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jueves, 6 de septiembre de 2012

La bota de sant ferriol

Entre labradores y viandantes, el nombre de Ferriol era temido sobre todas las cosas, Muchas noches de tor­menta, cuando el agua bate con furia las hojas de los robles y las alimañas se agazapan en sus cuevas, el ban­dido Ferriol y los hombres de su partida velaban pres­tos a arrojarse sobre cualquier infeliz para arrebatarle la bolsa y quizá dejarlo tendido sin vida en un mato­rral. Por toda la comarca se narraban las nuevas de las fechorías que llevaban el terror a todos los que te­nían que pasar por los montes y bosques que eran lu­gares preferidos de Ferriol y su partida.
Un día, cuando ya el sol se había ocultado y el cre­púsculo había llenado de sombras los senderos de la montaña, un pobre fraile caminaba de prisa. Iba re­zando sus horas y, abstraído en ello, no advirtió la apa­rición de dos hombres en medio del camino. Éstos pa­raron al buen religioso, diciéndole:
-¡Eh, hermano, suelte la bolsa!
El fraile, sorprendido, les contestó que no llevaba sino lo puesto. Y entonces, los bandidos lo conduje­ron con los ojos vendados a la cueva donde la partida estaba reunida. Ferriol, sentado junto al fuego, se en­tretenía en afilar con gran cuidado su daga.
Los forajidos se sorprendieron con la llegada de sus dos compañeros y el fraile. Ferriol, con el intento de burlarse del fraile, le dijo:
-Hace mucho tiempo que deseaba confesarme, y ahora me veo en una buena ocasión. Me vais a confe­sar, reverendo padre; pero tened en cuenta que espero vuestra absolución. Si no es así, ya os podéis encomen­dar a todos los santos, pues no saldréis vivo de esta cueva.
El fraile, tranquilamente, le dijo que estaba dispuesto a confesar-le.
-Pero soy Ferriol, el bandido -dijo el jefe. ¿No habéis oído hablar de mí?
-No importa -repuso el fraile; ven aquí conmi­go y te absolveré.
Se retiraron a un rincón de la cueva, y el fraile le di­jo a Ferriol:
-No te impongo más penitencia que ésta: cuando vayas a hacer alguna de tus fechorías, repite esto y pien­sa bien en ello, «no quieras para los demás lo que no quieras para ti». Y con ello bastará.
Ferriol soltó una estruendosa carcajada y exclamó:
-Si eso es la penitencia, no es demasiado dura. Aho­ra salid a toda prisa de aquí, antes de que nos arrepin­tamos y os hagamos pasar un mal rato.
Salió el fraile. Ferriol siguió afilando su daga. Los compañeros, bebiendo, jugando o roncando. Y no pasó más por entonces.
Sin embargo, las palabras del fraile no habían caído en vano.
Unos días después se disponía Ferriol a dar un gol­pe de m1no en la carretera que conducía a la ciudad próxima, donde se celebraba una feria. Se desparra­maron los bandidos, como de costumbre, colocándo­se uno de ellos en lo alto de un cerro, para avisar la llegada de gente, y los demás, ocultos entre las matas, o subidos en las ramas de los frondosos árboles que caían sobre el camino. Al fin, un silbido del centinela los avisó, y se encubrieron bien. Por el camino llegaba un hombre que conducía por el ronzal a un borriqui­llo en el que iba una mujer y un niño. «¡Buena pre­sa!», pensaron todos. Ya estaban preparados para sal­tar a la señal de Ferriol, cuando vieron con sorpresa que la señal no sonaba. Pasó el hombre con su com­pañía y desapareció tras una curva del sendero. Todo quedó en paz, y los bandidos se fueron lentamente in­corporando; se acercaron a Ferriol y le preguntaron la causa de no haber ordenado el asalto. El jefe se mos­traba pensativo y no contestó apenas a las reclamacio­nes de sus subordinados.
-No sé... No me pareció conveniente. Ahora vol­vamos a la cueva.
Desde aquel día, siempre obraba así Ferriol. Prepa­raba el golpe; pero, a última hora, no lo ejecutaba. Y ya los forajidos murmuraban, creyendo que su capi­tán había enloquecido o había sido atacado de algún súbito mal, pues apenas hablaba con ellos, pasaba lar­gas horas melancólicamente paseando por el bosque o en la cueva, alejado de la algazara de los demás. Has­ta que un día, habiéndose proyectado robar e incen­diar una masía, Ferriol se negó a ir.
-Pensad si a vosotros os gustaría que os hiciesen eso. Lo que no queramos para nosotros no hemos de quererlo para los demás.
Los bandidos quedaron estupefactos. A poco, un co­ro de brutales carcajadas estalló:
-¡Ah Ferriol, eres Sant Ferriol! ¡Te nos has vuelto fraile y santo!
Y pasando de las burlas a las amenazas, y de éstas a los hechos, le golpearon, y al fin le dieron muerte. Llevaron el cadáver con ellos y lo enterraron en la bo­dega de la masía, en donde fueron a robar.
De esta manera, Ferriol, que había meditado sobre las palabras de aquel fraile, cumplió la penitencia de que tan impíamente se burlara.
Pasó el tiempo, y los dueños de la casa en que los bandidos habían robado y habían dejado el cuerpo de su antiguo capitán muerto por ellos, para que no los delatase, notaron con sorpresa que el vino que saca­ban de una bota de la bodega había mejorado deJuna manera notable en calidad, y tomado un sabor gratísi­mo y que, además, la bota se mostraba como un ma­nantial inagotable. Sin saber a qué atribuirlo, bajaron un día a la bodega, removieron la bota de aquel vino y, en medio de gran sorpresa, encontraron el cuerpo de Ferriol, que estaba fresco, con las heridas sangran­tes, como si acabase de morir.
Comprendieron que un gran milagro había tenido lugar, y desde entonces Sant Ferriol recibe culto y de­voción, y aquí termina la leyenda.

103. anonimo (cataluña)

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