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jueves, 6 de septiembre de 2012

Beatriz de montcada y guillermo de san martín

El senescal don Guillem de Montcada se había re­belado contra el conde de Barcelona, Ramón Beren­guer IV, tomando como pretexto la disputa originada por las aguas de una acequia. Don Guillem fortificó sus castillos y llamó a las armas a todos sus vasallos, deudos y amigos.
Entre los caballeros que acudieron al castillo de Montcada para ofrecer sus servicios al senescal, se ha­llaba el joven Guillermo de San Martín, guerrero y tro­vador. Todos sabían que no era el espíritu combativo lo que le impulsaba, sino el amor que hacía tiempo sen­tía hacia Beatriz, la bella esposa de don Guillem.
Ya antes de contraer matrimonio, ella había escu­chado muchas veces, desde su ventana, las endechas que su enamorado le cantaba. Beatriz amaba entonces a Guillermo; pero ello no había impedido que se con­virtiese en la castellana de Montcada.
Don Guillem acogió en su castillo a todos los que fueron a ofrecerle sus servicios, y decidió organizar una correría por las tierras de los más diestros caballeros del conde de Barcelona.
Era costumbre en la familia celebrar un festín antes de emprender una expedición guerrera, en el que la cas­tellana nombraba al jefe que había de mandarla. Al Regar los postres se presentaba llevando una copa de vino exquisito, que entregaba al caballero elegido.
Siguiendo la tradición familiar, don Guillem dio un suntuoso banquete, al que acudieron todos los qobles que se le habían unido.
Oportunamente apareció Beatriz, radiante de hermo­sura, prece-dida de sus pajes. Uno de ellos llevaba una copa de oro cincelada sobre una bandeja de plata; otro escanció en ella el vino. Beatriz tómó la copa en sus manos y, posando sus labios en el torde, probó él ex­quisito vino, no sabemos si siguiendo así la tradición o su propio impulso. Después, tras unos momentos de vacilación, se la entregó a Guillermo de San Martín. Entonces oyóse un murmurllo de desapro-bación. Gui­llermo, aunque valiente, era un caballero novel, y su apariencia espiritual y distinguida le hacía aparecer me­jor dotado pava componer versos que para mandar ru­dos guerreros. Sintiéndose honrado por la elección, to­mó sonriente la copa y, sin advertir, aparentemente, los rumores que se habían levantado, bebió por donde Beatriz había dejado la huella de sus labios.
Después, como era costumbre, la copa pasó de ma­no en mano por todos los comensales; pero al llegar a don Guillem, éste la rechazó con gesto colérico y anunció a los presentes que había cambiado de idea y que pensaba organizar una expedición distinta.
Se hacían nuevos preparativos, cuando una noche un fiel servidor de don Guillem solicitó hablarle en se­creto y le comunicó, con muchos rodeos y precaucio­nes, que había visto deslizarse bajo la ventana de do­ña Beatriz la silueta de un hombre.
La cólera y el despecho del castellano de Montcada fueron indescriptibles y, sin tratar de hacer nuevas ave­riguaciones, decidió llevar a cabo su venganza. Orde­nó a sus servidores que inmediatamente amordazasen a doña Beatriz y la llevasen a un subterráneo del casti­llo, donde moriría de sed y de hambre. Y no quiso verla antes de entregarla a tan cruel muerte, porque la ha­bía amado mucho y temía que ella le conmoviese.
Momentos después se presentaba, seguido de sus criados, en la habitación donde Guillermo dormía, tranquilo y ajeno a lo que se le avecinaba. Fue desper­tado bruscamente y oyó de labios de don Guillem, que le miraba fieramente, su sentencia. Moriría de líam­bre y sed encerrado en un lóbregq subterráneo. Gui­llermo no trató de oponer resistencia; se levantó, vis­tiéndose resignadamente, y se dejó conducir por sus verdugos.
Cuando se encontró encerrado en medio de la ma­yor oscuridad, por unos momentos se quedó inmóvil, sin atreverse a dar un paso, temiendo caer en un abis­mo. Extendió los brazos, pero con nada tropezó; bajo sus pies sentía una tierra pedregosa, dura y helada. Por fin decidióse a dar un paso, con grandes precauciones. Una piedra se movió, haciendo ruido, y entonces oyó un grito. Guillermo sintió cierto alivio al darse cuenta de que no iba a morir solo, y su voz retumbó cuando pronunció estas palabras:
-Quienquiera que seas, nada debes temer de mí.
Beatriz era quien había gritado. Y al reconocer su voz, marchó hacia él. Cuando se encontraron los dos enamorados, cayeron de rodillas, agradeciendo el con­suelo de morir juntos.
De pronto, Beatriz creyó oír un rumor. Suspendie­ron la respiración y pudieron escuchar un murmullo débil y acompasado. No podía ser el viento; era el mur­mullo de las aguas del río.
Cuando llegó el día, un rayo de luz entró por una estrechísima garganta. El subterráneo tenía una salida oculta, muy disimulada, debajo del lecho del río Be­sós, que conducía a la orilla del mar. Beatriz y Gui­llermo se acercaron, esperanzados, a la luz. Las pare­des de la garganta eran de tierra, y el joven llevaba una daga. Beatriz le ayudó con una piedra cortante, y des­pués de algunas horas de trabajo, se encontraron libres, a la orilla del mar.
Los dos enamorados fugitivos imploraron la protec­ción del conde de Barcelona, el cual consiguió que el papa anulase el matrimonio de doña Beatriz con don Guillem.
El propio conde apadrinó el enlace de la nueva pareja.

 103. anonimo (cataluña)

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