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martes, 4 de septiembre de 2012

Aino muere

Aino, la joven hermana de Youkahainen, fue al bosque, en busca de cierta clase de madera con la cual construir arcos para su padre y su hermano; a su madre le traía las flores silvestres que crecían entre los robles de las selvas.
Ya lo había recogido todo, y alegre como un ruise­ñor se dirigía hacia el pueblo, cuando se encontró con Vainamoinen, que le dijo:
-Tú, ¡oh preciosísima virgen!, no estás destinada para otros; la naturaleza te ha hecho para mí sola­mente, y para nadie más. Ésa es la razón por la cual llevas piedras preciosas en los dedos, cruz de plata en el cuello y perlas en el cabello. También son para mí las trenzas que posees; son tan largas y tan her­mosas, que su brillo oscurece el sol.
La doncella le miró un instante con expresión de tristeza, y le contestó de la manera siguiente:
-No es para ti, ni para otros, por lo que llevo estos trajes de seda finísima, y tampoco estas pie­dras preciosas, como tú dices. El collar de perlas que llevo enredado en el cabello no se ha puesto ahí para solaz de ningún hombre. Prefiero los trajes sencillos; más me gustaría una corteza de pan duro en la cabaña más mísera de mi pueblo, con tal de estar acompañada por mi buen padre y mi madre.
Diciendo esto, se arrancó la cruz de plata, las pie­dras preciosas de los dedos, las perlas del cabello. La caída de esto hizo que con los últimos rayos del sol brillara como una cascada de oro. Todo se lo tiró a los pies del anciano sabio y, llorando amargamente, se dirigió hacia su pueblo.
Cuentan que su padre estaba sentado a la puerta de su casa, tallando una figura de madera, cuando vio llegar a su hija deshecha en lágrimas. Como es muy natural, le preguntó qué le acontecía. Aino le explicó las razones que tenía para llorar así:
-¡Oh, padre querido!, mire el motivo por el cual me abraso en lágrimas: la cruz de mi pecho se ha caído; lo mismo ha ocurrido con las perlas que lle­vaba en el cabello, y mi cinturón de cobre tallado. Ésa, ioh, padre!, es la razón de mis llantos amargos.
El padre trató de consolarla, no comprendiendo el doble sentido de las frases de su hija.
Siguió la moza caminando y se encontró con su hermano, que venía de la cantera. Le contó lo mis­mo y él también trató de consolarla. Pero fue en vano; tampoco comprendía lo que le ocurría; sus instintos no eran bastante finos para poder captar la oculta intención de la bella Aino, que lloraba su li­bertad perdida. Después de caminar un rato, se en­contró con su madre y le habló así:
-¡Ay, madre querida!, soy la doncella más des­graciada del mundo; yo te explicaré la razón de mis lágrimas, abrasadoras como el propio infierno. Al bosque fui a buscar la madera especial para hacer­les un arco a mi padre y a mi hermano; a ti te traía hermosas flores silvestres. Me dirigía ya hacia la casa, atravesaba los últimos linderos del bosque, cuando vi la figura de Vainamoinen, y él, en per­sona, me dirigió la palabra, diciéndome que estaba destinada sólo a él; que los anillos y perlas, así como todo lo que llevaba encima; le pertenecían. Enton­ces yo, comprendiendo el significado de sus pala­bras, me arranqué todo lo que llevaba encima y se lo arrojé a los pies, para que sirviese de alimento a la madre Tierra, y después le dije estas palabras: «No es para ti, ni para otros, la razón por la cual llevo el cabello sujeto con perlas, ni joyas de valor incalcu­lable en mis manos, ni trajes de las sedas más finas, ni una cruz de plata al cuello; prefiero renunciar a todo esto para poder vivir con mi padre y mi madre, comiendo sólo una corteza de pan, a la puerta de la cabaña más mísera».
La madre colmó de consejos a su hija y le dijo que, si su dolor se debia a haberse quedado sin alha­jas, que se dirigiese a Kuutar, a quien ella había de­jado encargado de la guarda de sus joyas, ya que no se las había vuelto a poner desde el día en que se había casado.
Le explicó a su hija cómo había llegado a tener unas joyas tan preciadas y que sería de su gusto que ahora Aino las llevase. Pero, a pesar de las cosas que la madre contaba a la preciosa Aino, ésta no hacía más que llorar. Por fin, dijo a su madre que la tristeza que ella tenía no se debía a la pérdida de sus joyas, sino al encogimiento del alma. No compren­día lo que le pasaba a su hija, y cuando la vio llorar un día; y dos, y hasta una semana entera, le volvió a preguntar qué le sucedía.
La hija, que ya no podía más con las preguntas de su familia, decidió explicar lo que la atormentaba, y habló de esta manera:
