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sábado, 15 de septiembre de 2012

El oso y el infante

Leyenda del pirineo

Nos gustaría conocer la infancia de los grandes hombres. Cómo eran y qué hacían cuando eran niños los santos, los sabios, los héroes. Pero nunca nos lo cuentan. Y sin embargo es en la infancia y en la juventud en donde se fraguan las personas. Pero la historia se lo calla. Menos mal que nos queda la leyenda para rellenar esos vacíos de las biografías.
Uno de los grandes monarcas que ha reinado en Aragón fue, sin lugar a dudas, Alfonso I, el rey que mayor impulso dio a la Reconquista; el que arrebató en unos pocos años a los moros más de veinticinco mil kilometros cuadrados de tierra; que dominó desde Tude­la a Madrid, que llegó hasta Andalucía y se planteó por primera vez en la historia de España la conquista de Granada, el bastión musulmán. Por eso la Historia lo ha apellidado como "El Batallador".
Sin embargo, su infancia parecía destinarlo a otros menesteres mucho menos "batalladores". Era hijo segundón del rey Sancho Ramírez y su padre quiso para él una educación mucho más de fraile que de soldado, sin duda con intención de destinarlo a la Iglesia.
Por eso lo encomendó en primer lugar a los frailes de Aísa, y más tarde a los de San Pedro de Siresa, cerca de Echo.
Precisamente en las cercanías de Siresa se enmarca esta leyenda que nos regala un rasgo predominante del que al correr de los años sería aguerrido rey. Todo sucedió en la "Boca del Infierno".
Con razón la llaman la "Boca del Infierno". Aun apoyándose en el malecón que hace de salvamiedos y con los pies sólidamente aferrrados al suelo se siente el vértigo que embota la cabeza y agarrota los miembros.
Las dos orillas del Aragón Subordán, hechas roca, se aprietan una contra la otra dejando ver allá abajo las turbulentas aguas negruzcas que rugen al saltar de gorga en gorga y que, como un misteroso imán, atraen con fuerza irresistible al temerario que se atreve a asomarse a ellas. Boca del Infierno, aunque la barca de Caronte jamás osaría meter la quilla en sus aguas.
Hace ya cientos de años que era uno de los parajes favoritos de caza para el joven Alfonso. Es verdad que nadie, nunca, le había visto temblar ante nada. Cuando un peligro de cualquier clase parecía acecharle, sus ojos negros, tan profundos que no se podía descubrir su fondo, se iluminaban brillantes y parecían sonreir con un toque de ironía y dasafío. Y esa mirada, jamás le abandonaría más tarde en las cien batallas en que empe­ñó su vida. Por disposición de los reyes, sus padres, se criaba en el monasterio. El abad lo templaba en el cuerpo y en el alma para ser rey de Aragón como si adivinara que el pequeño no había nacido para encerrar­se en un claustro sino para ceñir la corona más gloriosa de España y para recorrer las tierras infinitas de Castilla y Aragón.
Una ascesis implacable y una disciplina inflexible exigían al joven príncipe el comportamiento más cabal y el estudio más serio para poder disfrutar algunos ratos de su deporte favorito, la caza.
A diferencia de su hermano Ramiro, odiaba los la­tines y sólo la esperanza de una tarde de libertad plena por la selva de Oza le hacía digerir su sintaxis y sus de­clinaciones.
Uno de esos días de asueto, salió Alfonso del Mo­nasterio acom-pañado por sus cortesanos, mozalbetes de casas solariegas aragonesas, internos como él en el convento. Con sus risas de tarde de libertad llenaban de alegría todo el contorno. Las conversaciones eran las lógicas de su edad y de su tiempo: todos deseaban participar en la lucha contra los moros y todos se sentían capaces de realizar mil proezas en el campo de batalla.
Y a las palabras unían los gestos fieros de su rostro y los ademanes de terribles mandobles con espadas ima­ginarias, la cabalgada por los campos sin otro caballo que el de su fantasía, y triunfos espectaculares que causarían el terror del enemigo y la admiración de los cristianos.
Todos porfiaban en cuáles serían sus temerarias hazañas; todos hablaban a la vez y ninguno escuchaba, y su algarabía rompía la paz eterna de los montes. Así llegaron hasta la Boca del Infierno: allí se convirtieron todos en guerreros de armas arrojadizas y desde lo alto lanzaban pedruscones al abismo. Las piedras se partían, se despedazaban al entrechocar en las rocas de sus paredes y salpicaban allá abajo en el fondo del río espu­meante.
Y cuando menos lo esperaban, les cayó un jarro de agua fría: se oyó un rugido inconfundible; se removió ruidosamente la maleza y por entre ella apareció ante sus ojos atónitos un oso. Un enorme oso que se erguía sobre sus patas traseras en ademán de atacar a toda la pandilla de muchachos, hasta entonces feroces guerre­ros.
