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martes, 4 de septiembre de 2012

El emperador y el bandido

Un día, Carlomagno estaba durmiendo en su pa­lacio, a orillas del Rin, no lejos de Francfort, y vio, en sueños, un ángel rodeado de una aureola.
El ángel se colocó delante del Emperador y le dijo:
-Levántate, gran Emperador; es necesario que salgas esta noche, sin nadie que te acompañe, para cometer un robo.
A Carlomagno, cuando despertó, le pareció muy extraño lo que había visto durante su descanso. Y pensando en ello, se durmió de nuevo. Otra vez vio al ángel, que delante de él le ordenaba:
-¡Levántate, oh Rey, y prepárate a cumplir lo que te he dicho antes! Es por tu bien y por la salvación del lmperio. Una potencia superior se sirve de mí para hacerte conocer su inmutable voluntad.
Carlomagno despertó y, pensativo ante la reite­rada aparición, decidió obedecer y salir de Palacio para cometer un robo.
En vano se esforzaba en descubrir el sentido de las palabras del ángel que mandaba a un empera­dor pío y honrado cometer una acción tan deshon­rosa. Pero como la aparición había hablado de manera tan categórica, decidió obedecer la orden re­cibida. Así que, poco después, cuando se hizo de noche, se vistió con ropas de viaje, fue a la cuadra y puso la silla a su corcel favorito y salió del cas­tillo.
Ninguno de los servidores ni escuderos, ni tam­poco los porteros, se dieron cuenta de su salida, pues estaban sumidos, de manera sobrenatural, en un pesado letargo.
El Emperador se dirigió a la selva vecina, e iba di­ciendo para sí: «Puesto que es la voluntad mani­fiesta del Señor que haga una cosa que me causa horror desde mi infancia, obedeceré, pero no sé cier­tamente cómo hacerla. El famoso ladrón Elbegasto, que he hecho perseguir hasta aquí sin tregua, me sería útil en este momento. Yo le recompensaría si me acompañase a cumplir esta empresa y si me ayu­dara en el momento fatal de cometer el robo».
Entonces, a la pálida luz de la luna, el Emperador vio venir a un caballero solitario. Éste parecía haber visto a Carlos, y avanzaba de manera que pronto iba a encontrarse con él cara a cara.
El caballero llevaba una armadura negra que lo cubría de la cabeza a los pies y montaba en un caba­llo negro también. Llegó cerca de Carlomagno y examinó con curiosa atención al Emperador, que, por su parte, hubiera querido saber quién era aquel que cabalgaba solo por la selva. El color negro del silencioso jinete no le parecía a Carlos de buen au­gurio; temía pensando que pudiera ser el mismo diablo que hubiera salido al camino para tenderle un lazo.
Por fin, el misterioso caballero habló, diciendo:
-¿Quién sois vos, que cubierto por vuestra blanca armadura vagáis en la noche por los senderos nunca hollados de la selva? ¿Sois quizás un servidor del Rey que busca la pista de Elbegasto, que vive en estos bosques? Si cabalgáis con ese objeto, volveos atrás, porque fracasaréis. Más rápido que el viento, más astuto que los consejeros de la corte imperial, ese hombre conoce los senderos de estos lugares sal­vajes mejor que el ciervo y que el zorro.
Carlos respondió:
-Mi camino no es el vuestro. Sólo el Emperador tiene derecho a pedirme cuenta de mis acciones. Y si mi contestación no es de vuestro agrado, estoy dis­puesto a sostenerla como conviene a un caballero.
Y diciendo esto, sacó la espada de su vaina y se preparó para el combate. En el mismo instante, el caballero negro hizo relucir en la oscuridad su lanza acerada y comenzó la lucha. El extranjero golpeó el casco del Emperador de manera tan violenta, que la punta de su lanza se rompió en pedazos y se encon­tró sin defensa. Carlomagno se hubiese avergon­zado de matar a su adversario desarmado, y le dijo:
-No quiero vuestra vida. Quedaréis libre si me decís quién sois y por qué motivo erráis por estos lugares.
-Yo soy Elbegasto -repuso el otro. Desde el día en que perdí mi fortuna y en el que Carlomagno me expulsó del país, me he procurado los medios de existencia por el robo y por el bandidaje. Hasta aquí, nadie me ha podido vencer; sólo vos lo habéis hecho. Y puesto que me habéis tratado con tanta ge­nerosidad y nobleza, decidme qué puedo hacer en vuestra ayuda, para testimoniaros mi reconocimiento.
