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martes, 4 de septiembre de 2012

Clotaria de vallespir

Siendo Roger, que llevaba el apellido del famoso castillo donde había nacido, gobernador de Valles­pir, Pepino el Breve le nombró conde de toda la comarca.
Era entonces la época en que los moros asolaban a Cataluña, y Roger se convirtió muy pronto en uno de los más audaces caudillos cristianos, de los que impidieron, con su tenaz defensa, la invasión de los árabes.
Los árabes se encontraban, cuantas veces intenta­ban el ataque, con el obstáculo de las mesnadas del conde Roger de Vallespir. De aquí que el caudillo moro Obeíd-Alá, al llegar la primavera, decidiera si­tiar el castillo y obligarle a rendirse por hambre.
Llegó el mes de octubre, y el sitio continuaba. Los habitantes del castillo se valían de un medio de luces combinadas para comunicar con el exterior. Desde las lejanas montañas vecinas, algunos catala­nes de buena voluntad les contestaban y, con pe­ligro de sus vidas, rompían el círculo árabe y les proporcionaban víveres. El Conde resistía heroica­mente, mientras esperaba socorros del rey de Aqui­tania, el cual le había prometido liberarlos y aun ir después con ellos en busca del conde Bernardo y, todos juntos, a la conquista de Barcelona.
Los hombres que no habían salido a guerrear con el conde Roger para levantar el sitio estaban en las murallas.
Montaban máquinas de guerra y amontonaban piedras para las hondas. Viejos y niños calentaban aceite y resina en grandes calderas para verterlo sobre el enemigo en caso de intento de invasión del castillo. Los centinelas iban y venían, vigilando cuanto sucedía en el campo. El guarda cantaba, para conocimiento de los defensores y habitantes del castillo, todo lo que divisaba desde la torre de homenaje.
Tenía esta fortaleza una hermosa capilla romá­nica, en la cual se hallaban las mujeres. Entre ellas, y destacándose por su hermosura y su majestuoso porte, estaba Clotaria de Vallespir. Tenía cuarenta años; era de elevada estatura y gran belleza.
Dos monjes y un joven diácono entonaban plega­rias. El diácono era el hijo segundo de los condes de Vallespir. El mayor, Raimundo, guerreaba junto a su padre. El tercero, de dieciocho años, estaba al lado de su madre, rogando con ella por el feliz re­greso de los suyos. El más joven, de nueve años, yacía enfermo en el lecho.
Mientras en la capilla se entonaba la ferviente oración, el guarda cantaba, cada vez más excitado, su triste pregón, y anunciaba que los moros se acer­caban, que ya casi estaban ante las murallas.
Los soldados, huyendo del furor de los árabes, co­rrían desalentados hacia el castillo. Algunos atrave­saron el puente levadizo y penetraron en el recinto, ensangrentados, cubiertos de polvo y sudor, con el pánico reflejado en su rostro. La mayoría habían perdido las armas.
Los árabes, acosándolos, venían detrás de ellos. El guarda gritó:
-¡Ya están aquí! -con voz velada por la angustia.
Alzaron el puente levadizo; los arqueros monta­ron sus flechas, y los que no sabían manejar otra arma, cogieron las hondas. Las mujeres y los viejos transportaron junto a las almenas y aspilleras los calderos llenos de pez y aceite hirviendo.
Los monjes interrumpieron la plegaria en la capi­lla. El diácono se llevó a su joven hermano del lado de su madre.
Reunidas las tropas fugitivas en el patio de armas, la Condesa y el capitán pasaron revista. Éste can­taba los nombres; pero fueron muchos los que no contestaron. La Condesa, angustiada, gritó el nom­bre de Raimundo, su hijo. Se adelantó un mucha­cho de veintitrés años, alto y rubio. Estaba, como los demás, cubierto de sangre y sudor. La Condesa, al verle, suspiró con dolor. Preguntóle por su padre. Raimundo le había perdido de vista en el fragor de la pelea.
En aquel momento, el guarda, con voz temblo­rosa por la emoción, gritó que los árabes se llevaban prisionero al conde Roger de Vallespir.
La Condesa, que amaba a su marido y le admi­raba como el héroe que era en realidad, subió co­rriendo a la muralla y contempló, horrorizada, cómo los árabes se lo llevaban a la tienda de Obeíd-Alá.
Volvió a su lugar, y con ademán enérgico ordenó formar a sus hombres. Puestos ya todos en discipli­nadas filas, los arengó, y les dijo que era preciso salir en el acto y libertar a su dueño y señor, el conde de Vallespir.
El capitán Berenguer objetó que era una noche de luna muy clara. Los moros los verían salir y caerían sobre ellos y los pasarían a cuchillo. La Condesa, in­flexible, ordenó que las mujeres repartieran entre los soldados comida e hidromiel con pimienta. El Conde no habría caído prisionero si ellos no hubie­ran sido unos cobardes, que habían huido, abando­nándole en el campo al enemigo.
