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viernes, 7 de septiembre de 2012

El cristo del zapato

Siglo XVI..., ¿o quizá el XVII?
Los Cristos españoles, tal vez con excepciones andalu­zas, presentan una casi total desnudez.
Por ello sorprendía y mucho que un Cristo -proceden­te de la ciudad italiana de Lucca y enviado a la iglesia de Atocha en cumplimiento de una promesa-, que se expo­nía a la veneración de los fieles, apareciese con túnica, estolón y unos zapatos de plata.
Había entonces ostentación en los pocos privilegiados y pobreza orgullosa en la mayoría, que tenía diversas manifestaciones. Mendigos honrados o cortabolsos. Va­lentones que se, alquilaban para delitos. Mozas de desga­rro. Obreros de sus habilidades. Escuderos a sueldo del amante: Muchos, de profesión pretendientes.
El protagonista: un soldado maduro que por leguleyos y papeles interminables no lograba cobrar sus diversas pagas atrasadas. Aburrido, con el estómago vacío; fue a rogar protección al Santísimo Cristo de Lucca.
Un pater noster
Unas lágrimas.
-Señor, ¡cubre mi necesidad!
La santa efigie alarga un pie y deja en manos del mili­tar uno de sus zapatos de plata. El soldado, ufano, y junto a una jarra de vino de Arganda, en una taberna, lo mostra­ba a todos los que allí estaban. Fue detenido por la Justic y, al preguntarle la razón de estar en su poder la sagrada prenda, explicó la historia que nadie aceptaba, pero e inculpado, como testigo excepcional, nombró al propio Cristo de Lucca.
¡Sorpresa grande!
Alguien pensó: SACRILEGIO.
Otro musitó: CARADURA.
Hubo consulta con teólogos y, después de muchas idas y venidas, se acordó hacer la extraña diligencia ante la perspectiva de que el reo fuese condenado a la pena ca­pital.
Acudieron a la iglesia de Nuestra Señora de Atocha el soldado, el juez, el escribano, golillas, varios clérigos y muchos curiosos y desocupados.
El preso lloró suplicando angustiado.
Muchas sonrisas desdeñosas entre los asistentes al acto.
Todas las miradas estaban fijas en el Cristo.
-Parece que está moviendo un pie -advirtió alguien.
En efecto.
Estaba levantando la extremidad calzada y dejó caer su otro zapato ante el asombro de todos.
En el indulto real, maquiavélicamente, se aconsejaba al acusado: que en lo sucesivo no admitiera regalos divinos, bajo pena de vida. El milagro transtornó a la Villa; luego, el vulgo lo fue olvidando y el hecho se acogió en el refu­gio legendario y poético.
Después, los frailes colocaron ante el Cristo un copón de plata y, sobre él, el zapato que salvara la vida de un humilde y acrecentara la fe popular.
Los avatares políticos sufridos por la basílica que origi­naron actos vandálicos en distintas ocasiones, nos impiden actualmente contemplar la venerada escultura italiana.

127. anonimo (madrid)

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