Translate

sábado, 8 de septiembre de 2012

El señor de can blanch y la ninfa del montseny

En los agrestes parajes del Montseny existe una corpulenta encina que recuerda una vieja tradición. El señor de Can Blanch, uno de los señores más poderosos de la comarca, era un cazador entusiasta. Siempre con su jauría, acompañado por los monteros, se internaba en las fragosidades de la montaña persiguiendo jabalíes y otras piezas de caza mayor. Tan sólo descansaba el tiempo preciso para reponer sus fuerzas, y cada madrugada, cuando el lucero de la mañana brillaba vivamente, agrupaba a sus servidores en el patio de la mansión, y partían a los alegres sones del cuerno de caza.
Uno de esos días había prolongado la partida durante toda la mañana. Dispuso que se le sirviera un breve refrigerio junto a una gran encina. Y allí, después de comer, se echó para descansar, ordenando a sus servidores que se alejaran para no turbar su sueño. Mas éste fue interrumpido por una maravillosa voz de mujer que, no muy lejos de donde estaba el señor de Can Blanch, entonaba una dulcísima canción. El cazador creyó que estaba soñando, que recordaba aún las suaves voces de las monjas del convento cercano a su casa, adonde solía acudir a misa.
Pero la canción seguía llenando el bosque con su tierno son. Y entonces el noble se levantó y, dirigiéndose al lugar de donde venía la voz, encontró a la orilla de un arroyo a una bellísima dama, que calló de súbito al ver que se acercaba un extraño.
El señor de Can Blanch saludó emocionado a la hermosa mujer y le preguntó cuál era su nombre y de dónde venía. Ella no contestó, sino que de nuevo empezó a cantar. Y cuando la dama terminó de cantar, él le rogó que lo acompañara a su mansión y que aceptase su mano, pues jamás había visto una mujer como ella, que de tal manera cautivara su espíritu.
Ella, tras un rato de vacilación, aceptó, no sin que una sombra de temor se fijara en su mirada.
Grande fue la sorpresa de los monteros, que ya hacía rato que buscaban a su señor, cuando lo vieron aparecer en compañía de la dama. Él les dijo:
-He aquí a la que será vuestra señora desde hoy.
Y los criados se arrodillaron, rindiendo sus armas de cazadores.
Llegados a la casa señorial, fueron dispuestas las bodas. Pero, momentos antes de que se celebraran, la dama le dijo al caballero:
-He querido ser tu esposa porque me sentí atraída hacia ti de un modo extraño. He de ponerte una condición para que nuestra felicidad no se turbe y vengan sobre nosotros terribles desgracias. Cuando me preguntaste, junto a la fuente, que quién era yo y cuál era mi nombre, no te contesté. Importa mucho que jamás repitas esas preguntas. Y aunque me hayas encontrado junto al agua, jamás me has de llamar dona d'aigua [1]. Si respetas estas condiciones, todo irá bien para nosotros y seremos felices. Si las infringes, perderemos la dicha y nos separaremos para siempre.
Celebráronse las bodas, y durante algún tiempo la felicidad reinó en aquella casa. Pero el señor de Can Blanch pronto echó de menos su vida de cazador, y a ella volvió. De nuevo las matas y las manchas de la sierra fueron recorridas por las tropas de monteros, por las traíllas de perros. De nuevo se oían las alegres sonatas de los cuernos, las voces de los batidores.
Cuando el señor volvía a su casa, apenas si subía al salón a saludar a su esposa, que ya le había hecho padre de una niña y un niño. Y a los reproches de la mujer, él respondía con bruscas razones, que fueron creciendo en intemperancia hasta degenerar en insultos.
Ya se había esfumado en el ánimo del violento caballero el recuerdo de aquella tarde estival en que se sintiera atraído por el canto de una voz. Y también había olvidado la promesa que hiciera a su esposa.
Un día, cuando ella le reprochó el abandono en que la había dejado, él estalló en ira, vituperándole lo desconocido de su nacimiento:
-No sé quién eres, ni tu linaje, y aún me molestas con tus lamentos. ¡Tú, a quien recogí de un arroyo, dona d'aigua!
¡Nunca debiera haber dicho esto! La mujer, sin decir nada, mostrando en su cara la más atroz desesperación, huyó de la casa, y a pesar de los lamentos del marido, que le prometía el arrepentimiento, marchó ligera, y él sólo pudo ver cómo desaparecía en el Gorg Negre, tras haberse arrojado desde lo alto de unas peñas.
Una angustiosa amargura llenó desde entonces el alma del señor de Can Blanch. Volvió muchas veces a aquel arroyo, en donde encontrara por primera vez a la bellísima mujer, que por la violencia de que había sido objeto y por haber faltado él a sus promesas, había huido para siempre arrojándose a la tenebrosa sima del Gorg Negre. Pero jamás volvió a oír aquella voz y su espíritu no encontró ya la paz.
Sólo le consolaba ver a los niños. Y observó, extraviado, que cuando por la mañana iba cada día a verlos a su habitación, los encontraba arreglados y limpios, a pesar de no haber entrado aún la sirvienta que los cuidaba. Y al ser preguntada por su padre, la niña contestó:
-Es que todas las noches viene nuestra madre y nos atiende. Siempre llora y nos besa al despedirse.
Lleno de esperanza, el caballero acudió casi todas las noches, ocultándose en la cámara de sus hijos. Pero, siempre que él acudía, su esposa dejaba de presentarse.

103. anonimo (cataluña)



[1] «Mujer de agua» en catalán.

1 comentario:

  1. Hola, me gustaría comentar contigo algo de esta leyenda que me ha encantado. Es posible?

    ResponderEliminar