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martes, 4 de septiembre de 2012

Kurt de altenaar

Sobre el río Aar se alzaba la silueta del castillo de Altenaar. Dentro de sus muros habían crecido y alentado nobles generaciones de la clara estirpe de Altenaar.
Kurt, el último caballero de la ilustre casa, había llegado ya a una edad algo más que madura y no tenía sucesión.
Aunque amenazaba extinguirse tan noble fami­lia, no por eso era menor la altivez y el genio independiente que alentaban en Kurt con fiera vio­lencia.
En cierta ocasión, los príncipes y señores suizos exigieron de sus vasallos unos tributos excesivos.
El país gimió bajo las onerosas imposiciones. Pero Kurt no se doblegó: anunció que no estaba dispuesto a someterse a exigencias tan arbitrarias como abusivas. Los ejércitos se dirigieron contra el casti­llo de Altenaar. Con fuerte coraza de valor, los sitia­dos se dispusieron a la defensa.
Nubes de piedras y dardos cruzaban el espacio. Y uno tras otro, todos los asaltos de los atacantes fue­ron rechazados.
Pasaron las semanas y los meses. En el interior del castillo, con las dificultades, crecía la voluntad de vencer. Y en las filas de los sitiadores cundía el desaliento y la desesperación, y no pocos soldados, amparados en las tinieblas de la noche, abandona­ban vergonzosamente su puesto. Los prícipes no sa­bían qué partido tomar, asombrados y despechados ante la incomprensible resistencia de una fortaleza que acaso ya no encerraba sino sombras, y temero­sos, por otra parte, de que sus tropas, descontentas y desmo-ralizadas, se alzaran en rebelión.
Kurt contemplaba con dolor cómo iban cayendo todos sus bravos y fieles, consumidos por las heridas y devorados por el hambre. Llegó un momento en que sólo la sombra envejecida y triste del último ca­ballero de Altanaar deambulaba por la desolada amplitud del castillo.
Cuando Kurt comprendió que aquello era ya irre­mediable, vistió sus mejores armas y tomó su caba­llo; subió al más elevado torreón y se acercó a las almenas. Su extraño aspecto impuso un silencio de asombro en los campamentos, que hervían de có­lera e impaciencia. Las huestes que vanamente ase­diaron día tras día la fortaleza, fijaron sus miradas en aquella figura que aparecía aureolada de sobre­humana dignidad. La voz de Kurt de Altenaar vibró con retadora sonoridad:
-Yo soy el último defensor. El hambre nos ven­ció, no vuestras armas. Moriré libre, como han muer­to todos los míos.
Picó espuelas a su caballo y, saltando por encima dé las almenas, se lanzó al espacio.
Un grito de libertad rasgó aún los aires. Caballo y caballero rodaron despeñados por las riberas altas y escarpadas entre las que se desliza, precipitado y turbulento, el Aar, y las rápidas aguas del río envol­vieron piadosamente el cuerpo del héroe.
Espantados, los sitiadores levantaron el campo. Nadie entró en el castillo, siempre defendido por las sombras heroicas y por la inextinguible vibración de las palabras de Kurt.

039. anonimo (inglaterra)

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