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jueves, 13 de septiembre de 2012

El gnomo

Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cánta­ros en la cabeza. Volvían cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo podía compararse a la alegre algara­bía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la veleta de un campanario..
En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío Gregorio era el más viejecito del lugar. Tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor; de joven, solda­do. Después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquila­mente a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más estu­pendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio.
Las muchachas, al verlo, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando estuvieron en el pórtico todas comenzaron a su­plicarle que les contase una historia con que entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol poniente hería de soslayo la tierra y las sombras de los montes se dilataban por momentos a lo largo de la llanura.
El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las mozas, las cuales, una vez obtenida la promesa de que les referiría alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo y, sentándose a su alrededor, formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comen­zó a hablarles de esta manera:
-No os contaré una historia, porque, aunque recuerdo algunas en este momento, atañen a cosas tan graves que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención para escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referir­las. Os daré en su lugar un consejo
-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con visible aire de mal humor. ¡Bah! No es para escuchar consejos para lo que nos hemos detenido. Cuando nos hagan falta, ya nos los dará el señor cura.
-Es -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona- que el señor cura acaso no sabría dároslo en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el tío Gregorio, porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.
Las zagalas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla, no faltando algunas de las que estaban colocadas a su espalda que se tocasen la frente con el dedo, acompañando su ac­ción con un gesto significativo.
-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las amigas y vecinas...? -dijo una de ellas. ¿Andan, acaso, chismes en el lugar porque los mozos sa­len al camino a echarnos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cántaros hasta la entrada del pueblo?
-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había di­rigido la palabra en nombre de sus compañeras. Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas a loquear y en­tretenerse a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando a tomar el agua, pues sólo de allí puede traerse, y yo encuentro mal que perdáis, poco a poco, el temor que a todos inspira el sitio don­de se halla la fuente, porque podía acontecer que alguna vez os sorprendiese en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarlo, y, con mezcla de curiosidad y burla, tomaron a insistir:
-¡La noche! Pues ¿qué pasa de noche en ése lugar, que tales aspavientos hacéis y con tan temerosas y oscuras palabras nos ha­bláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos comerán, acaso, los lobos?
-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto no sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del pueblo; pero no son los lobos los huéspedes más temibles del Moncayo. En sus profundas simas, en sus cumbres solitarias y ásperas, en su hueco seno, vi­ven unos espíritus diabólicos que durante la noche bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío y hormiguean en la llanura, y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos son los que forman y empujan esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando des­de los altos picos y arrollan y aplastan cuanto se encuentra a su paso; ellos son los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre esos espíritus, que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y exor-cismos de la Iglesia, han ido a refugiarse en las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente naturaleza y que al parecer a nuestros ojos revisten formas variadas. Los más peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos, que viven en las entrañas de los montes. Conocen sus caminos subterráneos y, eternos guardadores de los tesoros que encie­rran, velan día y noche junto a los veneros de los metales y las piedras preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo, señalando con el palo que le servía de apoyo la cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacándose oscura y gigantesca sobre el cielo violado Y brumoso del crepúsculo, ¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve? Pues en su seno tienen su morada esos diabólicos espíri­tus. El palacio que habitan es horroroso y magnífico a la vez.
»Hace muchos años que un pastor, siguiendo una res extravia­da, penetró por la boca de una de esas espesas cuevas, cuyas entra­das cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha visto ninguno. Cuando volvió al lugar estaba pálido como la muerte. Había sor­prendido el secreto de los gnomos, había respirado su envenenada atmósfera y pagó su atrevimiento con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella cavema adelante ha­bía encontrado, al fin, unas galerías subterráneas inmensas, alumbra­das con un resplandor dudoso y fantástico producido por las fosfo­rescencias de las rocas semejantes allí a grandes pedazos de cristal cuajados en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo, la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la Naturaleza, parecían jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y de plata, y entre aquellas vetas bri­llantes se veían, como incrustadas, multitud de piedras preciosas de todos los colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y diamantes, y rubíes, y zafiros, y, qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no supo nombrar, pero tan grandes y tan hermosas que sus ojos se deslumbraron al con­templarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantásti­ca caverna. Sólo se percibían, a intervalos, unos gemidos largos y lastimeros del aire que discurría por aquel laberinto encanta­do, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía compri­mido y murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.
»El pastor, solo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin hallar la salida, hasta que, por último, tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua coro­nado de espuma, que caía formando una vistosa cascada y produ­ciendo un murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las que­braduras de las peñas. A su alrededor crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas flotantes las otras.
»Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad discu­rrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, o ambas cosas a la vez, pues, transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas deformes y pequeñuelas, ora salaman­dras lumi-nosas o llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corrien­do por el suelo en forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose en las paredes, babeando y retorciéndose en figura de reptiles o bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, can­tando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan después los herederos; ellos conocen el lugar donde los sarracenos, antes de huir, ocultaron sus joyas, y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban para esconderlo en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en un montón toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas, ánforas de oro de forma antiquísima llenas de rubíes, copas cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y le­yendas imposibles de conocer o descifrar, tesoros, en fin, tan fabu­losos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba a la vez, lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió que así le había parecido.
Al llegar aquí, el anciano se detuvo un momento. Las mucha­chas, que habían comenzado a oír la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al fin el silencio y exclamó sin poder­se contener, entusiasmada, al oír la descripción de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido a la vista del pastor:
-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?
-Nada -respondió el tío Gregorio.
-¡Qué tonto! -exclamaron a coro las zagalas.
-El cielo le ayudó en aquel trance -continuó el vejete, pues en aquel momento en que la avaricia, que a todos se sobrepo­ne, comenzaba a disipar su miedo y, alucinado a la vista de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría para hacerlo poderoso, el pas­tor iba a apoderarse de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suce­so!, oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas y voces de los gnomos, del hervidero del fuego subterrá­neo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermina de Nuestra Señora del Moncayo. Al oír la campana, que tocaba el Avemaría, el pastor cayó al suelo invocando a la Madre de Nuestro Señor Jesucris­to; y, sin saber cómo ni por dónde, se encontró fuera de aque­llos lugares y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un gran estupor, como si hubiera salido de un sueño. Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus aguas como un polvo fi­nísimo de oro, y cuando llega la noche en el rumor que se pro­duce se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesores que han de ser su condenación.
Cuando ya el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, la noche había entrado y la campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron devotamente, murmuran­do un Avemaría en voz baja y, después de despedirse del tío Grego­rio, que tomó a aconsejarles que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y pre­ocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos del sitio en que habían es­cuchado al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del pueblo, punto donde tenían que separarse, exclamó la más resuelta y de­cidora de ellas:
-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?
  ¡Yo no! -aseguró una.
-¡Yo tampoco! -aseveró otra.
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un momento.
El grupo de mozuelas se disolvió, alejándose cada cual hacia uno de los extremos de la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes callejuelas que venían a desembocar en aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían despegado los labios para protestar con sus burlas contra la veracidad de la historia del tío Gregorio, y que, preocupadas con la maravillosa relación, pare­cían absortas en sus ideas, marcharon juntas, y con esa lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estre­cha y tortuosa.
De aquellas dos zagalas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se llamaba María, y la más pequeña, que aún no había cum­plido los dieciséis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando llegaron a los umbrales de la casa y dejaron los cántaros en el asiento de piedra del portal, María dijo a Magda­lena:
-¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?
-Yo -contestó Magdalena con sencillez , yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso?
  ¡Oh, no! -se apresuró a responder María. Yo también creo en todo. En todo... lo que deseo creer.

