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viernes, 7 de septiembre de 2012

La casa del duende

En la noche del 2 de noviembre del año 17... caminaba. deprisa por las calles de Alsa piernas y Arrastra... cu... a la vera de los trufaldines de los Caños, el Rosario de Nuestra Señora de la Esperanza, vulgo del Pecado Mortal, acom­pañado de pobres del Ave María. Entre saetas y preces, exorcismos y lamentos, se improvisaba algo así como una protesta mística contra la Santa Inquisición que acababa de poner a buen recaudo a la Beata Clara, milagrera de ofi­cio, mujer muy afamada, que daba recetas a las damas, audiencia a los Ministros y permitía escenas muy poco . edificantes a sus íntimos, que por pura devoción arranca­ban el yeso de las paredes de su virginal alcoba para guar­darlo a guisa de talismán o reliquia.
Los hermanos del Pecado Mortal, entre salto y salto, se arreman-gaban muy pulcramente las sotanas y se tapaban las narices, porque aquel día la turba del arroyo tenía cre­cida y era mayor el número de animales muertos, esparci­dos por allá y acullá, para modificar con sus gases el aire seco y penetrante del Guadarrama.
Pues aunque cause asombro, es necesario decir que la ciencia higiénica de aquellos tiempos apadrinó la mons­truosidad de que los aires delgados del invierno se modifi­caban y se hacían más sanos y respirables cargándolos de amoníaco; y al efecto de producirlo fulminantemente, se arrojaban a las calles y a las plazas los animales muertos el estiércol de las cuadras, las aguas corruptas y las inmundicias, creándose así una atmósfera tan especial, tan salu­dable y limpia, que a no dudarlo contribuyó, en modo funesto, a degenerar la raza, antes vigorosa, de los infeli­ces habitantes de esta Villa y Corte.
Para llegar a la calle del Conde-Duque por las proximi­dades del Campo del Moro, entonces vertedero y hoy ame­no vergel, la cofradía del Pecado Mortal había recorrido a saltos en zigzag, además de las calles que quedan citadas, la de «Elbeso», «Nardoflorido», «Salsi-puedes», «Tentetie­so», «Pulgas», «Enhoramala vayas» y «Bodegones». Es decir, un diccionario completo de nombres incultos; un repertorio de pasquines de gusto depravado, una plantilla sucia, cuando no obscena y desvergonzada de las aficiones palatinas, de la ignorancia del pueblo, de lo contrahecho de los espíritus, de lo descarriado de la devoción y del rus­ticismo agusanado que pisaba con zapatos alcañados y dé orillo de suela plana los regatos que, desde las casas de malicia, tenía que vadear para ir a misa de alba por las aseadas calles de «Válgame Dios», «Medio cuartillo», «Jabón» y «Alsa piernas».
¡Qué horror de calles, de policía y de costumbres!
Detrás de los hermanos del Pecado Mortal iban en dos filas, los Capuchinos de la Paciencia, con velas verdes alumbrando una imagen de Cristo crucificado, muy vene­rado en la Iglesia de dichos Padres, que sólo salía en pro­cesión en los acontecimientos y aflicciones públicas muy trascendentales. Detrás de los frailes, dos Inquisidores con una taifa de alguaciles de Corte y soldados de la fe, que custodiaban al verdugo y, a distancia honesta por si acaso, una bandada de curiosos y curiosas de todas las clases y procedencias.
¿Qué novedad podía justificar un aparato nocturno, entre divino y profano, tan alarmante y misterioso como el que los transeúntes, atraídos por la campanilla medrosa del Pecado Mortal, descubrían en la oscuridad de la noche, a luz de velas amarillas y verdes y de farolillos y candiles colgados en las ventanas de'la viejas devotas?
Pues lo que ocurría era un suceso muy grave.
Había sido denunciada a la autoridad eclesiástica la casa del Duende, sita en la calle del Conde-Duque, junto al trozo que se llamó del Duque de Liria, y la Iglesia, provis­ta de exorcismo y excomunio-nes, se preparaba a regar las paredes del casón con el hisopo santo cargado de agua bendita. Se había encargado de la augusta ceremonia al obispo de Segovia, que debía llegar por el Pardo y la Mon­cloa, al amanecer, con sus familiares y corchetes.
Ésta era la causa del bureo matinal, de la profanación del Santo Rosario voceado con tono fúnebre, irreverente, según la costumbre, por los susodichos cofrades anda­riegos del Pecado Mortal, en jerarquía civil muy supe­riores a los de la ronda, también madrugadora, de pan y huevo.
La Inquisición había instruido el proceso, bajo la base de un papel escrito por los vecinos, del Conde-Duque en que se hacía constar, con espanto, los siguientes hechos que extractamos del Diccionario de localidades de Fernán­dez de los Ríos.

