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viernes, 7 de septiembre de 2012

La leyenda del palacio del almirante

La coquetería debe de ser innata en la hembra, porque antes de inventarse o conocerse la palabra coqueta, lo eran ya, derretidas y esparcidas, nuestras venerables abuelas.
Ellas inventaron o perfeccionaron el manto de puntas para que sirviera de cebo de galanes y tapadera de antojos; ellas echaron el velo al recato que prohibía a las doncellas presentarse en sitios públicos; ellas hicieron emboscadas de encantos y trampantojos, de candor para sorprender a mancebos albillos de mejillas frescas, cuya curiosidad no tenía límites; ellas osaron a todos los atrevimientos habi­dos y por haber tras el manto de gloria, encubridor y tai­mado, y cuando abrían la red de seda feble o de abalorios para enseñar un ojo bellacón, penetrante y fino como puñal de Albacete, ocurrían en la acera asaltos de esgrima y se daban grandes estocadas los galanes que perseguían la estela perfumada y garbosa de aquellos arambeles de paño, tafetán y seda; ellas crearon el género de comedias de capa y espada y dieron nombre al siglo XVII, al igual que Calde­rón de la Barca; Lope de Vega, Quevedo, Tirso de Molina y Moreto, los cantores de los mantos y rebocillos.

Este día de nuestra historia había neblina en el Prado, por el mucho resudar de los árboles de huertas y jardi­nes. Empezaba a despertar la primavera y las flores del campo y las de estufa, las que crecen bajo el césped y las que se abren en los salones, daban a las auras sus perfu­mes y encantos para solaz y alegría de los mortales pe­destres.
A punto de las dos de la tarde, cantadas y tocadas por el reloj de campanas del convento de Agustinos Recoletos, se vio salir por la puerta de hierro del jardín del Almiran­te, te, acompañada de su escudero, una elegante dama en­vuelta con donaire en manto de soplillo que permitía exa­minar las líneas rectas y curvas de un busto correcto y aristocrático.
No tenía filis en el rostro, pero en cambio debía de tener esa atmósfera de hechizos, como el imán atrayente, que es liga de pájaros atónitos y de varones deslumbrados.
Llevaba, como se ha dicho, manto de soplillo y en el vestido un escote tan degollado, que sólo le faltaba para ir desnuda de medio cuerpo para arriba, quitarse el pergeño de jubón que defendía la boca del estómago. La chinela o chapín contaba doce dedos de tacón, con lo que el pie iba en zancos, aumentando con esto el donaire de la garbosa desconocida, que debía ser de lo caro por la gala de sus arreboles que descubrían las puntas del envoltorio y los azabaches del medio ojos.
Era viernes de Cuaresma, y aunque el disfraz no fuera del todo devoto, con él había asistido la tapada al miserere de los Capuchinos de la Paciencia, donde era moda rezar ternezas a la luz vacilante de una lámpara de hierro, cuya temblona llama apenas sí alumbraba el colgadizo y los contiguos bancos.
Seguida de un escudero sesentón con ferreruelo y es­padín de taza, había comprado dulces en la confitería del valenciano y continuado por la calle de las Infantas hasta la casa de las Siete Chimeneas que está junto al cerro de Buenavista; después había doblado la huerta de Juan Fer­nández, dirigiéndose, entre dos luces, pian pianino, por el solitario Prado de Recoletos al Retiro del Almirante, de donde, como, queda dicho, había salido bizarra y resuelta a pindonguear por las calles de Madrid llenas de lodo y tam­bién de lindos.
Hallábase en lo alto del Prado de atisbador diligente el conde Mónterey, presidente de Italia, acompañado del conde de Montes claros, presidente de Hacienda, y antes de que emparejara con ellos la misteriosa tapada, salieron dé un coche parado cuatro dueñas de honor con sus mantos y tocas, reverendas por defuera, y de seguros lacayos o dia­blos por dedentro, y con sendos garrotes los varearon dejándolos malparados.
La del soplillo voló como el humo.
Las dueñas depusieron los garrotes para fugir mejor y los mal-trechos condes fueron amparados por los frailes de Recoletos y las vecinas monjasTeresas, que enviaron a los vapuleados hilas, vendas y bálsamo de Fierabrás.

