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domingo, 2 de septiembre de 2012

La avecilla del ermitaño

Cuenta la leyenda de Monserrat que una avecilla quiso ganarse el afecto del ermitaño de San Jerónimo. Pensó en cantar ante su ventana para avisarle si había tormenta, pero no lo consiguió porque el hombre la cerraba cuando se levantaba viento. Pensó en cantar para avisarle de la hora que era, pero no lo consiguió porque las campanas del monasterio sonaban más poderosas que sus trinos... Sin desanimarse, pensó en advertir al hombre cuando llegaran visitantes por el camino y para ello se instaló en la copa de un pino frente a su ventana.
Un día vio venir a un desconocido que se detuvo ante la puerta. La avecilla cantó con un trinar agudo y continuo para advertir al ermitaño de ese modo particular, porque para avisarle de la visita de otro hermano o conocido había decidido cantar con un trino grave e intermitente.
Parecía que el buen hombre no comprendía sus trinos y cierto día sus temores se confirmaron, porque a pesar de cantar distinton según quién viniese, oyó que el ermitaño le decía a un amigo que había ido a visitarle:
-Esta avecilla que canta es mi predilecta: cuando alguien viene se pone a cantar.
Aunque oír aquello debería haber agradado al ave, en realidad la entristeció, porque se daba cuenta de que seguía sin ser útil al ermitaño de San Jerónimo. Hasta que llegó, por fin, un día feliz para la tenaz y paciente avecilla. Era ya invierno y el ermitaño recibió la visita de su amigo:
-¿Ha podido su pajarillo sobrevivir a las heladas de enero? -le preguntó al ermitaño.
-Sí, gracias a Dios -contestó éste-. Y ahora sé el significado de sus trinos: trata de anunciarme la presencia de las visitas.
Llegó la primavera y la avecilla era feliz porque el ermitaño ya comprendía sus cantos.
Cierto día, el amigo preguntó al hermano si la avecilla que cantaba en el pino era siempre la misma.
-¡Vaya si lo es! -repuso él. Además, su afecto es tan grande como su sabiduría: antes de que alguien asome, ya sé por ella si viene un amigo o un desconocido.
Le contó el ermitaño a su amigo que había notado que, para la llegada de forasteros, el paj arillo no dejaba de trinar, mientras que si venía un conocido, sus silbidos eran cortados.
La avecilla de Monserrat por fin se sentía satisfecha de ser útil a aquel hombre cuando cierto día vio cómo el ermitaño, con lágrimas en los ojos, cerraba su vivienda. El animalito no alcanzaba a entender que allá abajo, en el llano, los hombres se perseguían y mataban, quemaban los campos y talaban los árboles. ¡No sabía que había estallado una guerra que obligó al monje a abandonar el lugar!
Lo cierto es que la avecilla se quedó sola y allí pasó el invierno y la primavera.
Cierta noche de tormenta la ermita de San Jerónimo fue alcanzada por un rayo que la redujo a ruinas. Al día siguiente, varios monjes de Monserrat fueron a contemplar aquella desolación y, entre ellos, la avecilla reconoció a su querido ermitaño.
«¡Es él! -se dijo el pajarito-. ¡He hecho bien esperándole aquí!»
Y decidió que se marcharía con él.
Los monjes se dirigieron a la ermita de San Dimas, donde ahora vivían a causa de la guerra. La avecilla pensó que en aquel lugar podría serle útil a su amigo, e incluso a los amigos de su amigo. Seguro que el viejo monje la reconocería y les explicaría a sus compañeros de fe el significado de cada uno de los trinos con que el pajarito avisaba de las visitas. ¿Acaso no iban a recibir tantas o más que antes de su traslado?
Dicho y hecho, en cuanto llegó, la avecilla buscó un sitio donde esta-blecerse.
El ermitaño, efectivamente, reconoció a su querido pajarito y, sin saber si podría comprenderle, le dedicó estas palabras:
-¡Pobrecilla, mi fiel compañera! Has estado esperándome y ahora que me has encontrado, decides venir a vivir conmigo. ¡Cuánta fidelidad la tuya!
Aquellas palabras ya eran un regalo; pero la avecilla aún recibió más elogios cariñosos:
-Eres mi más fiel compañera, tanto en San Jerónimo como aquí. Mucho me costó comprenderte y ahora no sabría prescindir de ti. Ya sé por qué cantas ahora; quieres decirme que me acompañarás hasta el final.
Un mes después, el ermitaño bajó la larga cuesta que unía su ermita con el monasterio.
Antes de alejarse, se dirigió al pajarito:
-Adiós, querida amiga. Tal vez no volvamos a vernos jamás...
Y así fue, porque el buen ermitaño no regresó a la ermita que, meses después, fue habitada por otro ermitaño.
La avecilla, viendo que no regresaba el hombre al que era fiel, recorrió todas las ermitas, pero su esfuerzo no dio frutos. Y cuando la primavera floreció de nuevo, el pajarito murió de pesadumbre.
De no haber muerto en ese instante, habría oído tañir las campanas en honor del padre Berenguer, el ermitaño de San Jerónimo, que aquel mismo día había fallecido a causa de la vejez y la enfermedad.
Sin duda, las almas del ermitaño y la avecilla se encontraron de camino al cielo.

999. anonimo leyendas

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