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jueves, 6 de septiembre de 2012

Fundación del monasterio de ripoll

La ciudad de Ripoll, en otro tiempo rica y florecien­te, había sucumbido a mano de los moros, que incen­diaron sus casas, sus templos e incluso sus campos, y cuando Carlomagno volvió a entrar en ella, vencedor, sólo encontró un montón de ruinas.
Apenado, el emperador paseaba silencioso por en medio de tanta devastación, cuando vio a un viejecito superviviente de la gran tragedia, que con otros veci­nos, también ancianos ya, cultivaban un rinconcito de tierra y rendían culto a una imagen de María. Se apro­ximó el emperador, para ver de cerca la imagen, y, en­cantado con ella, prometió a los ancianitos ayudarles en sus trabajos de reconstrucción; pero no levantarían una ciudad, sino un monasterio, donde una orden re­ligiosa diera culto para siempre a aquella hermosa imagen.
Pero los moros volvieron a entrar en Ripoll y deshi­cieron aquel principio de fundación que allí había, pa­sando a cuchillo a los cinco viejecitos; pero antes ellos habían tenido tiempo de tapiar en lugar seguro la ima­gen de la virgen:
Pasaron los años. Las armas cristianas se habían he­cho ya dueñas dé aquel territorio; el recuerdo de los viejos fundadores de Ripoll perduraba en el ánimo de todos, y se fundó un monasterio, que se entregó a una orden religiosa. Pero había una gran pena. ¿Y la vir­gen? ¿Dónde estaba escondida la virgen? La imagen venerada no llegó a aparecer, por más que se la buscó.
Corrían los tiempos de Guifré el Pelós. El esforza­do conde se durmió aquella noche con la preocupación de todos: hallar la imagen. Inquieto se revolvía en el lecho, cuando he aquí que soñó...
Vio ante sí una dama bellísima, que le hacía señas para que la siguiera.
La obedeció y caminó tras ella por un sendero aro­mado de flores, mientras una dulcísima música reso­naba en el aire.
La dama llegó a una cueva y se colocó sobre un mu­ro bajo; a sus pies había un hombre en oración: era Carlomagno, que al ver al recién llegado, le conminó para que cumpliera su promesa de que fuera honrada y venerada aquella imagen. El conde dijo que lo cum­pliría, y más aún: que regalaría a la imagen una joya de valor que le iban a entregar. Y cuando se volvía a buscar la joya prometida, despertó. ¡Todo había sido un sueño!
Muy preocupado quedó el conde Guifré por tal sue­ño, y así se lo contó al obispo Gotmar; pero éste no supo entenderlo, y, por otra parte, el conde no encon­tró en los alrededores de Ripoll camino alguno pareci­do al que viera en sueños siguiendo a la señora.
Unos días después salió una vez más a pasear por el campo, con la secreta esperanza de encontrar el sen­dero de su sueño; cuando un grupo de monjes se le acer­có: al derribar una tapia, había aparecido una imagen de la virgen en una cueva cercana.
Guifré salió corriendo detrás del monje; reconoció el camino, y allí, en la tapia, ¡por fin!, la anhelada ima­gen de la Virgen de Ripoll, tal como él la viera en sue­ños, parecía sonreírle.
Cayó el conde de rodillas y en ese momento fue avi­sado de que su hijo, Radulf, acabado de llegar al mo­nasterio, se encaminaba hacia allá.
En efecto, el joven llegó montado en su caballo y, después de abrazar a su padre, le enseñó lo que traía: una riquísima joya, cogida a los musulmanes en la úl­tima refriega. Y ambos de acuerdo, la entregaron a la Virgencita de Ripoll.
El monasterio se engrandeció con la ayuda del con­de de Barcelona.
Y añade la leyenda que Radulf, el hijo de Guifré, se hizo monje benedictino y quedó en Ripoll, donde fue modelo de sabiduría, prudencia y santidad.

103. anonimo (cataluña)

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