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jueves, 16 de agosto de 2012

Los cardenales del amor

El cardenal es un pájaro que construye su nido en el monte. Posee un aspecto llamativo: lomo gris, pecho y abdomen blancos, y su cabeza coronada por un penacho que se luce por su llamativo color rojo. Tiene alas estrechas que terminadas en punta y su cola es larga y rectangular.
Canta por medio de fuertes y placenteros gorjeos y silbidos, similares al sonido de la flauta. Es muy vivaz y se caracteriza por su agilidad. En los árboles y arbustos construye su morada liviana empleando plumas, paja y cerdas.
Mucho tiempo atrás, el cielo y el cerro se tiñeron de añil, rojo, amarillo y naranja: los colores del crepúsculo. Las tonalidades alcanzaron a las talas [1], los mistoles [2], las jarillas [3], los algarrobos y los guayacanes [4], en el momento en que los guerreros del bravo cacique Pusquillo bajaban por los caminos de la precipitada montaña. Avanzaban incentivados, muy cerca de su pueblo, valle que habían dejado hacía muchos días. Andaban en silencio, salvo cuando el alerta irrumpia para advertir el peligro a los demás.
A la vanguardia iba Ancali, el valiente hijo mayor del cacique, querido y respetado por su pueblo. Cuando llegaron a un claro del bosque se detuvo, y con un gesto ordenó suspender la marcha. Descubrió una extraña figura y lentamente se acercó. Allí comprobó que no era una imagen proporcionada por su cansancio, sino que realmente se trataba de una hermosa muchacha. Ella permanecía recostada contra un enorme pacay [5] durmiendo plácida-mente, con su claro rostro iluminado por un suave ravo de luna, que se reproducía en destellos sobre la túnica adornada con pequeñas lascas de plata.
Ancali se aproximó, no pudo contener su entusiasmo y despertó a la muchacha. Ella se incorporó y fijó sus ojos en aquel alto y corpulento joven, que cordialmente le preguntó:
‑¿Quién eres? ¿Qué haces en el territorio de Pusquillo?
‑Soy Vilca, hija de Chasca y de Mama Quilla, me enviaron para difundir la bondad entre los hombres.
Tanta belleza, ternura y atracción descubrió Ancali en ella que, sin dudar, la invitó a la comunidad de su padre, donde -aseguró- sería muy bien recibida. Un nuevo rayo de luna que alcanzó su rostro confirmó su deseada partida. Al frente del grupo avanzaron entre lianas y plantas aferradas a las ramas de los árboles.
A la mañana siguiente los cazadores fueron recibidos con amabilidad por sus familiares, a quienes les entregaron piezas de caza tales como venados y guanacos, y coloridas plumas y pieles de jaguar.
Vilca observaba en silencio la alborotada recepción, cuando un hombre mayor la sorprendió:
‑¿Quién eres?
Le contestó mientras observaba su piel cobriza y sus largos cabellos blancos. Ella reconoció que la toca redonda que cubría la espalda con un pliegue triangular era propia de los hechiceros.
‑¿Y cómo has llegado hasta aquí?
Antes de responder, descubrió a Ancali que se desprendía de la multitud con un manojo de plumas de ave del paraíso. Enseguida llegó a su lado ofreciéndole adornar su cabellera e invitándola a presentarse ante el cacique Pusquillo, su padre.
Tanto placer sintió el cacique al compartir con la joven su simpatía y hermosura, que agradeció a la reina de la noche, Quilla, el haber enviado tan buen augurio. El hechicero Suri, resentido por el desprecio de no ser invitado a compartir la reunión con el cacique, explotó de envidia. Odió a Vilca con fervor y se comprometió a hacer lo impensable para lograr que abandone la comunidad.
Sin embargo, ella fue bien recibida en cada morada de Pusquillo y compartió las tareas de las mujeres, confeccionando tejidos de algodón y aprendiendo hilar y tejer la lana.
Una mañana, el jefe de la tribu mandó a llamar a su hijo. Le pidió que eligiera entre sus doncellas, a la compañera que lo apoyaría en su rol de sucesor, ya que su salud se estaba deteriorando rápidamente. Emocionado, Ancali le manifestó el gran amor que sentía por Vilca, su bondad y la importancia de su ascendencia. Pusquillo apoyó su decisión, entendió el orgullo que representaba que su nuera fuera hija de Quilla, sin importarle su condición de extranjera.
