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jueves, 6 de septiembre de 2012

El señor de can blanch y la ninfa

En los agrestes parajes del Montseny existe una cor­pulenta encina que recuerda una vieja tradición. El se­ñor de Can Blanch, uno de los señores más poderosos de la comarca, era un cazador entusiasta. Siempre con su jauría, acompañado por los monteros, se internaba en las fragosidades de la montaña persiguiendo jaba­líes y otras piezas de caza mayor. Tan sólo descansaba el tiempo preciso para reponer sus fuerzas, y cada ma­drugada, cuando el lucero de la mañana brilla vivamen­te, agrupaba a sus servidores en el patio de la mansión y partían a los alegres sones del cuerno de caza.
Uno de estos días había prolongado la partida du­rante toda la mañana. Dispuso que se le sirviera un bre­ve refrigerio junto a una gran encina. Y allí, después de comer, se echó para descansar, ordenando a sus ser­vidores que se alejaran para no turbar su sueño. Mas éste fue interrumpido por una maravillosa voz de mu­jer que, no muy lejos de donde estaba el señor de Can Blanch, entonaba una dulcísima canción.
El cazador, trasvelado, creyó que estaba soñando, que recordaba aún las suaves voces de las monjas del convento cercano a su casa, adonde solía acudir a misa.
Pero la canción seguía llenando el bosque con su tier­no son. Y entonces el noble se levantó y, dirigiéndose al sitio de donde venía la voz, encontró a la orilla de un arroyo a una bellísima dama, que calló de súbito al ver que se acercaba un extraño.
El señor de Can Blanch saludó emocionado a la her­mosa mujer y le preguntó cuál era su nombre y de dón­de venía. A lo cual ella no contestó, sino que de nuevo empezó a cantar. Al fin había algo que no era la caza, el violento cabalgar por oteros y serranías, que atraía y sugestionaba al señor. Y cuandá la dama terminó de cantar, él le rogó que lo acompañara a su mansión y que aceptase su mano, pues jamás había visto inujer como ella, que de tal manera cautivara su espíritu.
Ella, tras un rato de vacilación, aceptó, no sin que una sombra de temor se fijara en su mirada.
Grande fue la sorpresa de los monteros, que ya ha­cía rato que buscaban a su señor, cuando lo vieron apa­recer en compañía de la dama. Él les dijo:
-He aquí a la que será vuestra señora desde hoy.
Y los criados se arrodillaron, rindiendo sus armas de cazadores.
Llegados a la casa señorial, fueron dispuestas las bo­das. Mas momentos antes de que se celebraran, la da­ma le dijo al caballero:
-He querido ser tu esposa porque me sentí atraída hacia ti de modo extraño. Mas he de ponerte una con­dición para que nuestra felicidad no se turbe y vengan sobre nosotros terribles desgracias. Cuando me pregun­taste, junto a la fuente, que quién era yo y que cuál era mi nombre, no te contesté. Importa mucho que ja­más repitas esas preguntas. Y aunque me hayas encon­trado junto al agua, jamás me has de llamar ninfa («do­na d'aigua»). Si respetas estas condiciones, todo irá bien para nosotros y seremos felices. Si las infringes, perderemos la dicha y nos separaremos para siempre.
Celebráronse las bodas, y durante algún tiempo la felicidad reinó en aquella casa. Pero el señor de Can Blanch pronto echó de menos su vida de cazador, y a ella volvió. De nuevo las matas y las manchas de la sie­rra eran recorridas por las tropas de monteros, por las traíllas de perros. De nuevo se oían las alegres sonatas de los cuernos, las voces de los batidores.
Cuando el señor volvía a su casa, apenas si subía al salón a saludar a su esposa, que ya le había hecho pa­dre de una niña y un niño. Y a los reproches de la mu­jer, él respondía con bruscas razones, que fueroft cre­ciendo en intemperancia hasta degenerar en insultos.
Ya se había esfumado en el ánimo del violento ca­ballero el recuerdo de aquella tarde estival en que se sintiera atraído por el canto de una voz. Y también ha­bía olvidado la promesa que hiciera a su esposa, por­que un día, cuando ella le reprochó el abandono en que la había dejado, él estalló en ira, vituperándole lo des­conocido de su nacimiento:
-No sé quién eres, ni tu linaje, y aún me molestas con tus lamentos. ¡Tú, a quien te recogí a la orilla de un arroyo, mujer de agua!
¡Nunca hubiera dicho esto! La mujer, sin decir na­da, mostrando en su cara la más atroz desesperación, huyó de la casa, y a pesar de los lamentos del marido, que le prometía el arrepentimiento, marchó ligera, y él sólo pudo ver cómo desaparecía en el Gorc Negre, habiéndose arrojado de lo alto de una peñas.
Una angustiosa amargura llenó desde entonces el al­ma del señor de Can Blanch. Volvió muchas veces a aquel arroyo, en donde encontrara por primera vez a la bellísima mujer, que por la violencia de que había sido objeto y por haber faltado él a sus promesas, ha­bía huido para siempre arrojándose a la tenebrosa si­ma del Gorc Negre. Pero jamás volvió a oír aquella voz y su espíritu no encontró ya la paz.
Sólo le consolaba ver a los niños. Y observó, extra­fiado, que cuando por la mañana iba cada día a verlos a su habitación, los encontraba arreglados y limpios, a pesar de no haber entrado aún la sirvienta que los cuidaba. Y a la pregunta de su padre, la niña contestó:
-Es que viene cada noche nuestra madre y nos atien­de. Siempre llora y nos besa al despedirse.
Lleno de esperanza, el caballero acudió casi cada no­che, ocultándose en la cámara de sus hijos. Pero cada noche que acudía, su esposa dejaba de presentarse.

103. anonimo (cataluña)

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