-Sí, yo soy la pobre virgen que llora. Escu­chadme, querida familia: mi dolor se debe a que vo­sotros me habéis dado en nupcias a un anciano, que, aunque sea el creador del mundo, como decís, y aunque él sea tres veces sabio y haya vencido a mi hermano en la absurda apuesta que celebró contra él, me parece injusto que éste, por salvar su vida, venda la mía. Soy yo la que habéis destinado a pro­teger durante el resto de mis días a un anciano tem­bloroso; a él, que le gusta vivir en los rincones más apartados. Mejor hubiese sido mandarme a las pro­fundidas del océano para vivir con los peces; mejor sería, digo, vivir bajo las olas, ser hermana de los peces, que servir de báculo a un anciano temblo­roso.
Dicho esto, se fue a la colina donde estaban es­condidas las alhajas de su madre; penetró en su in­terior, abrió el cofre más grande y encontró seis cinturones de oro, joyas esparcidas por el suelo den­tro de la habitación subterránea, los vestidos más preciosos que ojo humano haya podido admirar, lazos de seda para sujetar el cabello... Aino se puso todo lo que encontró; se sujetó los cinturones áureos en el talle, las sedas sobre el cabello y se calzó cha­pines centelleantes en sus diminutos pies. Habiéndose vestido como la reina de los cielos, se puso a recorrer los campos y a vagar por los bosques, atravesó los ríos, y, mientras caminaba, cantaba en alta voz.
La virgen Aino lloraba durante el día y se lamen­taba toda la noche. Una vez que estaba al lado del mar, vio cómo cuatro vírgenes se bañaban, y ella quiso ser la quinta. Aino dejó sus sortijas y sus co­llares de perlas sobre la fina arena, su traje sobre la gravilla, y avanzó hacia donde estaban las otras vír­genes, en un punto un poco distante de la costa, al lado de una gran roca, que se levantaba entre las olas.
Cuando hubo llegado, tomó asiento sobre la roca basculante; de repente, la piedra dio un vuelco y se perdió en el líquido elemento. Con la roca, desapa­reció la virgen más bella que ha existido. Así murió la que, por verse destinada a ser la esposa de un an­ciano, abandonó su hogar. Los pájaros que vieron cómo había desaparecido, se dedicaron a contárselo a las demás aves y éstas a los otros animales.
El oso fue el primero que se puso a cavilar en la manera de comunicárselo a los parientes de la fi­nada, y partió hacia el palacio de sus padres. Pero, antes de llegar, se encontró con un rebaño de vacas y, saltando sobre ellas, se puso a devorarlas, y ésta es la razón por la cual no fue el oso el que comunicó la triste nueva. Después probó el lobo, y el zorro; pero también fracasaron.
Los animales de la selva se reunieron, para ver quién era capaz de transmitir el mensaje, y eligieron a la liebre, por no ser animal carnívoro. Ésta, una vez comisionada, partió veloz como el viento y llegó al pueblo al atardecer. Delante del palacio del padre de la joven virgen estaban en corro las mujeres de la casa; ante ellas se paró la liebre. Todas se quedaron mirando y le preguntaron si quería que la matasen para servir de alimento a su señor; pero la liebre res­pondió que eso, para ella, sería un alto honor, pero que había llegado hasta allí como embajadora y lle­vaba un mensaje que les sería de gran interés. Las mujeres escucharon y se enteraron del triste fin de la virgen.
Cuando la madre oyó la infeliz nueva, se puso a llorar con fuerte congoja, y no había quien la pu­diese consolar. Lágrima tras lágrima, cayeron tantas de sus ojos, que se formaron tres ríos con las lágri­mas que la afligida madre vertió en memoria de su hija querida, desaparecida bajo las aguas del mar. En cada uno de estos ríos se formaron tres saltos de agua; en cada salto surgió una piedra coronada por una punta de oro, y en cada bola de oro se posó un cucú del mismo metal. El primero dijo «amor»; el segundo, «amante», y el tercero, «alegría». El pri­mero, que es el que había pronunciado la palabra «amor», cantó durante cuatro meses en honor de la pobre virgen, que había muerto sin conocerlo. El se­gundo, que había pronunciado la palabra «amante», cantó en honor de la virgen, que en su vida había te­nido un ser que la amase. Y el último, que había dicho «alegría», cantó durante tres meses, en honor de la madre desconsolada que había perdido a su hija querida por ofrecérsela a un anciano que la doncella no quería. Mientras cantaba el tercero, la madre dijo:
-Guardaos, desgraciadas madres, de escuchar a este cucú, ya que, una vez que se le escucha, el cora­zón palpita y las lágrimas acuden a los ojos. Tantas y tan espesas serán, que se asemejarán a un granero lleno. El cuerpo envejece de repente y el espíritu lan­guidece al oír el canto de este cucú.

002. anonimo (finlandia)

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