Antes de la celebración del matrimonio, Ancali iría al nevado de Pisca Cruz procurando obtener la raspadura de piedra de la cumbre donde caían los rayos que curarían los males del padre. Previamente manifestó a Vilca su deseo de que cuidase de él durante su ausencia y le prometió que a su regreso, y después de la cura, se casaría con ella. Sabía que contaba con la protección desde el cielo de Mama Quilla. Cuando salió de la morada del padre, se cruzó con el hechicero que llegaba con el remedio diario.
Atardecía. En un incendio, el sol escondía sus últimos rayos.
Cuando los amantes estuvieron de regreso encontraron al anciano recostado con los ojos cerrados, respirando con mucha dificultad. Ancali supo que su padre había empeorado durante su breve ausencia; Suri permanecía atento en la oscuridad del recinto; Vilca frotó un puñado de hierbas en la frente del viejo cacique, que lentamente fue abriendo sus ojos. Levantando su mano con dificultad, el anciano susurró su deseo de bienestar y felicidad para la pareja, y se recostó.
Ancali resolvió correr hacia el nevado de Pisca Cruz a buscar la piedra de la curación, después de asegurarse de que Vilca lo cuidaría y jamás lo abandonaría. El hechicero surgió de la sombra y dirigiéndose a los jóvenes les auguró la muerte del cacique en represalia por el descontento de los dioses, debido a que una presencia que estaba provocando la ira de los antepasados. Dicho esto, clavó su mirada en la joven y se alejó.
Vilca, conmocionada, trataba de conservar la calma. Sin embargo Ancali analizó lo sucedido y desconfió del hechicero y sus preparados. Su padre, inocentemente, se había puesto en manos de quien poco a poco lo enfermaba. Vilca le explicó que el odio era hacia ella, que el hechicero se lo había dicho hace tiempo, amenazándola con la desgracia si no abandonaba la comunidad. Suri suponía que la hija de Quilla lo superaría en facultades y esa idea lo había cegado. Ella nunca le creyó, pero en ese momento supo que la venganza estaba cayendo sobre el padre de su amado.
Ancali no dudó en emprender su viaje en busca de la piedra milagrosa, mientras Vilca permanecía al lado de su padre. Fue una noche muy dificil para el anciano, pero ella lo acompañó y alivianó su fiebre con hierbas aromáticas.
La luna se abrió camino a través de un rayo por la entrada de la casa y el enfermo reaccionó. Su lucidez era sorprendente y aunque se expresaba con dificultad, sus ideas se aclaraban. Se despidió de Vilca y la consideró su hija, porque presentía que iba a morir: sus antepasados lo estaban llamando. Le pidió que hiciera feliz a Ancali y que lo acompañara en promover un justo gobierno para lograr la mayor felicidad y el bienestar de su pueblo.
Solicitó la presencia de su más fiel guerrero, Llamta, para que organizara su traslado hacia el bosque. Entre varios lo transportaron fuera, colocándolo bajo la sombra nocturna de un añoso y corpulento chañar cuyas flores amarillas caían como lluvia de oro sobre el cuerpo del cacique. Rodearon el lecho del enfermo con flechas clavadas en el suelo para detener el avance de la muerte.
El hechicero, que presidía las ceremonias para rogar por la salud del cacique, invocó a llastay. Elaboraron una figura de guanaco con tutusca y maíz, lo bañaron en chicha y lo cubrieron con hojas de coca. Cuidadosa-mente pasaron el pequeño animal sobre la cabeza del enfermo y prosiguie-ron con el resto del cuerpo. Limpiaron la piel del cacique y enterraron al guanaco en un sitio cercano y rociaron la tierra con abundante chicha. Entre-tanto, se realizaban cantos y súplicas para pedir a los dioses que salvaran al enfermo.
El viejo cacique se debatía entre inaudibles gemidos de dolor, respiración entrecortada y temblores que agitaban su débil cuerpo. Entre balbuceos pedía agua a quien nunca dejó de asistirlo: la bella Vilca.
Al amanecer, el espíritu del anciano inició su viaje sin retorno hacia lo desconocido y con los primeros rayos de sol, murió. Suri se regocijaba pensando en su efectiva diaria dosis ponzoñosa.
Ancali arribó al poblado dos lunas después, ansioso por suministrar el remedio mágico de la montaña a su querido padre. Los primeros pasos en el caserío le comunicaron el frío de la tragedia.
