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sábado, 8 de septiembre de 2012

La cueva da curuxa

Una vez y ya van pasados de esto muchos años, cierto fraile que era un gran nigromante habló de este tesoro a un hidalgo que se llamaba Álvaro Peres de Moscoso, señor del Valle de Barcia y de Mens, y le dijo lo que había de hacer para adueñarse de tantas riquezas en oro y pedrería como allí estaban enterradas; él mismo se le ofreció para servirle de guía, si se hallaba dispuesto a darle parte de lo que pudieran recoger.
Don Álvaro accedió y, siguiendo los consejos del fraile, llevó consigo treinta hombres entre escuderos y peones, todos ellos muy resueltos y valientes. Llegados a la boca de la cueva, clavaron en el suelo gruesas estacas de roble, a las cuales amarraron unas cuerdas gruesas y resistentes: los otros extremos de las cuerdas se los ataron por la cintura don Álvaro, el fraile y algunos más de los que habrían de arriesgarse a penetrar en la caverna en busca del tesoro. Los otros peones, con algunos escuderos, quedaron fuera para ayudar, si fuere preciso, a los que allí se aventuraban.
Osadamente penetraron en la cueva, llevando grandes teas de encina y gruesos tizones encendidos para alumbrarse, y dagas o cuchillos de monte por si pudieran ser necesarios.
Habrían andado pocos metros cuando unas enormes aves, espantadas por la claridad de las teas, empezaron a revolotear alrededor de ellos, batiéndoles con las alas, acometiéndoles incluso a picotazos con sus fuertes defensas y arañándolos con las garras de tal suerte, que tuvieron los hombres que defenderse, empleando sus dagas y cuchillos, matando o hiriendo algunos de aquellos pajarracos que chillaban alborotando como condenados. Durante aquella lucha varias de las teas se apagaron y fue preciso encenderlas de nuevo; al cabo, pudieron seguir adelante por los tenebrosos corredores o galerías de la caverna, hasta que dieron con un obstáculo mayor.
Una gran corriente de agua les impedía el paso, un río caudaloso que atravesaba la galería de la cueva por donde caminaban. Pero no fue el río lo que les causó la mayor sorpresa; lo que les dejó asombrados y admirados fue lo que vieron al otro lado de la vena de agua. Como en una gran sala, en un estrado ricamente amueblado donde las piezas de oro y las pedrerías refulgían a la luz de antorchas y teas, unas gentes extrañas, de una hermosura de ángeles, vistiendo largas y vaporosas túnicas de suaves colores, tañían instrumentos para ellos desconocidos y cantaban y bailaban con un ritmo gracioso y delicado.
Pero los expedicionarios no se atrevieron a intentar el paso del río, que era muy crecido y de corriente rápida; y después de pensarlo y discutir las posibilidades de la hazaña, acordaron retroceder, tanto más cuanto que las antorchas estaban casi consumidas y muy pronto quedarían a oscuras, corriendo gran peligro.
El fraile los alentaba para que siguieran adelante; pero en esto empezó a soplar tan fuerte viento que apagó los fuegos y sintieron como un olor áspero y desabrido que les secaba la garganta. Entonces todos empezaron a tirar por las cuerdas que llevaban atadas a la cintura, con ansia de verse fuera de aquel antro para huir de la asfixia que les amenazaba. Algunos clamaban al cielo, creyendo que iban a morir; otros gritaban pidiendo socorro. Al fin, después de muchos tropezones y caídas al darse contra las salientes rocosas de las laderas de la caverna, consiguieron salir a la luz del día, tosiendo y jadeantes como si aquel aire estuviera emponzoñado.
Se dice que ninguno de ellos salió con vida de aquel año, a excepción del fraile, quien aunque siguió vivo perdió la vista.
Nadie más osó nunca intentar penetrar en la Cueva de la Curuxa. Pero ¿sería cierto que existía aquel tesoro? ¿Y qué gentes podían ser aquéllas, que vivían dentro de la cueva? Eso nadie lo sabe de cierto. Tampoco nadie sabe dónde está, o dónde estaba. Tal vez fuera obstruida después del fracaso de don Álvaro Peres de Moscoso.

105. anonimo (galicia)

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