Primero; que hallándose cierta noche, en la casa del Duende, unos jugadores disputando sobre sus ganancias y pérdidas, apareció, sin saber cómo ni cuándo, un enano, exigiéndoles que guardasen silencio, y desa-parecio como sombra chinesca.
Item. Que habiendo seguido el alboroto después de atrancar las puertas, se presentó otro enano, horrible de ver, y repitió el recado, amenazando a los jugadores si no callaban.
Item. Que habiendo dispuesto colocar un jayán tras la puerta, con espada desnuda, para impedir la entrada de todo bicho viviente, hubo una tercera aparición, y tercera intimidación del enano, que no pudo ser habido, aunque se echaron sobre él los jugadores.
Item. Que habiendo seguido el juego y la algazara, con alguna indecisión por parte de los tímidos, pero con muchas balandronadas de los valientes, se presentaron veinte enanos armados con látigos, apagaron las luces y la emprendieron a bergajazos, a éste quiero a éste no quiero, hasta que no dejaron títere con cabeza. Los jugadores huyeron; abandonando la mesa y el dinero, y no han vuel­to jamás por la casa.
Item. Que, al cabo de algún tiempo, alquiló la casa la marquesa de las Hormazas, desafiando los temores del vulgo, y que dispuso que los cuartos se adornaran con lujo. Que cuando acababa de salir el Mayordomo, para encargar un cortinaje, se presentaron los enanos trayéndo­lo tal como deseaba la Marquesa en dibujo y colores; que la pobre señora se desmayó, y cuando volvió en sí, el cor­tinaje estaba colocado; que muy asustada la inquilina, mandó llamar al confesor; y que no habían llegado los emisarios al convento, cuando ya venía el fraile acompa­ñado de uno de los enanos, con lo que, aumentando el pas­mo de la relatada Marquesa, no esperó más apariciones huyendo de la casa.
Item. Que años después fue a vivirla el canónigo Mel­chor de Abellaneda, riéndose de los duendes. Que un día estaba escribiendo al Obispo, pidiéndole un libro, no bien hubo escrito el título, entró un enano, y puso el volumen sobre la mesa. Que a la mañana siguiente, acababa dé encargar al paje que llevara a la iglesia de Afligidos, el recado de celebrar, sacándole blanco, cuando se presentó un enano con otro encamado, que era el que marcaba la Epacta. Que sin esperar más embolismos, el canónigo puso pies en polvorosa y se alejó de Madrid.
Item. Que en la buhardilla de la casa habitaba una lavandera vieja, que un día de lluvia se retiró temprano del río, dejando la ropa en una casilla. Que habiendo sabi­do que él Manzanares tenía una gran crecida, daba ya por perdida la ropa, cuando apareció un enano trayéndola con dos mozos, lo cual admiró y mucho a la pobre lavandera.
Item. Que en consecuencia de tantos y tan repetidos actos diabólicos, perpetrados por duendes y endriagos, en la mencionada casa de la calle del Conde-Duque, nadie quería vivir en ella, excepto los malhechores que la bus­caban para burlar a la justicia, y los reos de lesa Majestad, como Valenzuela, para ocultarse en los sótanos y ponerse a cubierto del merecido castigo. Por todo lo cual, pedía el vecindario pacífico, escandalizado y amedrentado, que se pusiera mano en el asunto y que, si era preciso, se derri­base la casa hasta los cimientos y se sembrara de sal el hueco, a fin de que nunca más se repitiera el espectáculo de los duendes, que es muy poco cristiano y por el contra­rio da malísimo ejemplo, por lo que tiene de infernal, de mágico y de brujería.