***
María y Magdalena eran hermanas.
Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían misera­blemente a la sombra de un pariente de su madre, que las había recogido por caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los vínculos de cariño y so­lidaridad entre aquellas dos almas hermanas no sólo por lazos san­guíneos, sino por los de la miseria y el sufrimiento y, sin embargo, entre María y Magdalena existía una sorda emulación, una secreta antipatía, que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan eh absoluta contraposición como sus tipos.
María era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rude­za salvaje en la expresión de sus afectos. No sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez como los niños.
María contaba con un par de ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón al rojo vivo.
Las pupilas azules de Magdalena parecían nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus ojos. María, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo, formaba un sin­gular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas y con unas trenzas rubias que ro­deaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.
A pesar de la inexplicable repulsión que experimentaban la una por la otra, las dos hermanas habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con la paz y el afecto. No habían tenido caricias que disputarse ni preferen­cias que envidiar, iguales en la desgracia y en el dolor. María se había encerrado para sufrir en su egoísta y altivo silencio, y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba a solas cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.
Ningún sentimiento era común entre ellas. Nunca se confiaron sus alegrías y sus pesares y, sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del corazón se lo habían adivinado mutuamente, con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada y celosa. María y Magdalena tenían, efectivamente, puestos sus ojos en un mismo doncel.
La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indo­mable y voluntarioso; en la otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia que, necesitando un objeto en que emplearse, ama al primero que se ofrece a su vista. Ambas guardan el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspi­rado tal vez hubiese hecho mofa de un cariño que se podía interpre­tar como ambición absurda en unas muchachas plebeyas y misera­bles. Ambas, a pesar de la distancia y obstáculos que las separaban del objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerlo.
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena de maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que, hallándose el rey de Aragón en guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y próximo a perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca y, después de revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el Moncayo sin que se aprecibiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquí­simas piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó un poderoso ejército y, mar­chando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al otro día sobre sus adversarios y los desbarató, asegurándose la corona en su cabeza.
Después que hubo alcanzado tan señalada victoria cuentan que el rey le dijo a la pastorcita:
-Pídeme lo que quieras que, aun cuando fuese la mitad de mí reino, juro que te lo he de dar al momento.
-Yo no quiero más qué volver a cuidarme de mi rebaño respondió la zagala.
-No cuidarás sino de mis fronteras -le replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo con Castilla, adonde se trasladó la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble galán, valiente y señor así mismo de muchas fortalezas y feudos.