Ante estas palabras, el capitán y los soldados ba­jaron la cabeza, aceptaron los víveres y las bebidas que las mujeres trajeron, y las armas que Rai­mundo, el joven heredero del Vallespir, les entregó, cumpliendo las órdenes de su madre.
Ya estaban formados, listos nuevamente para el ataque, cuando el guarda anunció que se acercaba un emisario árabe con bandera blanca.
La Condesa, animada por la esperanza, dijo al ca­pitán que le recibiera. Se bajó el puente levadizo, y un jinete vestido de blanco lo atravesó y penetró en el castillo.
El capitán le llevó a presencia de la Condesa. Pre­guntóle ésta qué misión le traía.
El emisario, en presencia de todos, comunicó a la Condesa que el conde Roger había profanado las leyes del Corán, asaltando su campamento en el día consagrado a la plegaria y en la hora en que Alá or­dena al Sol que se oculte en Occidente. Según la ley mahometana, el que tal hace debe ser degollado al nacer el nuevo día. No obstante, el Corán dice que todo alcaide enemigo que caiga prisionero lu­chando en noble lid, tiene derecho a ser canjeado por un miembro de la familia: padre, hijo o pariente cercano. A decir esto venía el emisario. Obeíd-Alá concedía a los cristianos una hora para decidir si querían canjearle o si debía perecer Roger.
Dicho esto, el jinete salió del castillo, dejando a sus moradores transidos de dolor y consternación.
La Condesa quedó silenciosa. En su corazón se debatía una tormenta terrible. Sus ojos iban de uno a otro de sus tres hijos. De vez en cuando, lanzaba una mirada a la luz que salía por la rendija de la cá­mara en que descansaba el pequeño, enfermo.
No podía decidirse. No podía resignarse a perder a ninguno de aquellos cuatro hijos tan amados, criados y educados con tanto esmero y tan amorosa­mente admirados por su belleza y bondad.
Indecisa, sin saber qué hacer ni qué decir, ordenó que la dejaran sola unos instantes.
Se retiró a su habitación, y rezando, llorando, buscando una solución a la terrible tragedia que vi­vían, pasó un buen rato. De pronto, oyó la voz del guarda que anunciaba la vuelta del jinete árabe. Aún no sabía la Condesa qué era lo que debía hacer. Sabía, eso sí, que no podría resistir que mu­riera ninguno de sus hijos, ni su esposo, el Conde, a quien tan tiernamente había amado siempre. En­tonces, tomó una decisión heroica. Con paso firme se dirigió a la habitación donde estaban todos reu­nidos, y preguntó a sus hijos qué era lo que pensa­ban hacer. Los tres, a una, se ofrecieron para morir en lugar de su amado padre. La Condesa, con lágri­mas ardientes de emoción y gratitud, abrazó a sus hijos; pero les ordenó que ninguno de ellos se ofre­ciera al caudillo moro. Ninguno de los tres debía morir. El mayor era el heredero del castillo, y a él se debía. El segundo se debía a su religión; eran ya mu­chas las almas que había salvado, y debía aún sal­var muchas más. En cuanto al más joven de los tres allí presentes, era un niño; tenía ante sí una vida que no podía arriesgar. Y el pequeño, el enfermito, ¿cómo pensar siquiera en sacrificar la vida de aquel pequeño ser indefenso y débil?
Entró, a todo esto, el jinete árabe, y después de sa­ludar con una profunda reverencia a la Condesa, preguntó qué habían decidido.
Todos estaban anhelantes, en espera de la contes­tación de la noble dama. Ésta, muy serena, dio un paso y contestó con voz firme y clara que ella, la Condesa, se ofrecía como rescate del conde Roger de Vallespir.
Una intensa emoción se apoderó de todos, cuan­do el jinete, después de saludar de nuevo a la Con­desa con una reverencia cortesana y respetuosa, sacó de uno de los bolsillos de su lujoso vestido un diminuto Corán, y hojeándolo, hasta que encontró el capítulo que le interesaba, leyó:
-«La mujer es, como la oveja en el rebaño, como el perro en el huerto, como el caballo en el establo, propiedad del hombre, el cual puede tener en su casa todas las que su riqueza le permite mantener. Puede ser vendida o comprada, nunca admitida a cambio, ya que por sí misma nada significa.»
Cuando el emisario terminó su lectura, Clotaria miró a todos con sus inmensos ojos abiertos, que fijó, por último, desesperada, en sus hijos. Y, lan­zando un grito estridente, levantó los brazos y se desplomó. Sus hijos se acercaron a ella, horroriza­dos, y la encontraron muerta.
En la capilla de Santa María del Vallespir se ve una losa que dice:
«La Condesa Clotaria del Vallespir murió de amor por su esposo y sus hijos, cuando los Reyes eran del linaje de Carlomagno. Rogad por ella».

120 anonimo (francia)

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