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sábado, 25 de agosto de 2012

Los huesos del pozo de funeres

En tiempos antiguos existía en Asturias, muy cerca del famoso pozo de Fúneres, un señorial palacio conocido con el nombre de Álvarez de las Asturias por sus primiti­vos moradores. Vivía en él el último descendiente de la ilustre casa, de quien se sabe que llevaba con mucho orgu­llo y poca dignidad el título de conde. Era conocido y temido por todos por su soberbia, su despotismo y su cóle­ra indomable para aquéllos que no pertenecían a su misma nobleza.
Cuentan que un día en que vio trabajar a uno de sus colonos en algo que no era de su gusto, le acometió tal arrebato de ira, que después de insultarle injustamente, le dio muerte allí mismo. Todos sus siervos se enteraron de lo ocurrido: pero, aunque los sueldos eran exiguos y el contacto con el perverso conde insoportable, transigieron una vez más y siguieron a su lado por conservar el mísero pedazo de pan diario.
Poco tiempo después de este luctuoso suceso, paseando un día el tiránico caballero por unos terrenos de su propie­dad, acertó a ver por primera vez a la hija, ya moza, de uno de los labradores y, al observar su belleza, la mandó llamar a su presencia y le ordenó con extraña sonrisa que se pre­sentara al día siguiente en su palacio. Prometió ella obede­cer y, como era de esperar, sucedió lo que ya había ocurrido con muchas de las trabajadoras del Conde: la mucha-cha qiiedó deshonrada y nadie pudo tan siquiera formular una queja al causante de tamaña crueldad.
Pasaron así los arios sin que mejorarse un ápice la situación de aquellos desgraciados. La conducta del pérfido y libertino Conde seguía siendo el terror de aquellos alrededores. Tanto trascendieron sus maldades, que llegó a oídos del rey su despotismo y vesanía, sintiéndose el monarca obligado a hacer justicia. Para ello le mandó llamar a su presencia, y una vez que confirmó la verdad de sus desmanes, ordenó que se le diera muerte. Su cadáver, para ejemplo y escarmiento de otros como él, fue colgado como el de un criminal cualquiera en Peña Corbera, y una noche tras otras los cuervos lo fueron devorando hasta dejarlo reducido al esqueleto. Entonces sus huesos fueron recogidos de allí y arrojados al pozo de Fúneres.
En pocos meses todo el mundo se olvidó de él.
Sólo el perro del Conde, único ser a quien en vida había profesado algún cariño, abandonó el palacio y se fue a vagar por los alrede-dores del pozo, aullando incansable todas las noches en la boca negra y tenebrosa que recogía el eco de sus angustiosos ladridos.
Dicen que poco a poco, a raíz de ser arrojados al pozo los huesos del Conde, se empezó a notar por allí un hedor repugnante que cada día se hacía más insoportable. Los vecinos de aquellos alrededores empezaron a creer desde entonces que en el fondo de las cenagosas aguas habían nacido bichos asquerosos de todas clases y esta idea hizo que las gentes se alejaran más cada día de aquel pozo que parecía haberse contaminado de todas las miserias del malvado Conde.
Con los años se fue olvidando la historia, pero un día, un pastorcillo ignorante de todo que llevaba allí sus vacas, distraído, pisó en falso cayendo al fondo del pozo. Lo advirtieron unos labriegos y corrieron a salvarle. Comprobaron en seguida que no se había ahogada, porque era muy escasa, su profundidad, y le echaron una gruesa cuerda para que trepase por ella. Pero el pastorcillo, negándose á subir, les rogó que le dejaran morir en el fondo de aquel pozo. Los labradores le preguntaron el por qué de su acti­tud, y el pobre muchacho repuso que eran tantos los bichos asquerosos que se habían adherido a su cuerpo, que no quería contaminar el mundo con el contacto ponzoñoso de tantas garifas, larvas y culebras como tenía sobre sí.
Hubo, pues, necesidad de dejar abandonado allí al pobre pastorcillo: Pero, desde entonces, la creencia de que el espíritu del perverso Conde vaga todavía en el fondo del pozo ha reavivado sus recuerdos, alejando de allí a los curiosos.

100. anonimo (asturias)

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