Translate

viernes, 7 de septiembre de 2012

El cristo de la vega

Había en Toledo un oficial del ejército llamado Diego Martínez que estaba enamorado de la joven de condición humilde Inés de Vargas, con la que había mantenido una relación amorosa. Pasó un tiempo y ante el conocimiento que de esos amores tuvo el padre de la joven, ésta pidió a su joven enamorado que contrajera matrimonio con ella para lavar su honra y evitar cualquier reticencia y habladuría.
Él, que debía partir para la guerra en Flandes, le aseguró que a su vuelta del frente, un mes más tarde, la llevaría al altar. Y la joven Inés, para quedarse más confortada, le pidió que se lo jurase.
-Confía en mi palabra -le dijo Diego, que parecía resistirse a cualquier juramento.
Pero la joven se empeñó en llevarlo ante la venerada imagen del Cristo que había en una pequeña iglesia de la Vega junto al Tajo, y le rogó que allí, en presencia del crucificado, tocando sus pies y en voz alta le jurase solemnemente que, en cuanto volviera de la guerra, se casarían.
-Te lo juro por esta sagrada imagen de Nuestro Señor -prometió el joven soldado.
Pasó un día y otro día, un mes y otro mes, y ya había transcurrido un año largo sin que don Diego Martínez regresara de Flandes.
Mientras, la desdichada Inés se marchitaba de tanto llorar, ahogándose en su desesperanza y desconsuelo, aguardando en vano la vuelta del galán. Todos los días rezaba ante la imagen de aquel Cristo crucificado, testigo de su juramento, a quien rogaba la vuelta de Diego, pues en nadie más encontraba apoyo y consuelo.
Pasaron dos largos años y por fin acabaron las guerras en Flandes, pero Diego no volvía. Aun así, la joven Inés no desesperaba, aguardando siempre con fe y paciencia la vuelta de su amado para que le devolviera la honra que se había llevado con él. Todos los días acudía al Miradero en espera de ver aparecer al soldado que había partido a Flandes. Por fin, uno de esos días, después de pasados tres años, vio a lo lejos un tropel de hombres que se acercaba a las murallas de la ciudad y se encaminaba hacia la puerta del Cambrón. El corazón de la muchacha palpitaba con toda su fuerza a causa de la zozobra que la embargaba mientras se iba acercando a la puerta. Llegó al mismo tiempo que la atravesaba el grupo de jinetes. Y el corazón le dio un vuelco cuando reconoció a Diego, que era el caballero, acompañado de siete lanceros y diez peones que venía encabezando el grupo.
Al verlo, Inés lo llamó dando un grito en el que se mezclaban el dolor y la alegría, pero el joven la rechazó fingiendo no conocerla y, mientras ella caía desmayada, él, con palabras y gesto despectivos, picó espuelas a su caballo y se perdió por las estrechas y oscuras callejuelas de Toledo.
¿Qué había hecho cambiar a Diego Martínez? Posiblemente fuera su encumbramiento, pues de ser un simple soldado había sido ascendido a capitán y, a su regreso el rey le iba a hacer caballero y a tomarlo a su servicio. Sin duda, el orgullo de su rango le había hecho olvidar su juramento de amor, llevándole a negar rotundamente en todas partes que él prometiera casamiento a esa ni a ninguna otra mujer.
«¡Tanto mudan a los hombres fortuna, poder y tiempo!», comentaba a la joven su padre intentando consolarla. Pero Inés no cesaba de acudir al encuentro de su amado, unas veces con ruegos, otras con amenazas y casi siempre con llanto. Y ni aun así el corazón del joven capitán de lanceros, que parecía haberse vuelto una dura piedra, se ablandaba ante los ruegos de la joven, que, en su desesperación, sólo vio un camino para salir de la situación en que se encontraba.
Sabía que aquella decisión que pensaba tomar podía ser un peligro, pues suponía dar a luz pública su conflicto y su deshonor. Qué más le daba, si las murmuraciones no cesaban en toda la ciudad y ya todo el mundo hablaba de su estado. Así que, definitivamente acudió al Gobernador de Toledo, que en aquel entonces era don Pedro Ruiz de Alarcón, y le pidió justicia.
Después de escuchar sus quejas, el viejo dignatario le solicitó algún testigo que corroborase su afirmación, pero ella no tenía ninguno.
El juicioso don Pedro hizo acudir ante su tribunal a Diego Martínez y le preguntó si era cierto el juramento hecho a aquella joven de casarse con ella, lo que éste negó rotundamente una vez más. Por más que Inés porfiaba y él siguiera negándolo, nada podía hacer el gobernador, pues la causa carecía de testigos: era la palabra del uno contra la de la otra.
-Mucho me temo, hijos míos, que no me es posible dictar sentencia justa en estas condiciones. Así pues, idos con Dios.
En el momento en que Diego iba a marcharse con gesto altanero y satisfecho después de que don Pedro le diera permiso, la joven Inés pidió que lo detuvieran, pues de pronto recordaba tener un testigo.
Cuando la joven dijo ante el juez quién era ese testigo, todos los presentes quedaron paralizados por el asombro. El silencio se hizo profundo en el tribunal y, tras un momento de vacilación y de una breve consulta de don Pedro a los demás miembros del tribunal, decidió acudir al Cristo de la Vega a tomarle declaración.
Así, aquel mismo día al caer el sol, se acercaron todos a la vega donde se halla la mencionada ermita del Cristo. Un amplio tropel de gente acompañaba al cortejo, pues la noticia del suceso se había extendido como la pólvora por toda la ciudad. Delante iban don Pedro Ruiz de Alarcón, don Iván de Vargas, su hija Inés, los escribanos, los corchetes, los guardias, monjes, hidalgos y el pueblo llano.
Otra turba de curiosos los aguardaba en la vega, y entre ellos se encontraba el propio Diego Martínez en ademán arrogante.
Entraron todos en el claustro, encendieron ante el Cristo cuatro cirios y una lámpara y se postraron de hinojos a rezarle en voz baja. A continuación, un notario se adelantó hacia la imagen y con los dos jóvenes a ambos lados, en voz bien alta y clara, después de leer la acusación, demandó al mismísimo Cristo como testigo:
-Juráis que es cierto que un día, a vuestras divinas plantas, juró a Inés Diego Martínez por su mujer desposarla?
Tras unos instantes de expectación y silencio, el Cristo crucificado, desclavándola del madero y poniéndola sobre los autos, bajó su mano derecha, la puso sobre los autos y, abriendo levemente los labios, exclamó:
-Sí, juro.
Y ante aquel hecho prodigioso que dejó anonadados a todos los presentes, ambos jóvenes renunciaron a la vida mundana y entraron a profesar en sendos conventos de la ciudad.

102. anonimo (castilla la mancha)

No hay comentarios:

Publicar un comentario