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viernes, 7 de septiembre de 2012

La misa de hora en la iglesia de jesús

Aunque no debiera haber modas tratándose del Santo Sacrificio de la Misa, y por más que, en los tiempos augus­tos de la fe católica, se dieran casos de incongruencia litúr­gica, respecto al culto, es lo cierto qué la Misa de hora en la Iglesia de Jesús, puesta de moda por las histrionistas más bellas y más requeridas de aquellos barrios, próximos al Mentidero de Comediantes, dio sobrado qué pensar y no poco qué decir, a teólogos y devotos, porque verdadera­mente, una misa de hota, concertada de antemano entre varias personas de ambos sexos, viene a ser como cita que se da para verse y hablarse dentro y fuera de la Iglesia; es, hasta cierto punto, un Mentidero a lo divino, que patrocina la liviandad;,y si las que andan en el fregado, son cómicas bonitas, solicitadas y requebradas, por los petimetres albi­llos, por los curtidos moscateles y por los viejos rufos, entonces la cosa toma proporciones sinodales alarmantes y hay que luchar bravamente, para sacar a salvo, nada menos que el dogma.
Los bonetes de la retórica silogística, saltan solos de los pupitres al iniciarse el litigio; los chambergos, echados con gracia sobre la oreja izquierda; se ponen en guardia provocativa, como si dijeran a la gente de la Iglesia: «¿Bien, y qué?» Y las Magdalenas, o las devotas Mamás, arrodilladas en el santo y sucio suelo, rezan, mientras dura el vendaval, una parte de rosario con la vista en el altar, o atrevidamente clavada en el ideal de carne y hueso de sus meditaciones matutinas y de sus desvelos nocturnos.
Fue mucho el ruido que armó la misa de hora de la Igle­sia de Jesús puesta de moda por las Comediantas llamadas Marías -que no fueron pocas, de las calles de Cervan­tes, Francos y Cantarranas. Por ejemplo, por Mari-Flores, María Calderón, madre de don Juan de Austria y Abadesa de un convento, como la señorita de la Valliére, lucero de la corte y amiga de Luis XIV, María Lavenad, el prodigio de la escena española, muerta a los veinticuatro años, María de Córdo-ba, la famosa Amarilis, celebrada con encomio por Lope de Vega Carpio, María de Heredia, una realísima moza, según la crónica, María, de Navas, actriz Protea, según Pellicer, porque servía para todo, María de los Reyes, María Riquelme, otro prodigio de talento y her­mosura, y las tres Marías, representadas por tres doncellas honestas que cantaron las primeras Xacaras en los corrales en cuanto se alzó la prohibición de que las mujeres repre­sentaran comedias.
Fue medida meticulosa y tiránica, esa de impedir a las mujeres que salieran a escena con papeles de su sexo. Faltó con ellas el entremés y el baile, que eran el gran atractivo de las comedias y el público aflojó y acabó por desertar del teatro. Entonces los Contadores del Hospital general de la Pasión, de Mujeres, de Niños expósitos y de los Desamparados, pusieron el grito en el cielo y memo­riales en manos del rey don Felipe III, en los cuales se hizo constar: primero, que la renta de las comedias no valía nada, por falta de concurrentes a ella; segundo, que esta falta provenía de no haber baile de mujeres, ni castañetas en los espectáculos, y tercero, que antes, ellas solas ani­maban, a los hombres, y que esta disminución de rentas era tanto más sensible «cuanto que aquel año valían muy caras las cosas, pues el pan se había subido de tres cuartos y medio a seis, el carnero de cinco y medio a siete y medio, la vaca de cuatro cuartos a cinco, los garbanzos de 28 rea­les la hanega a 70, las lentejas de 10 reales la hanega a 40, el aceite de 16 reales la arroba a 22, y así todos los demás artículos».
Un pueblo semejante no es feliz, está dominado por el hambre, ya que la baratura en los mantenimientos es señal de miseria, puesto que todos los demás artículos de consumo corren parejos. No puede haber servicios públicos por falta de dinero, no puede haber repre-sentación internacio­nal, ni ejército activo, ni armada de guerra: lo que hay, lo que ocurre con estas baraturas imposibles, es lo que suce­dió precisamente en el reinado de Felipe III por los años en que se puso de moda la Misa de hora en Jesús, y fue que se pidió limosna públicamente, yendo de casa en casa, para mantener la mesa de S. M. y de su familia.
Hemos incurrido en una digresión, que el lector bene­volente nos perdonará, si tiene en cuenta la correlación íntima de los hechos históricos que surgen de archivos y bibliotecas en cuanto se intenta hablar de alguno de ellos.
Quedamos en que la Misa de hora de la Iglesia de Jesús, puesta de moda por las Comediántas, dio ocasión de varias consultas de los Teólogos y Consejeros: que se dis­cutió el pro y el contra y se arguyó con verdadero frenesí: se consultó también a fray Félix Lope de Vega y Carpio y a don Pedro Calderón de la Barca y al ingeniosísimo mer­cenario fray Gabriel Téllez, Tirso de Molina, autor de regocijadas comedias.. Los teólogos dieron una de cal y, otra de arena al asunto; los presbíteros y autores de come­dias, alegría de la Corte, Lope y Calderón, que fueron seglares antes que clérigos, no tuvieron nada que contra­decir siempre que la Misa se oyera con devoción, pues por lo demás, donde va la soga va el caldero, y el hombre pro­pone y la mujer dispone, y por ellas, algunas veces nos solemos perder, pero casi siempre nos salvamos.
El fraile de la Merced fue el más franco y categórico:
-El paraíso es de todos -anunció. El hombre y la mujer son, por la Iglesia, dos en uno. No se les. puede re­chazar cuando vayan juntos, porque sería lo mismo que di­vidir en dos mitades un cuerpo. Ellas han puesto de moda la Misa de hora en Jesús porque tienen quien las siga al cielo, porque ellas van siempre delante y los hombres detrás. Dejadlos, pues, que se amen y se casen; la religión gana en ello y vosotros también.
Y no hubo más que decir.
Venció la opinión ilustrada de aquellos barrios simpá­ticos, y el humilde cura de la Iglesia de Jesús, tuvo la satisfacción de pavonearse diciendo todos los domingos la Misa de hora a las mujeres más hermosas de su tiempo: a las celebridades del arte dramático más encomiadas, a los, escritores refulgentes, gloria de la patria española, a los autores predilectos de los corrales de Madrid y del rei­no, a la crema de la elegancia superpiche, como luego dirían los parisienses al hablar de los mancebos elegantes, a los ancianos nobilísimos, con hábito y, venera de las órdenes, y alguna vez, bastantes veces, a damas de toldo y copete, con manto de gloria, que iban a Misa para obser­var, sin ser vistas, la clase de devoción divina y humana que reinaba en el templo dé moda.
Sólo una vez hubo cintarazos de verdad al salir de Misa. Un hombre joven cayó muerto de una estocada. El grupo de las doce Marías se asustó y chilló grandemente. Un alcalde de ronda intervino en el lance y los concurren­tes se fueron tranquilos a casa.
Ocho días después la campana de Jesús tocó a Misa de once, como de ordinario, y los espectadores habituales concurrieron y se santiguaron con agua bendita como si nada hubiese sucedido allí.
A nadie se le ocurrió tampoco mirar la tierra ensan­grentada por uno de los suyos. Sin duda que aquellas, almas benditas conocían por intuición, antes de escribirlos el poeta, aquellos versos:

Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?

127. anonimo (madrid)

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