Al llegar junto a su padre fallecido, se detuvo ante la ceremonia: un coro de mujeres relataba con cantos y llantos las odiseas y victorias del muerto; el resto de los presentes acompañaba con danzas, brincos y gemidos de dolor. Su prometida cedió su lugar a Ancali y abandonó por primera vez al padre. Se dirigió hacia el arroyo donde, apesadumbrada, se sentó a pensar; pero una voz conocida interrumpió su abstracción. Suri cínicamente la acusaba de la muerte de Pusquillo, recordándole la advertencia que él mismo le había realizado tiempo atrás: la desgracia iba a destrozar la vida de sus seres queridos, si no abandonaba el poblado. Ella se defendió asegurándole que sus malignos actos habrían de cesar próximamente, cuando Ancali se constituyera como jefe. El hechicero rió y se comprometió a utilizar toda su influencia ‑que no era poca‑ y poderes sobrenaturales ‑que lo caracterizaban como ser superior enviado por los dioses‑ para evitar el ascenso al poder del legítimo heredero. Sin otras palabras, abandonó a Vilca y se dirigió al hogar de Anca, el más anciano y respetado de los integrantes del consejo, responsable de designar al sucesor de Pusquillo.
Valiéndose de su más persuasivo discurso, el hechicero le confesó haber recibido un mensaje de los astros, quienes veían en Vilca a una vil mentirosa enviada por el diablo para expandir la desgracia en la comunidad. Por estas razones, aseguró, debía ser condenada a morir para evitar otra muerte.
Impresionado por sus singulares palabras, Anca convocó al consejo de ancianos que, consternado, compartió la visión de Suri.
Esa noche, a escondidas de Ancali y bajo el amparo de la oscuridad, robaron a Vilca y la condujeron hasta la montaña donde le matarían tras completar los ritos pertinentes. Eligieron una piedra alta y angosta y aferraron su cuerpo. Desparramaron hierbas aromáticas y las encendieron durante los conjuros de Suri, para que la densa humareda mantuviera lejos al mismo diablo. La muchacha aullaba su inocencia y pedía socorro a su amado. Un joven audaz y valiente guerrero, fiel a Ancali ‑que regresaba de acompañar a un vecino cacique asistente al funeral de Pusquillo‑ sintió el deber de averiguar el origen de esos alaridos. La sorpresa al reconocer a la joven presa de tal injusticia lo condujo con urgencia ante su joven jefe.
Ancali organizó un grupo de guerreros y arribó al lugar del sacri­ficio, donde continuaban los conjuros y las ceremonias. Apenas se acercó a su amada para liberarla, los bandos entraron en batalla. La lluvia de flechas pronto alcanzó a Ancali, de su cabeza comen­zó a fluir abundante sangre y se desvaneció. Vilca intentó en vano detener con sus manos la incesante excreción abrazándolo, mien­tras gemía. Suri aprovechó el instante de desconcierto para atra­parlos. Al ser tocados por el hechicero, los cuerpos de Vilca y Ancali se encogieron y perdieron, al mismo tiempo, su forma humana. Se convirtieron en dos pequeñas aves grises coronadas por una lla­mativa cabeza con penacho rojo, que el Suri fracasó en apresar. Volaron juntas hasta la rama de un tarco donde se posaron y endul­zaron el aire con una bella melodía.
La flecha que el hechicero dirigió hacia una de las aves, volteó y se incrustó en su corazón.
Nunca más volvió a respirar.
El canto de estos pájaros prosiguió mientras la luna iluminaba al tarco en flor.
Los diaguitas sostenían que de esta manera habían surgido los cardenales en la tierra, para aumentar el placer de oír el canto y apreciar la belleza de las aves.

032. anonimo (diaguita)


[1] Árbol de América del sur cuyas raíces sirven para teñir y sus hojas son medicinales.
[2] Se trata de un árbol americano de fruto comestible y madera dura, cuya corteza se emplea como jabón.
[3] Árbol terebintáceo muy resinoso, originario de América. También llamado palo santo, su madera se emplea en ebanistería y contiene una resina usada como sudorífico.
[4] El guayacán es un árbol centroamericano de tronco ramoso, flores de color blanco azulado y fruto capsular.
[5] Especie de árbol mimosáceo.

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