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sábado, 15 de septiembre de 2012

El fantasma de celina

Leyenda del pirineo

Esta curiosa leyenda parece arrancada de las pági­nas amarillentas de una revista del siglo pasado o de una escena de teatro romántico. Cuando vayáis a Pueyo de Jaca podréis ver el escenario y si dejáis volar la imagi­nación, la casa solariega de los marqueses cobrará la misma vida (muy diferente a la de ahora) que tenía hace cien años cuando sucedió lo que voy a relataros.
Las fiestas y saraos en la casa palacio eran conti­nuas. De todas las ciudades venía lo más granado de la aristocracia. El portero, con galones, guante blanco y librea, abría la puertezuela del landó recién llegado para dar la bienvenida a la baronesa de Espés o a la marquesa de Saint Lary, acompañada de su esposo y ayudarles a descender del carruaje.
De un cabriolé, tirado por caballos preciosamente enjaezados, descendía luego, luciendo el último modelo de París, la condesa de Urgel escoltada por su obeso conde que la doblaba en años.
Las damas lucían sus mejores joyas, sus trajes de raso y seda con talles de avispa y sombreros exóticos, sombrillas de colores abigarra-dos de escenas orientales y dejaban a su paso una estela de perfu-mería francesa.
Los caballeros, de estirada figura y grave semblan­te, con camisa blanca impecablemente rizada debajo del oscuro levitón, parecían un verdadero escaparate de dinero y bienestar. El uno lucía un monóculo que se descolgaba de su cadena de oro y que jamás era usado más que de adorno. Al otro, la cadena brillante engan­chada en el chaleco le desaparecía por el otro extremo en un bolsillo en donde se adivinaba el reloj de tapas de platino con la miniatura lacada de su madre, en su interior. Sus calzados acharolados no parecían los más adecuados para la montaña.
Aquella noche los marqueses daban una fiesta para presentar sus niños a las amistades. Desde hacía unos meses toda la casa y aun toda la vida giraba en torno a los niños:
Hasta los jardines de la señorial mansión espera­ban ilusionados que los dos hermanitos abandonasen de una vez su cochecito, consolidasen sus pierne-cillas de algodón, aprendieran a andar y correteasen bulliciosos entre los parterres y rosales llenando de vida el silencio­so parque.
Todo estaba preparado para alegrar los años infan­tiles de Urbez y Vitorián, los hermanitos gemelos, ilusión y esperanza de los marqueses, que a su vez harían estallar de alegría la casa de Pueyo de Jaca asomada majestuosamente al Gállego y al Caldarés en la con­fluencia de ambos.
El verdor de la montaña lo invadía todo dominan­do la naturaleza salvaje desde las altas praderías de tasca hasta los peñascales y gorgas de los dos ríos, pero, al llegar al jardín del palacio, se comportaba todo lo que podía, respetaba los plantíos y las tijeras del jardinero y ponía también su afán en embellecer el contorno.
Cuando Celina, la espigada y rubicunda nurse, cru­zaba el parque empujando suavemente el cochecito de los niños con su leve y cimbreante caminar que parecía contagiarse de la suspensión del pequeño vehículo de hule negro y acero, hasta los álamos llorones empinaban sus ramas para contemplar entusiasmados las caritas de los bebés, sonrosadas y repetidas.
Celina era la gran adquisición de los marqueses. Hija de un noble inglés venido a menos, su educación esmerada la había preparado para desenvolverse con soltura entre la aristocracia y no desentonar tampoco en ningún ambiente intelectual. Esa noche estaba previsto que daría un concierto en el gran piano de cola del salón. Era verdadera virtuosa en el teclado. Más adelante sería profesora de francés e inglés de los niños. De momento, hacía con ellos el papel de niñera y la verdad es que disfrutaba de su trabajo ya que sentía verdadero cariño por los gemelos que se le habían metido en el corazón.
¿Quién iba a sospechar que en todo ese decorado se iba a representar la más brutal tragedia?
Todo sucedió en aquel trágico atardecer de otoño. Celina cerró cuidadosa-mente el piano cuando las donce­llas le anunciaron que los niños estaban vestidos para el paseo. Sus dedos, nerviosos y afilados, habían repetido una vez más su partitura preferida, de Ravel, desde luego, la "pavana para una infanta difunta". Se acercó casi de puntillas a la coqueta del rincón de la sala. Derramó unas gotas de esencia de narciso en sus manos que luego frotó por el cuello y las sienes. Se enfundó los guantes que le llegaban al codo y se dirigió a la escali­nata.
Los niños, desde el coche saludaron con una son­risa su presencia y los tres recorrieron la alameda central del parque. Traspusieron la cancela y tomaron el camino del Molino.
Se estaba bien allí, a la orilla del Caldarés, y era uno de los paseos preferidos de Celina. Colocó el coche de forma que los últimos rayos desvaídos del sol acari­ciasen a los niños y se sentó a su lado, sobre una piedra. Abrió su novela por la estampa que marcaba el punto y se puso a leer en la paz del atardecer. Las aguas del río, saltando de roca en roca hacían con su canción el contrapunto a los pajarillos que trinaban entristecidos despidiéndose del día.
De cuando en cuando, suspendía la lectura y echaba una ojeada hacia los niños y sus gestos la hacían sonreir de ternura. ¡Bien sabía Dios cómo los quería!
De repente y de forma inexplicable, el cochecillo se puso en movimiento hacia el torrente. Celina, sobre­saltada, se levantó de un brinco y quiso correr a detener­lo, pero quiso la mala suerte que la fimbria del vestido se le enganchase en la roca, sujetándola.
Dió un tirón brusco y desesperado que rasgó la seda y se avalanzó hacia el coche que ya corría ladera abajo y ante la mirada atónita, pasmada, de Celina, se precipitaba entre las aguas salvajes del Caldarés.
Quiso lanzar un aullido de desesperación pidiendo auxilio pero su voz quedó bloqueada en la garganta.
Todavía vió emerger un instante en una gorga las ruedas del cochecito volcado y más allá la cabecita de uno de los niños con un rictus de angustia.
Corrió salvajemente sobre las piedras de la orilla. Pero todo en vano. El dios de las aguas se había apode­rado de sus vidas.
Se dejó caer derrumbada. Ni una lágrima en sus ojos azules salidos de las órbitas. Nadie sabria decir qué laberinto de ideas encontradas pasaron por su mente. Al final, enloquecida, aunque aparentamente serena, se acercó a una roca saliente y se lanzó al agua.
Un par de días después encontraron los cadáveres de los tres, desparra-mados en el Gállego.
Actualmente la casona señorial, hace ya tiempo abandonada por los desconsolados marqueses se ha convertido en albergue de juventud, residencia para cursillos, parador de esquiadores, casa de vacaciones. Tiene de nuevo una vida joven en sus entrañas. Pero todos evitan el pasar en ella el día de difuntos.
A la noche, un fantasma rubincundo y cimbreante en su largo traje de seda blanca recorre los pasillos, ha­bitaciones, escaleras y los senderos del parque. Es el espíritu de Celina que retorna al caserón de su desgracia. Y hasta aseguran que hace sonar melancólicas las teclas del piano que susurran la triste pavana de Ravel.

0.013. anonimo (aragon)

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