***
La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nueva­mente las locas fantasías de las dos hermanas enamoradas, comple­tando, por así decirlo, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcita de la conseja, tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de esperanza.
La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las mozas del pueblo hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que les había referido. María y Magdalena guar­daron un profundo silencio, y ni aquella noche ni en todo el día que amaneció después volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las conversaciones y objetó de los comenta­rios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su hermana:
-¿Vamos a la fuente?
María no contestó, y Magdalena volvió a decirle:
-¿Vamos a la fuente? Mira que si no nos apresuramos, se pon­drá el sol antes de la vuelta.
María repuso al fin:
-Yo no quiero ir hoy.
-Ni yo tampoco -añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en la otra, como si quisiera adivinar en ellos la causa de su resolución.

***
Las muchachas del pueblo hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas.
La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte y la noche comenzaba a cerrar cada vez más oscura cuando, María y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada una por diverso cami­no, salieron del lugar en dirección a la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda.
Después que se fueron apagando, poco a poco, los rumores del día y no se escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven, caballeros en sus yuntas, cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de perci­bir el monótono ruido de las esquilas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la soledad, silen­cio lleno de murmullos extraños y leves, que lo hacen aún más perceptible.
María y Magdalena se deslizaron por entre el laberinto de los árboles y, protegidas por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. María no conocía el temor, y sus pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba.con el ruido que producían sus pies al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo.
Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el vien­to de la noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor acompasado y uniforme.
María y Magdalena prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus plantas como un susurro constante y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba para tornar a crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurríán las horas, aquel sonar eterno del aire y el agua empezó a producir una extraña exaltación, una especie de vértigo que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo.
Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados, como los de un niño que quiere y no  puede llamar a su madre; luego, palabras que se repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después, frases inconexas y dislocadas, sin orden ni sentido, y, por último, comenzaron a hablar el viento vagan­do entre los árboles y el agua saltando de risco en risco.
Y hablaban así:

EL AGUA: ¡Mujer...! ¡Mujer...! ¡Óyeme..., óyeme y acércate para oírme, que yo besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis ondas! ¡Mujer...! Óyeme, que mis murmullos son palabras.

EL VIENTO: ¡Niña...! ¡Niña gentil, levanta tu cabeza; déjame en paz besar tu frente, en tanto que agito tus cabellos! Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y te murmuraré al oído frases cariñosas.

MARÍA: ¡Oh! ¡Habla, habla, que yo te comprenderé, porque mi inteligencia flota en un vértigo como flotan tus palabras indecisas! Habla, misteriosa corriente.

MAGDALENA: Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de per­fumes, refresca mi mente que arde! Dime algo que me infunda va­lor, porque mi espíritu vacila.

