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sábado, 8 de septiembre de 2012

La casa de los fantasmas

Por los siglos XVI y XVII, había en Madrid una casa llamada Tócame Roque que, al decir de las gentes, estaba encantada y no era posible habitarla porque en ella vivían en feliz consorcio brujas y endriagos que se aparecían al mediar la noche con espanto de los vecinos.
Las pocas familias que en ella vivieron arreglaban, como es costumbre, la casa por el día, y a poco los muebles estaban revueltos, fuera de su sitio, arrojados por el suelo; y éste, sucio como si hiciera cuatro semanas que no se barriese. Hasta el extremo de que cuando en una casa cualquiera se notaba un gran desarreglo, suciedad y desorden, se solía decir: «Ésa es la casa de Tócame Roque», y aún se dice en nuestros días.
A tal extremo llegó el horror, que los buenos vecinos de Madrid ni aun regalada quisieron en adelante vivir en ella.
Y así pasaron años y años y la casa permanecía sin alquilar y atemorizando a los vecinos los ruidos de cadenas y las llamaradas rojas que salían por sus mal cerradas ventanas, así como los tristes ayes y los alaridos de condenado que se oían.
La casa continuó mucho tiempo desalquilada, hasta que llegó a Madrid, de vuelta de la guerra de Flandes, una bandera de aquellos invencibles tercios de infantería llamados los viejos. El capitán de esa bandera (hoy compañía) era hombre joven, gastador, amigo de cuidarse bien, de lucir buenos trajes, y no le alcanzaba la soldada que se le daba, mucho más pequeña que la que hoy se le da a los de su clase, para cubrir todos sus gastos.
Preguntó el joven al llegar si por allí había una casa de duendes, y señalándole la de Tócame Roque, se fue a ver al dueño y a proponerle el desencanto de la casa mediante el alquiler gratis de un año; el dueño aceptó y el inquilino se instaló en la casa, llevando por todo mobiliario dos camas, dos sillas y una mesa, que eran más que suficientes para el capitán y su ordenanza.
La primera tarde que entró, dejó bajo la almohada un par de pistolas, diciendo en tono de firme convicción:
-Veremos si obedecen a éstas los fantasmas.
Se fue luego el capitán a pasear, dejando al acecho al asistente, hombre que se asustaba tan poco como su amo de vivos y muertos, y hubo de ir a buscarlo a la hora de comer. Por el camino le dijo que una especie de hombre vestido de blanco había cogido las pistolas de debajo de la almohada, les había sacado la bala y las había vuelto a poner en su sitio.
A las once volvía el capitán a su casa; después de rezar sus oraciones en voz muy alta para que lo oyesen, se volvió de espaldas y se durmió.
A las doce, como de costumbre, se comenzó a oír el ruido de cadenas que se arrastraba por el suelo, cantos lúgubres y demás acompañamiento de gritos y lamentos, y a poco vio venir el capitán hacia él una cosa muy grande, que de pronto se convirtió en muy pequeña, envuelta en un sudario blanco y llevando sobre el sudario una calavera por cuyos huecos de los ojos, la nariz y la boca salían los destellos de una luz amarillenta unas veces, roja otras, y otras azul, a manera de fuegos chinescos.
No bien hubo visto el capitán aquella visión, se incorporó en la cama, sonriendo, y le dijo:
-¡Espantajo disfrazado, vete y no adelantes un paso más si no quieres que una bala de mis pistolas te envíe a hacer compañía al dueño de esa asquerosa calavera que te pones a guisa de tocado!
-Tira y verás -dijo una voz cavernosa, y siguió andando.
El capitán hizo fuego; el estampido hizo retemblar la casa; pero el fantasma siguió andando y mostrando al capitán una cosa que llevaba en la mano:
-Mira -le dijo; la bala de tu pistola, obedeciendo mis mandatos, se ha venido a mi mano. Vete de esta casa, que es la casa de los muertos y de las almas en pena, si no quieres pasarlo mal.
-Pues bien -replicó el capitán, si las balas obedecen a tu voz con tanta facilidad, mándale a las de estas otras pistolas que no te hieran, porque van a hacerlo. Mira.
E hizo fuego con otro par de pistolas bien cargadas que había llevado como prevención.
El fantasma cayó al suelo. Al oír el segundo disparo, media sección de soldados de la bandera del capitán, que estaban apostados no lejos de la casa, entraron en ella y, guiados por el asistente, fueron a la habitación del capitán, a quien encontraron vestido. Examinaron aquella cosa tan grande unas veces y otras tan pequeña, y descubrieron que era un hombre mal encarado y de peor facha, que tenía en la cintura y hombros unos aparatos por medio de los cuales alargaba y disminuía el tamaño del sudario que llevaba puesto.
Reconocido aquel «fantasma», resultó que estaba muerto. Las cadenas seguían sonando, y continuaban los cantos, que ahora se hacían más percep-tibles porque el fantasma había dejado abierto un hueco hasta entonces no visto.
La milicia se repartió por la casa, a fin de que nadie se escapase, y con algunos de sus hombres bajó el capitán por aquella abertura, sorprendiendo una partida de facinerosos que, a la sombra del terror que producían los fantasmas, habían convertido los sótanos de la casa en el centro de sus operaciones. Amarrados salieron de allí aquellos pícaros, siendo entregados a los tribunales, que los hicieron ahorcar.
Desde entonces, en la casa de Tócame Roque podía dormirse a pierna suelta sin temores ni sobresaltos. El capitán la había desencantado. Esto prueba que la creencia en brujas y duendes es un desatino, al que sólo prestan crédito los cobardes y los tontos, y que hace reír a los discretos.

127. anonimo (madrid)

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