Todo su ardor y valentía se vinieron abajo en un instante y después del primer estupor que los dejó para­lizados, en cuanto pudieron reaccionar, huyeron todos despavoridos hacia el refugio estable del Monasterio.
Todos, menos el infante Alfonso. El no había nacido para huir de nadie. Con increíble sangre fría para sus pocos años, sin movimientos bruscos que podían excitar más al animal, se descolgó el arco y tomó una flecha de su aljaba. La colocó en el arco, lo tensó todo lo que le dieron de sí sus fuerzas. Se llevó la mano derecha a la mejilla y apuntó cuidadosamente al centro del pecho del oso y disparó su saeta.
El tiro, demasiado débil para tan terrible fiera no consiguió asustarla sino exasperarla más y hacerla avan­zar en dirección al muchacho con la intención que puede suponerse. El chico, sin perderle la cara, empezó a retro­ceder despacio empuñando su cuchillo de caza. Sola­mente era un niño de una docena de años, pero estaba decidido a vender muy cara su vida.
Estaba acercándose demasiado al borde del cami­no. Un traspiés le hizo caer hacia atrás y solamente sus reflejos le salvaron de despeñarse. Se había agarrado a unas matas de boj y allí estaba, entre el oso y el precipicio, al borde de la muerte, el que iba a ser el más noble rey aragonés.
Su situación era desesperada. Sus compañeros de­bían estar lejísimos a salvo. Imposible intentar descen­der hacia el abismo por sus paredes roqueñas y resbala­dizas cortadas a pico. Sin nigún repecho o escalón o grieta donde sujetarse. Imposible también trepar, pues además de la dificultad de la escalada, iría a caer en las zarpas del oso que rugía cada vez más de rabia y de dolor por la herida recibida.
Alfonso calculó que no aguantaría mucho rato en aquella postura, colgado de las manos que ya le dolían por el esfuerzo y se iban entumeciendo, sin poder apoyar los pies en ningún sitio. Su frente estaba empapada de sudor y también sus manos que querían soltarse de la rama.
Antes de quedar agotado del todo debía tomar una resolución. Junto a él, no muy lejos, otras ramas de boj le podían brindar un arma para hacer frente a la fiera ya que su cuchillo de monte se le había escurrido de las manos hacia el río al caer. Soltó una mano y empezó a balancear su cuerpo para alcanzar el otro boj.
El esfuerzo le dejó todavía más dolorido y resultó, además, inútil: su escasa envergadura no le daba de sí para llegar hasta la otra rama. En vano escudriñó la roca a través de sus lágrimas para descubrir alguna hendidura en la que clavar sus dedos. La madre naturaleza no había previsto situación semejante.
Ya sólo le quedaba rezar. Empezó a encomendarse a San Pedro Apóstol, el patrono del Cenobio y lo hizo con toda su alma. Nunca había rezado así.
Mientras, el oso se acercaba peligrosamente hacia él despreciando el abismo. Ya tenía al cazador al alcance de la mano y alargó su zarpa hacia él. Alfonso, por primera vez cerró los ojos.
De repente una perrible pedrada en la cabeza detuvo al animal. A ésa siguió otra que le acertó en un ojo y lo echó hacia atrás rugiendo. El infante oyó que le gritaban con fuerza:
-"Aguanta zereño, mozé, que ya somos baixan­do!"
No sabía si aquellas palabras eran realidad o fruto de su delirio. La cabeza parecía quererle estallar por las sienes. Estaba a punto de desmayarse de puro agota­miento, cuando notó que unos brazos robustos lo sujeta­ban fuerte y lo izaban hasta el sendero. Le pareció ver que otro hombre estaba rematando al malherido oso.
Eran pastores de Echo que habían llegado muy a tiempo atraídos por los alaridos lastimeros de la fiera ya que no por gritos del infante que no había despegado sus labios.
Lo reanimaron como pudieron. Le refrescaron la frente con un pañuelo empapado de agua y le hicieron tragar unos sorbos de vino de su bota, que le pareció que le devolvía la vida.
No tenían otra cosa. El infante asió entre las suyas la mano que le había dado de beber y la besó con unción y agradecimiento.
Cuando se hubo recuperado un tantico y la palabra le volvió a los labios Alfonso se dio a conocer: era el hijo del Rey y les ofrecía trabajar para él cuando fuese mayor y se embarcase en la empresa de defender su reino, tal vez hasta ciñendo su corona.
Los contrataba ya desde ahora para luchar siempre a su lado, a ellos y a todos los chesos que lo deseasen.
También ellos, a pesar de ser hombres avezados a toda clase de peligros y calamidades, estaban conmovi­dos por la valentía de muchacho tan joven, y pensaron que bien valía la pena derrochar valor junto a un prínci­pe tan valeroso.
Así es como nació el famoso Cuerpo de Monteros Reales de Don Alfonso el Batallador.

0.013. anonimo (aragon)

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