El Emperador contestó:
-Si es cierto que sois el famoso bandido Elbe­gasto, a cuya cabeza ha puesto precio el Emperador, podéis testimoniar vuestro reconoci-miento ayudán­dome a cometer un robo. He emprendido esta ex­cursión nocturna para robar al Emperador. Vuestra ayuda puede serme útil para ese objeto. Venid, pues, conmigo, y realicemos el robo juntos.
El bandido exclamó:
-¡Alto! Jamás he robado ni la más mínima cosa al Rey. Si él me ha quitado mi fortuna y me ha des­terrado, lo ha hecho por instigación de malos conse­jeros y lejos de mí el pensamiento de querer causar el menor daño a mi señor. Yo robo solamente a aquellos que han hecho sus riquezas por medio de la rapiña, la codicia y el engaño. ¿Conocéis al conde Egerico de Egermonde? Vamos a su castillo; ha arruinado a muchos hombres honrados y no vacila­ría en privar al mismo Emperador de su honor y de su vida, si tuviera medios para ello.
Carlomagno se alegró interiormente al descubrir en Elbegasto tan profundos sentimientos de fideli­dad, y le dijo:
-Te acompañaré al palacio de Egerico.
Y juntos se dirigieron al castillo del Conde. En cuanto llegaron, Elbegasto descubrió el medio de entrar en el edificio, haciendo un agujero en el muro, y dijo a Carlos que le siguiera. Entraron en las habitaciones del Conde, pues Elbegasto sabía abrir las cerraduras sin hacer ruido. Pero el Conde, que tenía el sueño muy ligero, dijo a su esposa lo su­ficientemente alto para que lo oyeran Carlos y El­begasto?
-Quizá haya ladrones en el castillo. Voy a ver.
Se levantó, encendió una antorcha y recorrió los corredores y las habitaciones. Sin embargo, como Carlos y Elbegasto habían tenido tiempo de escon­derse debajo de la cama del Conde, donde éste no podía imaginarse que estuvieran, no fueron descu­biertos. Egerico apagó la antorcha y se volvió a meter en la cama. Y entonces dijo la Condesa a su esposo:
-¡Oh, esposo!, seguro que ningún ladrón ha en­trado en la casa. Pienso, por el contrario, que es algún problema lo que te impide reposar; tu espíritu está turbado por peligros imaginarios. Sin duda, algún secreto designio o proyecto es lo que te causa este desasosiego; confíame tu preocupación para que te pueda ayudar, si es posible, con mis con­sejos.
El Conde contestó:
-Ya que la ejecución de mis planes será mañana, no quiero mantenerlos más en el secreto. He hecho un pacto con doce caballeros para asesinar al Em­perador, ya que nos ha prohibido imponer a los via­jeros del camino real ciertos tributos. Nadie conoce nuestro propósito y te pido que guardes silencio, pues, si no es así, ni tu vida estaría segura.
El Emperador no perdió ni una sola palabra de este diálogo. Cuando el Conde y su esposa se volvie­ron a dormir, el Emperador y su acompañante, des­lizándose, salieron de su escondite, y, una vez fuera del castillo, se despidieron. Carlos regresó a su pa­lacio.
Al día siguiente, muy temprano, convocó a su Consejo y dijo:
-He soñado esta noche que el conde Egerico iba a venir al palacio con doce conjurados, con inten­ción de asesinarme. Su ira contra mí tiene por causa la prohibición que he dictado de no obligar a los viajeros del camino real a que paguen impuestos a estos caballeros que tienen alma de ladrones. Cui­dad, pues, de que haya suficiente número de solda­dos preparados para intervenir, si ello fuera nece­sario.
Hacia el mediodía, Egerico llegó con sus satélites. En el momento en que penetraron en la sala real fueron detenidos por los soldados y se les encontra­ron las armas ocultas entre sus vestiduras. Los con­jurados, sorprendidos y desconcertados, no pudieron negar sus siniestros propósitos. Después de un breve juicio, fueron entregados al verdugo.
Elbegasto fue llamado a Palacio por el Empera­dor, que le perdonó públicamente y le encomendó un cargo, con la promesa de que el bandido renun­ciase a sus actividades.

012. anonimo (alemania)

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