¿Quién era la dama?
¿Quiénes eran las dueñas?
¿Por orden de quién se perpetró el vapuleo?
Misterios éstos que no aclaran las crónicas de aquel tiempo; `sólo dicen qué el suceso, por lo estupendo y nuevo, fue motivo de gravísimo escándalo en la Villa y Corte.         
Lo único que de cierto se sabe es que la sirena del man­to, en cuanto traspasó los árboles de la cañada, saltó como una corza, derrumbaderos y baches, y fue a dar en el Pala­cio del Almirante, cuyo portero de cadena formó calle con el escudero y lacayos, para dejarla entrar como era cos­tumbre, con los honores debidos al rango de la egregia castellana de aquella morada.

II

Por la noche hubo sarao y academia en el palacio del Almirante. Desde el toque de oraciones, fueron concu­rriendo a la aristocrática mansión las más linajudas damas en literas y carrozas, las doncellas más discretas, los poe­tas más ingeniosos, los caballeros de las Órdenes, los de la nobleza, los títulos del reino y los grandes de España.
Era una constelación viva de estrellas y planetas de pri­mera magnitud, un paraíso abreviado, con la serpiente, una reducción del Olimpo pagano del Buen Retiro, donde un rey poeta y caballero a la española representaba todos los días el papel mitológico del dios Apolo.
La ostentación de riqueza era grande.
Tocados y aderezos de pedrería legítima formaban des­lumbrador contraste con la luz de las cornucopias, el tisú y terciopelo de los trajes, las cruces y las veneras.
La diosa de aquel Empíreo, colocada en el estrado, recibía con distinción suprema el homenaje pulcro, afecta­do y cortés de damas y caballeros.
Uno a uno iban pasando ante la castellana hermosa, y al pasar lucían en competencia, la riqueza de las joyas y la de los conceptos.
Tocóle el túrno al príncipe de Melito., ex-embajador de Francia, quien se presentó aquella noche cubierto de pie­dras y perlas en su vestido, fingiendo estos primo rosos bordados, con tan oculto artificio que, al hacer reverencia ante la opulenta señora, se saltaron todas las piedras sobre la alfombra, por vía de gala, en obsequio de damas y cor­tesanos sin cuidarse de recogerlas el príncipe ni consentir que para él se recogiesen.
-Huélgome, señora, de que el miserere de esta tarde no haya acabado en tinieblas. Pues dicen que los apalea­dos se encuentran bien en la hospedería de Recoletos.
-Idos, Duque, y callad. Os lo suplico.
-Me voy, señora...
Este diálogo, hablado al socaire, mientras los lindos recogían las perlas y rubíes para sus meninas, no fue escuchado por nadie, pero alguien vio desde lejos la acción gallarda de sembrar por la sala piedras; el movi­miento rápido y nervioso de los labios; la expresión mis­teriosa de los semblantes y, poseído de impulso ciego al querer levantarse, clavó las uñas en el terciopelo del, sillón, donde los achaques y los años le tenían postrado hacía tiempo.
Este alguien se adivina, desde luego, que era el dueño del palacio, el noble almirante de Castilla, don Juan Gas­par Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Rioseco, así como se deja conocer que la rica hembra del estrado, la belleza aclamada por reina del sarao y de la corte, era nada menos que la cónyuge legítima del ya calendado Almirante.
Tras una ayuda de sorbete y aloja y un agasajo de cho­colate puro, trabajado a brazo, dio principio la academia que fue notable por las preguntas, y más notables aún por las respuestas.
Damas y galanes hicieron alarde de ingenio, mientras dormía o parecía dormir el Almirante, y a poco más de las ocho, cuando dio la queda la campana mayor del conven­to próximo, el desfile de la retirada empezó de modo tan rápido que en pocos minutos quedó desocupado el salón.
¿Qué sucedió después, cuando el Almirante y su espo­sa quedaron solos?
La crónica no lo cuenta.
Y ello da derecho al lector de componerlo a su gusto con acompa-ñamiento de arpa, laúd o vihuela, que fueron los instrumentos de cencerrar zarabandas, rugeros y gallardas.

