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jueves, 6 de septiembre de 2012

El juicio de dios

En el año 1118 llegó a Barcelona un juglar, que em­pezó a recorrer las calles, seguido de los chiquillos, y aun de algunos mayores, a quienes llamaba la atención la riqueza de su atavío y el acento extranjero que daba a sus canciones.
Al ser preguntado por diversas personas sobre el mo­tivo que le había traído a Cataluña, se paró frente al palacio condal y dijo que pronto lo sabría toda la ciu­dad, porque iba a lanzar un pregón.
Así lo hizo, diciendo que venía de Alemania, donde su reina y señora, la emperatriz Matilde, hija del rey de Inglaterra y esposa de Enrique V de Alemania, se hallaba en peligro, y él, el más humilde de sus servido­res, iba en busca de un caballero de noble linaje que quisiera ser su campeón.
Quisieron saber algunos de los caballeros que acer­taban a pasar cuál era el peligro que amenazaba a la emperatriz Matilde, y el juglar les dijo que dos caba­lleros alemanes -Rodolfo de Walheim y Ricardo de Ninkreck, habiendo sido rechazados por la empera­triz, a quien habían requerido de amores, la habían ca­lumniado, y habían con-seguido que el emperador cre­yera la calumnia y considerara a la emperatriz Matilde indigna de ocupar el lugar que le correspondía en el tálamo imperial.
En vano había protestado la emperatriz, jurando y perjurando que era inocente. El emperador había man­dado que la encarcelaran, y había sido condenada a mo­rir en la hoguera.
Desesperada por tal decisión, la emperatriz había apelado a su derecho de reclamar el juicio de Dios. No podía serle negado este derecho, y le fue concedido el plazo de un año y un día para que buscara un noble, nombrado ya caballero, que quisiera acudir al palen­que como campeón de su causa, para luchar cod Ro­dolfo de Walheim y Ricardo de Ninkreck, ambos man­tenedores de la acusación.
Dos de los caballeros que habían escuchado el rela­to de las penas que aquejaban a la emperatriz Matilde de Alemania preguntaron cuánto tiempo faltaba para el cumplimiento del plazo, a lo que contestó el juglar que faltaban, exactamente, dos meses y un día.
Todos los presentes fueron excusándose, uno tras de otro, y el juglar se quedó solo. Todos, antes de mar­charse, pretendieron consolar al extranjero, diciéndo­le que no dudara de que encontraría en Barcelona el campeón que buscaba; pero ninguno se ofreció.
Cuando ya el pobre servidor de la emperatriz se mar­chaba, con la amargura en el alma, oyó que alguien le llamaba desde detrás de una celosía del palacio con­dal. Al levantar la cabeza para ver quién le llamaba, cayó a sus pies un guante de malla. Cogiólo el juglar, con el corazón rebosando alegría. Por fin había encon­trado el campeón que su señora anhelaba. Porque no podía dudarse que debía de ser de noble estirpe quien lanzaba un guante desde el palacio de los condes de Barcelona.
Entretanto, Matilde sufría lo indecible en su cárcel de Colonia. Los días pasaban, y ni volvía el juglar que había marchado a recorrer el mundo en busca de un campeón, ni se brindaba a defenderla ningún caballe­ro germano. En esta cruel angustia se deslizaba el tiem­po, hasta que llegó el día en que debía tener lugar el duelo.
Levantaron en la gran plaza de Colonia un palen­que. Cuando, al sonar la hora, y ya lleno de gente el terreno destinado a los plebeyos de Colonia, y ocupa­dos también los asientos de la tribuna destinados a la nobleza, se presentaron los mantenedores, la empera­triz Matilde no sabía todavía nada del juglar ni del re­sultado del viaje.
Con la muerte en el alma, se presentó ante los con­currentes, vestida de negro y con la cara cubierta por un velo.
Era ésta la primera vez que en los dos años de su en­carcelamiento había perdido toda esperanza de salvación.
Los mantenedores mandaron al juez de campo que preguntara a la acusada si había encontrado un caba­llero que quisiera ser su campeón.
La emperatriz, al verle acercarse, palideció intensa­mente. Iba a pasar la vergüenza de tener que decir que en dos años no había podido encontrar quien defen­diera su causa. Esto era tanto como confesarse culpable.
Cuando el juez llegó ante ella y le formuló la pre­gunta, no tuvo fuerzas para contestar. Pero se oyó de pronto una voz, entre las personas que ocupaban la tri­buna, que contestó que sí, que existía un caballero que había aceptado el reto de los mantenedores y estaba dispuesto a luchar en favor de la emperatriz. Pregun­tó el juez si había entregado el caballero algo en pren­da de la palabra empeñada, y se presentó entonces el juglar, quien mostró al emperador Enrique V el guan­te de malla que había caído a sus pies, frente al pala­cio de los condes de Barcelona. Quiso saber el rey quién era el caballero, a lo que no pudo contestar el juglar.
Por orden de los. jueces sonaron las trompetas de los mantenedo-res, llamando al combate y conminando al caballero a que se presentara. Ningún clarín respon­dió a la llamada de las trompetas:
La emperatriz Matilde lloraba desconsolada. Tendría que morir y, lo que era peor, su esposo y todo el'pue­blo la juzgarían culpable de una falta que no había cometido.
De nuevo sonaron las trompetas, y esta vez se oyó, contestanto, un clarín.
Ante la natural expectación, apareció en el palenque un caballero, armado de punta en blanco y que no lu­cía blasón alguno, llevando en su casco un penacho negro.
Saludó cortésmente a la emperatriz, y postróse ce­remoniosa-mente ante el emperador. Pidióle éste que levantara su visera, a lo que se negó rotundamente el caballero, diciendo al mismo tiempo que no se debía dudar de su linaje y alcurnia, que sólo podían igualar­se a las del mismo emperador.
Y quien tal dudara, podía bajar a romper con él un par de lanzas.
Creyó el emperador, muy justamente, que quien tan alto y con tal orgullo hablaba, debía de pertenecer, de seguro, a la más noble estirpe, por lo que contestó que era aceptado como campeón de la emperatriz.
Adelantóse entonces el caballero y, acercándose a los mantenedores, hirió el hierro de sus escudos con su lan­za, con lo que indicaba que el duelo sería a muerte. Salió primero Rodolfo de Walheim. La lucha fue vio­lentísima; pero cayó mortalmente herido, y antes de que el encubierto caballero pudiera levantarlo del sue­lo para obligarle a declarar su calumnia y la inocencia de la emperatriz, había expirado.
Ricardo de Ninkreck, al ver el fin de su compañero, temió el juicio de Dios, y confesó ante todo el pueblo la mentira que entre ambos habían inventado para per­judicar a la emperatriz.
En vano trató de salvar su vida por esta confesión, pues si bien es cierto que se libró de la lanza del caba­llero, no así del furor del pueblo, que, arrojándose al palenque, cayó sobre él, descargando sobre su infeliz persona todo el furor que los sufrimientos de la empe­ratrii, por quien sentía gran simpatía, había fomenta­do en ellos.
Entre tanta confusión, desapareció el campeón de la emperatriz, y cuando ésta pidió a Enrique V que le buscara, para agradecerle la gesta que por ella había realizado, no hubo manera de encontrarle.
El emperador estaba apenado por no saber a quién agradecer tan gran servicio como era la devolución de la honra y la vida de su esposa; pero ésta le sacó de dudas, diciendo que ella sabía quién era el caballero, por las circunstancias que habían concurrido a su pre­sentación. No podía ser otro que Ramón Berenguer III, el conde soberano de Barcelona.

103. anonimo (cataluña)

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