El Tribunal de la fe, que ya andaba muy escamado con lo que se decía de la casa del Duende, admitió la demanda y acometió las pesquisas con impaciencias tales, que en pocos días tuvo los autos en disposición de dictar senten­cias, y sin más demora se falló que debía exorcizarse el edificio y asaltarle, a viva fuerza, hasta coger al Duende, y que una vez aprehendido, se le descuartizará a golpes de tenaza para asarlo después en la hoguera.
Éste era el motivo fundamental de aquella asamblea matutina, congregada a son de pregón, en Segovia y en Madrid, en los barrios altos y bajos, y en las mismas igle­sias, después de las vísperas.
Cuando el Obispo hizo acto de presencia en el campo de operaciones, no se escuchaba ni el zumbido de una mosca. La casa estaba cerrada a piedra y lodo. Por los res­quicios de las ventanas no se percibía un milímetro de cla­ridad. El edificio parecía abandonado y sin embargo, alguien de vista de hiena notó, que por una chimenea de ladrillo salía un hilo de humo imperceptible.
La observación fue comunicada al señor Obispo, y la ceremonia empezó en el acto, rociando con agua bendita las paredes de la casa, mientras se rezaban, a media voz, oraciones que articulaba su Ilustrísima gangueando y re­petían en coro frailes y soldados, cofrades y curiosos.
De pronto un grito estentóreo de consumatum est salió de las filas y aquel ejército de fanáticos e ignorantes se arrojó sobre la casa con picos, palas, azadones y otras herramientas de destrucción. Las puertas cedieron a las primeras cargas, y el torrente humano invadió el edificio, no dejando cuarto, ni desván; ni cueva, ni pozo que no se registrara. Y por cierto que a nadie encontraron, ni arriba ni abajo, lo cual hizo que lós invasores se retiraran tristes y desalentados, dando contra los muebles la furia que no lograron descargar sobre las personas.
La del alba sería ya, cuando la calle del Duque de Liria y sus adláteras quedaron otra vez limpias de polvo y paja, aunque no de malos olores.
La hermandad del Pecado Mortal tomó silenciosa a su calle del Rosal, frente a la plaza de los Mostenses, los frai­les capuchinos a su convento, los alguaciles y soldados de fe a sus respectivos cuarteles, el Obispo, en su mula man­chega, de regreso camino de Segovia, y los curiosos del auto, cabizbajos y alicaídos; desperdigándose por los callejones de atajo para llegar a sus viviendas a la hora del aguardiente, del chocolate y de las sopas de ajo.
Media hora después, 40 hombres, no enanos, sino altos, fornidos y resueltos, de rostro tostado por los alambiques, salieron en buen orden de la casa y cuando estuvieron en la calle se dispersaron después de despedirse con apretones de manos.
Eran los duendes de aquella mansión solitaria.
Unos monederos que acuñaban dobillas falsas del Bra­sil, reclamados por la justicia y condenados a muerte en rebeldía.
La casa, con su fantástica tradición a cuestas, quedó desierta y así ha llegado hasta no ha muchos años.
Los enanos del zurriago no volvieron a verse, ni las excéntricas marquesas, como la de Hormazas tampoco, ni canónigos como Avellaneda, ni nigromantes, ni otros monederos falsos, que algunos pobres vergonzantes, a quienes, por cálculo, se dio albergue, para ver si así se per­día el hilo de esta leyenda.
Ello no ha podido conseguirse, ni se conseguirá nunca, porque ha quedado impresa en la memoria del pueblo.
La casa fue derribada hace poco tiempo. En su lugar, queda, dicen que oliendo a azufre, el solar abandonado.
El solar del... Duende.

127. anonimo (madrid)

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