III

Han pasado tres siglos.
Una transmutación completa ha dado forma distinta al plano de Madrid, por este lado de la Villa-nueva, que se destinó entonces a hornos, tahonas y paneras.
Desapareció la huerta afamada del corregidor don Juan Fernán-dez, y con ella el palacio, jardín y huerta del Almi­rante, que hacían recodo por la calle del Escorial (después del Almirante) hasta la de los Reyes Alta (hoy de las Sale­sas). Surgió de los escombros dé una parte del palacio, por voluntad expresa de aquel ilustre magnate, que a este efec­to hizo donación de sus terrenos, el convento de monjas de San Pascual, cuya iglesia fue, antes de la reedificación y continúa siéndolo, la misma sala que sirvió de teatro al palacio y de asilo literario a las academias más célebres de aquel siglo. ¡Qué cambio más completo! ¡Desde el chiste picante a la plegaria mística, desde el cuchicheo de amor rimado al oído, al rezo salmódico, uniforme, distraído; dormilón, de las benditas madres! ¡Cuántos suspiros amantes en aquel teatro profano! ¡Cuántas penitencias leves en este santo templo!
Desapareció el convento de Agustinos Recoletos y su huerta, que fue, por sus dimensiones, un verdadero parque. Cayó la puerta monumental del mismo nombre que cerra­ba a Madrid por este lado, y con ella desaparecieron las extensas posesiones y palacio del conde de Oñate y mar­qués de Monte-Alegre que estaban donde hoy los palacios de Salamanca (Banco Hipotecario) y Calderón (hoy mar­qués de Campo).
Viéndose solo el convento de las Madres Teresas, desa­pareció también el vigor dé la piqueta reformadora y no hace mucho tiempo hemos visto la titánica labor de des­montar el conocido jardín de las Delicias que existió sobre el mismo que perteneció al conde de Baños, después de Altamira, y hoy duquesa de Medina de las Torres, para hacer lotes de solares donde se alzan ya suntuosos, hoteles y casas de vecindad.
Borrada esta última página del Madrid antiguo, de la villa poética, caballeresca y chispera de nuestros mayores, la prosa de cinco pisos con entresuelo y buhardilla, y sin jardines, consumirá la anemia a la generación presente y a las futuras, a menos que éstas adopten, como nuestros pro­genitores, el precepto higiénico de muchos árboles y pocas casas, muchos espacios libres, muchos pulmones amplios, y nada de ratoneras.
Y a propósito de ratoneras: tenemos que preguntar res­petuosamente a los archivos de las nobilísimas casas que van citadas, qué son, qué han podido ser, de qué han podi­do servir unas magníficas galerías de ladrillo, verdaderos túneles de comunicación subterránea, descubiertos a muchos metros de profundidad. Las hay en todas direccio­nes: unas, que vienen del lado de las Salesas, atravesando el solar del antiguo jardín por lo más hondo; otras, que parecen venir de los extinguidos conventos de Santa Bár­bara, las Teresas y los Agustinos Recoletos; otras, que lle­van la dirección de Buena-Vista y del convento de San Pascual; otras, en fin, que van culebreando en zigzag como festón de gutapercha por todo el ámbito del terreno allana­do. Es un detalle curioso, que ha debido estudiarse porque constituye, o, debió constituir en tiempos antiguos, una verdadera red de tranvías subterráneos para uso y recreo de mineros y geólogos.
Desaparecieron por completo las bocas de estás minas sin habernos descifrado el enigma de su existencia. En el mismo sitio en donde el conde de Baños tuvo su jardín y las Delicias su Mabille madrileño, donde últimamente nos dio a conocer Price las notabilidades acrobáticas, se han alzado hoteles y casas de vecindad y están naciendo unas cuantas berrugas negras obstructoras del aire puro que en el campo se anhela respirar y antes se respiraba.
¡Dios se lo demande a los ricos propietarios de esos solares históricos!

127. anonimo (madrid)


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