EL AGUA: Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su maravillosa fecundidad y conozco to­dos los fenómenos de sus entrañas, donde germinan las futuras creaciones. Mi rumor adormece y despierta. Despierta tú, que lo comprendes.

EL VIENTO: Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas inmensas al cruzar por el espacio. Yo amontono en el Occiden­te las nubes que ofrecen al sol un lecho de púrpura y traigo al ama­necer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de per­las sobre las flores. Mis suspiros son un bálsamo. Ábreme tu cora­zón y lo inundaré de felicidad.

MARÍA: Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea, no en balde me inclinaba a la tierra pres­tándole oído. Con ella iba un misterio que yo debía comprender al cabo.

MAGDALENA: Suspiros del viento, yo os conozco. Vosotros me acariciabais dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez y vuestro rumor se me figuraba en las palabras de una madre que arrulla a su hija.

***
El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:

EL AGUA: Después de iñfiltrarme gota a gota a través del filón de oro de una mina inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un sinnúmero de zafiros y amatistas, arrastrando, en vez de arenas, diamantes y rubíes, me he unido en misterioso consorcio a un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo ten­go la fuerza de un conjuro, el poder de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.

EL VIENTO: Yo vengo de vagar por la llanura y, como la abe­ja que vuelve a la colmena con su botín de perfumadas mieles, trai­go suspiros de mujer, plegarias de niño, palabras de casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso más que perfumes y ecos de armonías. Mis tesoros son inma­teriales; pero ellos dan la paz del alma y la vaga felicidad de los sueños venturosos.

***
Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se incli­naba al borde de la fuente para escuchar mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales brotaba el manantial.
Ambas tenían sus ojos fijos: la una, en el fondo de las aguas; la otra, en el fondo del cielo.
Y exclamaba Magdalena, mirando brillar los luceros en la al­tura:
-Esos son los nimbos de la luz de los ángeles invisibles que nos custodian.
En tanto decía María, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas:
-Ésas son las partículas de oro que arrastra el agua en su mis­terioso curso.
El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudeci­do un instante, tomaron a hablar y dijeron:

EL AGUA: Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera y osa traspasar los umbrales de lo desco­nocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te hace digna de noso­tros, espíritus fuertes y libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras mágicas de tal virtud que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las conchas que se sacan del fondo del mar por obra y gracia de los pescadores atrevidos. Ven, te daré tesoros para que vivas feliz, y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que lo aprisiona, tu espí­ritu se asimilará a los nuestros que son espíritus hermanos y todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias subterráneas.

EL VIENTO: El agua lame la tierra y vive en el cieno. Yo discurro por las regiones etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba como la llama y las azules espirales de humo. ¡Desdichado el que, tenien­do alas, desciende a las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la altura para encontrar amor y sentimiento! Vive os­cura como la violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificador de otra flor hermana tuya y rasgaré las tinieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ig­norada, que, cuando tu espíritu se desate, yo lo subiré a las regiones de la luz en una nube roja.

***
Callaron el viento y el agua... y apareció el gnomo.
El gnomo era como un hombrecillo transparente.
Era una especie de enano de luz semejante al fuego fatuo que se reía a carcajadas sin ruido, y saltaba de peña en peña y mareaba con su vertiginosa velocidad.
Unas veces se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo como una joya de piedras de mil colores; otras salía a la su­perficie y agitaba los pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a otro con una rapidez que rayaba en prodigio.
María vio al gnomo y lo estuvo siguiendo con la vista extra­viada en todas sus extravagantes evoluciones, y cuando el diabóli­co espíritu se lanzó al fin por entre las escabrosidades del Monca­yo como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas, sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.
-¡Magdalena! -decía en tanto el aire se alejaba lentamente.
Y Magdalena, paso a paso y como una sonámbula guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando por la llanura. Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron resonando con los murmu­llos y los rumores de siempre.

***
Magdalena regresó al pueblo pálida y llena de asombro.
A María la esperaron en vano toda la noche.
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al borde de la fuente de la alameda.
Era el cántaro de María, de la cual nunca volvió a saberse. Desde entonces las mozas del lugar van por agua tan temprano que madru-gan con el Sol.
Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de María, cuyo espíritu vive aprisionado en'la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta última parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a penetrar para oírlo en la alameda tras del toque del Avemaría.

0.013. anonimo (aragon)

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