rocas y hacía muchas otras fechorías.
Una tarde detuvo a un pastor cuando ya se recogía y le preguntó por la muchacha. El joven, aterido de miedo, le contó toda la verdad, que la moza había sido retenida por sus padres para evitar la amistad que había entablado con la bestia. El ojáncano dejó marchar al pastor y preparó su venganza para esa misma noche.
Al amanecer, todas las huertas, frutales y demás cultivos habían sido arrasados y destrozados. No quedaba nada en pie, la cosecha era un auténtico desastre. Además, cuando el cura fue a tañer las campanas para avisar a misa, vio que éstas habían desaparecido. Y lo mismo le ocurrió al herrero con el yunque, y al médico con su carro de caballos. Era desoladora la imagen de los caballos muertos y el carricoche destrozado. Los destrozos y maldades eran de una magnitud inimaginables. De hecho estas fechorías también llegaron hasta la casa de la moza. El ojáncano rompió incluso el carro y el horno de los padres de la pastora. Mientras los vecinos intentaban arreglar aquellos destrozos durante todo el día, al ojáncano le hacían falta tan sólo unos minutos para acabar con ello.
Al llegar al invierno la gente del pueblo se encontró sin cosecha, sin hierba para las vacas y sin maíz que llevar al molino, que también estaba roto.
Así que una mañana muy temprano, en vista que ese pueblo jamás volvería a levantar la cabeza, todos los vecinos cogieron sus enseres y se marcharon a un lugar mejor, pues sus casas, sus huertas, sus panojales, todo había sido arrasado por la bestia enamorada.
Pasaron los años y el pueblo abandonado comenzó a llenarse de zarzales y de matojos. Así que, ya se sabe que, si nos encontramos alguna aldea así en los montes de Cantabria, hemos de pensar que habrá quedado así por el desamor de un fiero ojáncano al que no dejaron una vez conquistar el corazón de una pastora.

172. anonimo (cantabria)


[1] Cotera: cerro de acentuada pendiente.

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